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Relatos de azotes

Rosario

Autor: Jano

(Rams)

Después de consultarme, mis primos, Ana y Juan, me han enviado a su hija Rosarín con el fin de que la enderece. No en vano, saben de mi experiencia, adquirida durante mi estancia en Escocia.

Me refiero al hecho de que, durante cuatro años, trabajé en un exclusivo Centro de los alrededores de Glasgow, especializado en corregir niñas procedentes de familias con un gran poder adquisitivo e incapaces de domeñar a sus hijas por sí mismos; en el citado Centro, pese a la prohibición  reinante en la actualidad de impartir castigos corporales a los alumnos de cualquier Institución de enseñanza, allí, haciendo oídos sordos a la situación legal, se observaba la regla de que la letra,--y las buenas maneras--, con sangre entra. Allí pasé cuatro años como lector,--profesor--, de español y debí, por la norma de la casa, azotar a muchas alumnas con el rigor que se me exigía. Al principio me resultaba extraño y poco ético castigar de aquella forma a las alumnas, hasta que, pasado el tiempo y a la vista de los buenos resultados, que con el tiempo y notable esfuerzo daba el sistema, me integré por entero en las costumbres del Colegio, no siendo el que menos castigaba de todo el claustro; casi me atrevería a decir que, le tomé tal afición y fe, que no pasaba día sin que algunas de mis pupilas pasara por mis manos. Hubo ocasiones en que fueron varias las que sufrieron mis rigores durante la misma jornada escolar.

Confiando en mi experiencia que ya les había contado, mis primos me mandaron a Rosarín para que hiciera con ella lo que creyera oportuno para enderezarla. Se trataba de una niña aparentemente dulce, pero que, a la más mínima ocasión, se desataba en improperios, amenazas y soeces palabras ante cualquier contratiempo que alterara sus pretensiones. En definitiva, se trataba de una niña malcriada, voluntariosa e imposible de tratar. Acostumbrada a salirse con la suya en su casa, cuando se presentó ante mí supuso que podría continuar con sus mañas y me presentó una sonrisa angelical. No me hice ilusiones sabiendo por mis primos sus artimañas  y maniobras para conseguir lo que quería.

Una vez que sus padres se fueron dejándola a mi cuidado, la hice pasar al salón donde le expliqué el régimen de vida que iba a llevar desde ese preciso momento; que si no se ajustaba a las normas que le impondría, su vida no sería un camino de pétalos de rosa. Obediencia ciega, disciplina y buenas maneras, tanto conmigo como con la empleada que nos atendía. En su rostro se pintaba una sonrisa desdeñosa ante mis palabras. Sin hacer caso a su expresión, seguí enumerando sus obligaciones y todas aquellas cosas que no le permitiría hacer o decir.

Previamente a su llegada a mi casa, cuando me fue anunciada su visita, había tomado la precaución de insonorizar la habitación que ocuparía; sus padres pagaron gustosos los gastos cuando les expliqué el motivo de querer hacerlo. Aunque espacioso el piso, estaba rodeado de otras viviendas y, no confiando en las no muy gruesas paredes de la casa, temía que, una vez que comenzara con la clase de castigos que pensaba inflingirla si no se portaba como era debido, trascendería el ruido de los azotes a los demás vecinos con la posibles e indeseables consecuencias.

La acompañé a su dormitorio advirtiéndole, que desde ese preciso momento, sus arraigadas costumbres de rebeldía, había quedado fuera para siempre. Por toda contestación, me lanzó una patada que no impactó entre mis piernas gracias a que tuve tiempo de esquivarla. Al instante, me lancé sobre ella como un ariete y la derribé sobre la cama. Pese a sus pataleos e insultos, le propiné  media docena de azotes sobre la ropa.

En vista de que no paraba en sus acciones y apenas podía sujetarla, me monté a horcajadas sobre sus espaldas; levanté su falda hasta la cintura y seguí azotando sin la más mínima consideración ni prestar oídos a sus protestas cada vez más enérgicas. Sus gritos no conseguían ahogar el sonido de mis manos cayendo sobre sus nalgas; tan fuertes eran. Desde el primer momento, aquella niña tremenda tenía que saber lo que le esperaba; no tendría piedad con ella y debería aprenderlo. Cuando me pareció oportuno, la dejé pataleando y soltando por su boca toda clase de insultos e imprecaciones hacia mi persona, pero con el culo como un tomate. Dado que mi piso estaba a una altura considerable de la calle no tuve el temor de que se escapara una vez que cerré la maciza puerta dotada de una excelente cerradura  incapaz de manipular por su parte. A través de la puerta, le dije que no comería hasta la noche y se perdería la del mediodía. También a través de la puerta, podía escuchar los golpes que daba sobre los muebles: no tenía miedo de que les hiciera el menor daño. Todo lo tenía yo pensado y, a excepción de la cama de hierro anclada al suelo, sólo había una armario enorme de fuerte madera de haya, una mesa de roble y una pesada silla, ambas también ancladas al suelo. De momento, ninguna ropa ni colchón, sábanas u otras cosas susceptibles de romper, había sido puestas en la habitación en previsión de que ocurriera lo que yo me temía y sucedía en ésos momentos.

Al llegar la noche, los ruidos de golpes y gritos habían cesado. Abrí la puerta con sumo cuidado y encontré a Rosarín tumbada sobre el duro somier. Al verme, prorrumpió en insultos y amenazas pueriles. Intentó abalanzarse sobre mí; lo evité y, como en la mañana, la sujeté con fuerza y la derribé sobre la cama. De nuevo a horcajadas sobre ella, volví a levantarle la falda; sacando mi cinturón, me di en descargarlo sobre ella con toda la fuerza de que era capaz, soslayando sus intentos de golpearme y obviando sus insultos y gritos. Durante quince minutos no cesé de golpearla mientras ella se debatía sin éxito bajo mi peso, muy superior al suyo. A medida que transcurría el tiempo y los azotes no disminuían, sus gritos se fueron apagando por puro agotamiento. Cuando cesé el castigo, me levanté y le pregunté con el tono más seco que pude que si quería cenar debería acompañarme en silencio. Asintió levemente con la cabeza y me acompañó sin alterarse. Durante la comida, debí recriminarle varias veces su postura, su forma de comer con la boca abierta; en varios momentos, observé que quería replicar aunque se abstuvo de hacerlo. El hambre la mantenía en estado de una cierta calma; pese a ello, aparentaba estar tensa. Una ve que finalizamos la colación, la acompañé a su dormitorio y le pregunté que si quería que se le pusiera un colchón para poder descansar.

Con los ojos enrojecidos por la ira, me dijo que sí. Llamé a la empleada y se le proveyó de él, sin otra cosa más. Cerré la puerta tras de mí deseándole buenas noches y advirtiéndole que no toleraría más gritos y golpes suyos.

A la mañana siguiente, le pedí a la empleada, Carmen, que le llevara alguna ropa de la que habían traído sus padres para ella y que teníamos guardada a buen recaudo: que la acompañara al baño y la obligara a bañarse o ducharse: como prefiriera, pero sin negarse. En caso de que lo hiciera, debería comunicármelo y yo tomaría las medidas necesarias. Como era de esperar, se negó. Cuando fui informado, me dirigí al cuarto de baño y encontré a Rosarín completamente vestida, con un gesto de obstinación y los brazos cruzados ante el pecho. Le ordené que se desnudara y se metiera en la ducha; también como estaba previsto, se negó. Llamé a Carmen, una buena moza fuerte como un roble y le ordené que la desvistiera. Pese a su negativa, aunque con bastante esfuerzo, consiguió quitarle prenda a prenda toda la ropa en mi presencia.

Quizás debería haberme ido, pero mi deseo de sojuzgarla, humillarla y como medida de precaución por si se le ocurría alguna barbaridad contra Carmen, allí me quedé observando la cara de vergüenza y humillación de la muchacha. Antes de introducirse en la ducha, trató de escapar hacia el pasillo. Me interpuse. La sujeté de un brazo. Desnuda como estaba, estrellé mi mano sobre sus nalgas. Más de veinte azotes necesité para convencerla de que debía hacer caso. La dejé en la ducha al cuidado de Carmen y cerré la puerta del baño.

Pasaron unos pocos días en relativa calma.

Una tarde, durante la comida, dijo con un tono altanero que quería ir al cine para ver una película que anunciaban en la televisión. Al negarme a complacerla puesto que su comportamiento no era el propio de que se le premiara con nada, alzando la voz exigió que cumpliera su deseo. Le recriminé por su tono y volví a negarme. Ante esto, se levantó con gesto airado y arrasó cuanto había sobre la mesa estrellando platos, vasos y comida contra el suelo lanzando insultos a diestro y siniestro.  No me cupo otra solución sino levantarme de la mesa, acercarme a ella y utilizando la fuerza, aplastar su cuerpo sobre mis piernas, levantarle la falda (no se le permitía llevar pantalón), bajarle las pequeñas bragas de algodón hasta las rodillas, tomar una paleta de madera que todavía quedaba sobre la mesa y azotarla con dureza. Pese a sus pataleos, seguí zurrándola sin piedad durante el tiempo suficiente hasta  que ella mostrara cierta calma.

Fueron no menos de treinta golpes los que recibió. Los mofletes de su culo mostraban a las claras los lugares donde había recibido los paletazos y el color que habían adquirido. Cuando cesé el castigo y la solté, se levantó llorando y salió del comedor como una exhalación en dirección a su dormitorio; en el camino, con sus dos manos, se iba frotando las nalgas antes de encerrarse en él.

A medida que pasaban los días, sus explosiones de malhumor y de obstinación, se iban espaciando en el tiempo. No obstante, no pasaba un solo día sin que, por una u otra razón, recibiera varios azotes que iba aceptando de mejor grado. Era tal la cantidad de castigos que recibía que más parecía que se fuera acostumbrando. Sólo una vez más, al cabo de unas semanas, recibió una buena zurra con mano, cinturón y regla que duró más de una hora como consecuencia de una bofetada que le diera a Carmen por no acceder a un capricho suyo. En esa ocasión si que sufrió mi cólera y la pegué sin compasión espaciando los golpes de tanto en tanto para que se recuperara de los anteriores. Mientras descargaba sobre sus nalgas los azotes, no dejaba de recriminarla por su actitud y le vaticinaba numerosas y dolorosas palizas.

Poco a poco, su comportamiento se fue reformando hasta el punto de que, sólo esporádicamente se rebelaba y, por tanto, los castigos se espaciaban.

Cuando llegué al convencimiento de que se había reformado en gran medida, llamé a mis primos para que se la llevaran. Cuando vieron el cambio sufrido por su hija, se llenaron de asombro y de una inmensa alegría diciendo que apenas la reconocían a lo que Rosarín respondía con bajar la cabeza. Me lo agradecieron encarecidamente y, ya que no nos habíamos visto desde que la trajeran, les expliqué todo lo ocurrido a solas en mi despacho, para no hacerlo en presencia de la muchacha. Les sugerí que adoptaran ellos el mismo sistema seguido por mí si no querían que la muchacha volviera por sus fueros. Podía ser un cambio transitorio y habría que llevar con ella la mano levantada en cuanto intentara desmandarse. Así me  prometieron que lo harían a la vista de los buenos resultados obtenidos con  el sistema.

Cuando se fueron, Rosarín me dio un beso con una actitud de lo más modosita y yo me quedé satisfecho de haber recuperado para la sociedad a la pequeña fiera que me habían entregado.

¿He de decir que, en gran medida lamenté no tenerla más tiempo a mi lado para seguir con su educación? Esa muchacha que ya apuntaba maneras y figura de mujer, debo confesar que me había calado hondo. Quizás con más tiempo..........quién sabe…….

F I N

Madrid, 10 de Noviembre de 2005.
JANO.

10 comentarios

Gabriela Sánchez -

Amanecí soñando que yo estaba en el curso de inducción del giron y que aparecía Diana Calero y otra hombre, también había una chica no muy amable con migo. Después yo salía diciendo que no cuajo y que no cuajaré nunca ahí. Después mi mamá sale detrás mio diciéndome entonces no vuelvas nunca más. Esto coincide el día de mi inscripción en el giron para este curso de inducción que raro.

Gabriela Sánchez -

Ahora que fuimos al campus sur de la salesiana con mi mamá me sentí en paz y tranquila en este lugar a pesar de que está muy lejos de mi casa. Aquí no sentí repugnancia en mi corazón. A diferencia del girón que está cerca de mi casa siento una repugnancia terrible por este lugar a pesar de que ahí hay Biotecnología siempre que me acerco o que me voy allá mi corazón protesta y no me lo aprueba. Ahora que me voy al curso de inducción en el girón para poder ingresar a Biotecnología no sé como me baya ni ahí ni en la prueba de ingreso. Les vengo a contar como me fue en las dos cosas.

Gabriela Sánchez -

Estoy desesperada porque mi carrera de ingeniería eléctrica se va al sur y no se si allá para seguirá siendo factible porque es muy lejos la distancia y con horario de todo el día que para mi ya no va y además del tiempo y la ayuda que necesito para estudiar. Me siento huérfana de carrera. A veces pienso que debería quedarme en el girón a estudiar psicología o pedagogía por el horario de media jornada y la cercanía. Solo Dios sabe realmente que me conviene en este caso. Les vengo a contar como me fue y realmente que fue más conveniente para mi.

laura -

ehh mira como puedo contactarte... esque realmente que yo tambien me comporto asi aveces y no me gusta ver a mi mamá llorar por mi...pero no puedo evitarlo portarme mal...tambien soy joven tengo 16

d -

eres un perturbado una cosa es dar un azote o dos otra cosa es esto yo te habria denunciado

carlos -

a mi mi mama me azota el culito con la mano cada vez k me porto mal me tumba en el sofa, me baja las braguitas y me azota asta ke una ora y luego me unta kremita en el culito y me da una ultima palmadita diciendo: eso no lo hagas mas ;)

Javier -

j

sophy -

Hola Ivan, piesnas asi ;) jejeje entonces pensamos igual, si deseas contactame mi correo es dra_sophy@yahoo.es

Iván -

Mi nota es Matricula de honor
Hiciste muy bien es la unica manera en que entienden ya tengan 2 14 20 30 años.
Iván

Iván -

Me llamo Iván y estoy de acuerdo con esos castigos pero os faltarón la correa,cepillo,vara,regla y continuar humilladonla pero esta vez con 15 personas mirando.