Mi Nueva Familia
Autor: Fer
Nunca hubiese creído encontrarme habiendo formado una nueva familia y siendo tan feliz. Si me lo hubiesen dicho que la armonía entre mis fantasías más oscuras y una perfecta vida burguesa se iba a establecer en estos años de mi vida, hubiese contestado que me estaban hablando de otra persona. Cuando bordeaba la cincuentena, mi matrimonio de toda la vida con Amalia acabó de hundirse. Ya venía haciendo aguas desde hace años, me atrevería a decir que desde hace lustros, nuestra interesante vida bohemia del comienzo se fue haciendo una densa rutina de reproche y rencores. La puntilla final la dieron ciertos problemas económicos derivados de mi decisión de trabajar menos horas, dejar de ser la locomotora financiera de esa relación y tratar de disfrutar un poco más del tiempo libre. Nuestra separación me causó mucha amargura y mucho dolor. Pese a que la pasión se quedó encallada en la década de los ochenta, el afecto era enorme y más de veinte años de vida en común pesan. Después de un tiempo conocí, por motivos de trabajo a una mujer, Ana, que me devolvió el interés por relacionarme afectivamente con alguien. Solo me quedaban unos pocos amigos de toda la vida que no tomaron partido en la ruptura. Ana fue entrando en mi vida muy suavemente, primero como amiga, luego como algo más, mientras yo iba saliendo de mi ensimismamiento. Realmente fue ella quien tomó la iniciativa un día que salimos juntos y depositó un casto beso en mis labios. Una cosa fue llevando a la otra y pese a la diferencia notable de edad de más de 15 años la relación pasó a ser algo más. Nos encontramos bien el uno con el otro y Ana me introdujo en su familia. Su madre, aunque muy mandona, una mujer inteligente y activa y su padre el típico buenazo. Ana es hija única, siendo su familia muy unida y pudiente económicamente. Ana está divorciada desde hace muchos años. Tiene dos hijas, Diana de 16 años y Mara de 14, Fue pasando el tiempo y la relación se fue haciendo más y más cercana. Con Ana comencé a vivir una gran tranquilidad, solamente perturbada por las preocupaciones que ella sufría que tenían como fuente la conducta de sus hijas y las tonterías que hacía su ex marido. Sobre este último, Cristian, percibí de forma fría y casi de inmediato que es el típico niñato rico inmaduro y – en resumen – el perfecto cantamañanas. Ana y yo decidimos, hará cosa de poco más de un año, ir a vivir juntos, por lo que me trasladé a su magnífico piso y pude alquilar el mío una vez se hubo marchado Amalia. Nos casamos hace exactamente 8 meses y medio. Los primeros tiempos de convivencia fueron un poco complicados, nos tuvimos que ir adaptando el uno al otro y todo esto con Diana y Mara, dos adolescentes encantadoras pero muy desorientadas. Mimadas, indisciplinadas y siempre tanteando los límites de su madre y, por extensión, los míos. Ana es una mujer con las ideas muy claras, una profesional independiente que no solo tiene un gran patrimonio inmobiliario y financiero sino que gracias a su impresionante Currículum Vitae se gana estupendamente la vida con su trabajo, una mujer con carácter, delgada, elegante, bien vestida con un incisivo toque de clase. Al principio nuestra vida sexual no fue demasiado satisfactoria para mí. Ana, según me dijo tenía muy poca experiencia ya que, aparte de su marido – al cual dudo si incluir o no - sólo han pasado 3 hombres por su cama contándome a mí... Sólo conserva buenos recuerdos de un amante que luego del torpe de su marido supo rendirle los debidos tributos amorosos. Sin embargo Ana estaba muy contenta y muy feliz en este aspecto conmigo, no soy el autor del kamasutra pero me gusta hacer disfrutar a una mujer y me las apaño bien para hacer feliz a mi compañera de cama si me lo propongo. Yo estaba acostumbrado a mantenerme en lo más profundo y oscuro del armario spanko en mi anterior matrimonio, ya que Amalia era feminista primitiva y el spanking lo podía interpretar, claro está, como una humillación de la mujer frente al varón dominante, etc., etc. y no osé exhibir mis fantasías y anhelos como spanker. Esta actividad solo se había limitado a alguna experiencia esporádica con alguna amante ocasional y en los últimos años al bendito mundo Internet. En todo caso Ana me aseguraba desde un principio ser muy feliz a mi lado en todos los sentidos. El problema que nos atenazaba era el comportamiento de las llamadas “niñas” que ya no eran tales. Dos adolescentes muy diferentes entre ellas pero con el denominador común de un padre bastante lelo y todas las tonterías de las chicas ricas de colegio elitista. Diana es delgada, menuda, morena un tanto anoréxica, reservada, muy secundaria en sus reacciones, ávida lectora, muy técnica para hacer todas sus cosas y con unos hermosos ojos negros misteriosos. Viste como una top model. Es capaz de desplegar frialdad, cinismo y toda la indiferencia que haga falta. Mara en cambio, parece mayor que Diana, es rubia, alta, llena de curvas, extrovertida, deportista, sonriente, desordenada, diabólicamente seductora y muy encantadora. Estas chicas han crecido en la teoría y práctica de la explotación de la situación de divorcio de los padres sin un límite, salvo algún esporádico bufido de Ana. Yo creo que desde un principio les caí bien a ambas, sin hacer gran cosa para ello pero procurando no hacer nada para caerles mal. Muy rápidamente en mi nueva familia se fueron estableciendo nuevos equilibrios. Podemos decir que se produjo una reasignación de los papeles de cada uno. Ana aseguraba el altísimo nivel económico y social en el que nos movíamos, yo aportaba la figura del hombre adulto y experto y las chicas estaban a la expectativa. Esta expectativa era muy activa pues en todo momento tanteaban los límites de tolerancia de la nueva pareja, hasta que un día llamaron del colegio que se había montado un tremendo enredo en el cual ambas habían sido sorprendidas fumando porros con otros chicos, con lo que uno de ellos, noviete de Diana, resultó expulsado del colegio por haber traído el hashich. Cuando Ana se enteró se puso como una furia y las castigó sin ir a esquiar dos fines de semana en plena temporada, si bien el castigo les resbaló como tal, ese medio mes fue una etapa insoportable para la convivencia. El castigo fue peor para nosotros que para ellas. Ana sufrió mucho esos fines de semana. Yo me mantuve al margen hasta que un día Ana me pidió formalmente que tomase cartas en el asunto de la educación de las chicas. Yo que no tuve hijos de mi anterior matrimonio le dije que tenía menos experiencia que ella pero que lo intentaría. Mantuvimos una conversación de pareja muy seria y Ana, una mujer tan valiente y tan desenvuelta en su trayectoria habitual, estalló en su desesperación e impotencia con estas hijas tan indisciplinadas y me pidió que pusiese orden en la casa. Yo le pregunté por los métodos y hasta dónde quería que llegase. Ella casi me dejó estupefacto cuando me dijo que les diese azotes si no entendían otro lenguaje. A partir de aquí tuvimos una seria conversación familiar que las chicas se tomaron con cierta sorna y displicencia. Una semana después, un viernes, fueron a la fiesta de una amiga y quedaron en volver sobre las 12 y media o una, a más tardar, pues cual sería nuestra sorpresa cuando ya eran las dos de la mañana y no habían vuelto. Llamamos a casa de la amiga de Diana y nos comunicaron que la fiesta había terminado hacía rato pero que ellas no habían asistido. Las llamamos mil veces por los teléfonos móviles que ambas poseen, nada, el buzón de voz. Casi a las tres, cuando ya pensábamos llamar a la policía y a todos los hospitales de la ciudad, llegaron con alguna copa de más, muchas risas y en plan burla hacia nosotros. Ana les dijo que esto no podía ser y que las cosas habían cambiado, la discusión fue subiendo de tono y yo entré con una postura muy inflexible. Les hice ver de una forma muy seria que esto no podía continuar así, que las cosas habían cambiado y les recordé nuestra conversación. Ellas, especialmente Diana, seguían en actitud desafiante, habían estado bebiendo claras con unos amigos y dando unas vueltas en su coche. La discusión fue subiendo de tono hasta que yo les dije: - Esto se acabó, jovencitas, si no entendéis las cosas como personas adultas las entenderéis como niñas por lo que os voy a dar unos azotes en el culo Ellas pasaron de la actitud burlona poco a poco primero a la incredulidad y después a la perplejidad. Esto a mí me estaba causando enormes tensiones interiores, ya que por una parte estaba en mi papel de hombre de la casa que ejerce la autoridad que mi esposa Ana me había transferido sobre sus hijas y por otra parte, y vosotros me comprenderéis perfectamente, soy un spanker y esta situación me resultaba excitante, por más que intentase negármelo a mí mismo. En eso estábamos cuando me encontré con Diana con su corta faldita tendida sobre mis rodillas. No era el momento de echarme atrás, Ana estaba pendiente de mí. Cuando le levanté la falda hasta la cintura protestó muy airadamente y apareció un tanga blanco de una lencería de tal lujo que, una jefa del departamento de estudios del mejor banco del país no podría permitírselo, de todas formas se lo bajé hasta las rodillas dejando al descubierto sus posaderas. Diana imploraba y suplicaba que “eso no” refiriéndose a que la privase de su última protección, pero inevitablemente quedó con su pompis al aire, Ana miraba fascinada pero aprobando con su gesto la escena y en la cara de Mara se reflejaba que la cosa iba en serio. Comencé a azotar con mi mano, creedme que es pesada, a Diana primero de forma relativamente suave para in crescendo ir aumentando la cadencia e intensidad del castigo, que iba acompañado de duras recriminaciones. Creo que fueron unos 40 o 50 los azotes que le propiné, el hecho es que al principio no quiso demostrar nada pero luego le caían las lágrimas por la cara a medida que sus nalgas enrojecían. Ana le dijo: - Diana, ahora te quitas la falda y las braguitas y te pones de cara a la pared hasta que Fernando te permita irte a tu habitación El espectáculo de la soberbia Diana en tacones, con su top de fiesta, sin ropa de cintura para abajo y con el culete enrojecido por el castigo fue verdaderamente digno de verse. La princesita de la casa había sido destronada. Sin embargo algo de sumisión y docilidad comenzaba a verse reflejaba en su nueva actitud. Luego le tocó el turno a Mara, que como no podía ser de otra forma, intentó negociar que se le dejaran las blancas braguitas de algodón puestas y reducir el número de azotes alegando que no había sido idea suya y que había bebido muy poco. Mara se resistía como una lagartija y ¡se reía! Y también lloraba. Yo me atrevería a decir que disfrutaba de la azotaina... al final ella misma se quitó la falta y las braguitas y se puso junto a su hermana, con el culete más ostensiblemente enrojecido dada la palidez de su tez. Así estuvieron hasta las cinco de la mañana. Y esta escena se repitió varias veces pues ellas parecían provocar las situaciones para llegar a este extremo. Pero poco a poco se volvieron más obedientes y mejoraron en todas sus actitudes siendo muy cariñosas con su madre y conmigo también muy apegadas a mi persona. Poco después, en nuestra casa de la Costa Brava se produjo un incidente nuevo en nuestra particular guerra. En casa estaban como invitados a pasar gran parte del verano David de 15 años, primo hermano de las chicas por parte de padre y Sarai de 17, una bonita chica chilena del colegio compañera de Diana. Los cuatro bajaban casi a diario a la playa y, puesto que las pautas de disciplina habían mejorado espectacularmente, gozaban de la libertad de salir por las noches y llegar más allá de las 2 de la madrugada, siempre y cuanto su madre y yo supiésemos en donde estaban y se llevasen los teléfonos móviles. Sin embargo, quizás envalentonadas por la presencia de Sarai y David una mañana hicieron algo que tenían absolutamente prohibido, alquilaron motos náuticas. Su madre y yo creemos que son peligrosas y que perturban el medio ambiente rompiendo la paz de la playa con sus excesivos decibelios. Lo que Diana y Mara no pudieron prever es que yo escrutaba con mis poderosos binoculares la playa con fines inconfesables como ver un bonito topless o algún bello trasero apretado por un bikini y me percaté que habían alquilado un par de motos y estaban saltando olas tan contentas. Cuando volvieron los cuatro para la hora de la comida, las chicas fueron interpeladas y de forma muy descarada Diana contestó con un cierto tono de chulería con las consiguientes risitas de Mara, en apenas un segundo Ana y yo nos miramos y sentimos al unísono que todo esto nos recordaba a épocas superadas y en el instante siguiente decidí actuar tirando por la calle de en medio. Les espeté, - Parece que volvemos a las andadas, habíamos quedado que nada de motos náuticas! Os pensáis que soy tonto ¿o que me chupo el dedo? Ahora os vais a enterar y será aquí, en el jardín delante de vuestro primo y de vuestra amiga que os voy a zurrar en el culo como a unas crías pequeñas Ellas, protestaron vivamente al ver que yo no me detenía ante nada, ni siquiera en que había dos invitados en la casa que observaban atónitos la escena que se estaba desarrollando. Esto duró solo unos instantes pues ordené a Diana bajarse el bañador hasta la mitad de los muslos y tenderse sobre mis rodillas. Protestó y se permitió palabras hirientes pero le advertí que todo sería peor si plantaba cara. Finalmente lo hizo y comencé a azotarla con una parsimonia y tranquilidad asombrosa, le obligué a contar los azotes y dar las gracias por cada uno, fueron unos 30. Con el bañador como lo tenía la hice colocarse de espaldas a todos nosotros mirando la zona del parrillero. De inmediato le tocó el turno a Mara, siempre es más agradable azotar a Mara ya que su culete es redondo, duro y muy blanco. Yo mismo le bajé el bikini aún mojado y procedía a azotarla sistemáticamente. En medio de los azotes les dije a sus invitados que como se pusiesen tontos ellos también cobrarían, que no me costaba nada hablar con sus padres y sugerirlo. Mara quedó expuesta mientras comíamos al lado de su hermana con el bañador por las rodillas y el trasero tatuado con mis manos. Ana estaba de buen humor y los chicos invitados no decían ni pío. A partir de aquí las sesiones de castigo se hicieron más esporádicas y las chicas cada vez fueron siendo más y más dóciles. Mis pulsiones spanko, pese a un cierto conflicto interior, ya que por una parte me excitaba tremendamente azotar a Diana y Mara y me atrevería a decir que era recíproco y por otra estaba cumpliendo mi cometido en el pacto familiar, por lo tanto mis oscuros anhelos se veían canalizadas en una situación socialmente aceptada. Todo eran contradicciones en mi espíritu. En un momento dado sufrí tanto con estas dudas que incluso, pese a no ser practicante, hablé con un sacerdote amigo de mi familia, un antiguo cura-obrero y misionero, a quien le expliqué la situación y él me dijo que si todos eran más felices, cosa que pudo constatar las veces que vino a comer a casa, y yo había triunfado sobre esos pensamientos con las chicas, esos castigos estaban justificados mientras no se convirtieran en práctica habitual sino excepcional y muy justificada. El buen cura me proporcionó una paz interior que yo necesitaba para dejar de debatirme en mis oscuras tribulaciones, Eso me tranquilizó mucho la conciencia. Un efecto secundario fue que también mi vida sexual con Ana, que hasta el momento salvo la no práctica del spanking, no se podría calificar como vainilla, mejoró espectacularmente. Y esta es la parte quizás más sorprendente de este relato. Un buen día en nuestro dormitorio hablando de los castigos que había aplicado a las niñas, como ella insistía en llamar a las mujeres que ya tenía por hijas, me dijo que ella nunca había recibido ese tipo de castigos. Si conocieseis al bueno de su padre lo entenderíais perfectamente. Quien ponía los límites en su casa de pequeña era la madre y por su fuerte carácter y determinación le resultaba innecesario recurrir al castigo físico. Y, Ana me decía que por no haber tenido esas vivencias, que le producía una gran curiosidad vivir la experiencia que había transformado a sus hijas, mientras me lo decía yo casi no me atrevía a respirar. También me dijo que quería vivir lo mismo que sus hijas y que no era por celos que me lo comentaba. Finalmente se decidió y me preguntó que si yo me atrevería a proporcionarle unos buenos azotes en las nalgas. Yo no daba crédito a lo que oía, pero a pesar de que el corazón me batía al menos al doble de su velocidad de crucero, procuraba aparentar calma. Hasta tuve la sangre fría de hacerme el remolón y que ella – ya muy mimoso – me lo pidiese casi rogándolo. -Papi, como me decía entre cariñosa y burlona, he sido una niña mala: castígame, porfa! Cuando por fin accedí, bendita hipocresía, ella tuvo el buen gusto de cambiarse los pantalones que llevaba puestos por una faldita muy corta, creo que también se cambió la ropa interior y se puso un top muy cortito que, gracias a su tipo tan esbelto, podía lucir estupendamente, para secreta envidia de alguna de sus más viperinas amigas. La coloqué sobre mis rodillas, levanté con una lentitud de ritual primitivo su falda, deslicé sus braguitas blancas hasta abajo del todo y comencé, primero muy suave, a azotar su culete virgen de palmadas. Cuando aceleré los golpes pretendía zafarse e interponía sus manos ente mi poderosa palma y su ya enrojecido trasero, pero yo solo me detendría si escuchaba la palabra “Stop” , que era la que habíamos pactado como medio de seguridad, no haciendo caso ni a sus ruegos ni a su llanto. El hecho es que le di una buena azotaina y le dejé el culete rojo como un tomate y pensé al ver la reacción cromática que de alguien tuvo que heredar la piel tan blanca Mara. Luego la tendí sobre el secreter en una postura más forzada que separando sus nalgas permitía una visión más íntima de sus encantos más ocultos y reanudé mi tarea de forma constante y sistemática. Al final, cuando di por acabada la azotaina, ella me dijo que le ardía mucho y si no le aplicaba una crema nutritiva, de esas de 130 euros el bote de 50 gramos que se apilan por docenas en su mesita de noche, cosa que comencé a hacer de inmediato. Le apliqué una generosa ración sobre su delicioso culito colorado que fui extendiendo de forma parsimoniosa por toda la superficie afectada y zonas anexas. Todo esto tuvo en ella y en mi un efecto afrodisíaco de auténticos megatones de potencia. Tuvimos la mejor sesión de sexo desde que nos conocimos, para mí que hasta entonces me había mantenido frío o cuando mucho tibio, tal vez después de una sesión de azotes con las chicas, fue una excitación que parecía envolverme en todo el calor del trópico para terminar en increíbles explosiones simultáneas de placer. No es que hiciéramos algo especial o que tuviésemos una práctica que antes no hubiésemos tenido, creo que lo habíamos probado en materia de sexo estándar prácticamente todo, lo que ocurrió es como si nuestro motor sexual hubiese pasado de estar alimentado por un par de pilas de 1,5 Volts, todo lo alcalinas que se quiera, a enchufarse directamente a una línea trifásica de 380 V. A partir de entonces estos juegos, se convirtieron en habituales e incluso añadimos muchos incentivos como el paddle y el cepillo y, más tarde, a través de un club que había en Internet, conocimos a otra pareja muy simpática que alguna vez los practicaba con nosotros. Si bien ahora casi no azotaba nunca a las chicas puesto que su conducta era cada vez más madura y cariñosa con Ana y conmigo, algunas imágenes de los azotes que les había proporcionado se quedaron a vivir para siempre junto a mis fantasmas preferidos. FIN |