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Relatos de azotes

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El Informe

El Informe

Autor: Patty Look

Avril se encuentra en pijama muy concentrada en el sofá con los cascos puestos escuchando música a tope mientras juega entusiasmada a la Play 4. Estaba tan metida en el juego de pelea que no se da cuenta que su chica acaba de entrar en la casa, por lo que cuando Lara se acerca pega un bote del susto y dice:

A: joder, que susto me has dado, no te esperaba tan pronto- le dice mientras se dan un dulce beso en los labios.

L: cielo, no es tan pronto, de hecho llego media hora más tarde, ¿no has visto qué hora es?

A: walaaaaa, que tarde es ya, ¡¡pensaba que era antes!! Bueno, termino esta partida y lo dejo.

L: ¿llevas toda la tarde jugando? ¿No tenías unos informes que hacer urgentes?

A: Sí, pero los haré cuando termine, no te preocupes.

L: vale, vale, no te digo nada, que ya eres mayorcita, sólo espero que te de tiempo terminarlos pronto que hoy vengo con ganas de juego… - le dice mientras le da besitos por el cuello y le mete las manos por debajo de la camiseta para cogerle los pechos.

A: Ayyy, nena, déjame que me matan!! Que estoy en el jefe final.

L: Ya ya, jefe final, como no entregues a tiempo los informes, ya te daremos el director de tu empresa y yo, jefe final.

Mientras, Avril se vuelve a poner los cascos y sigue jugando al videojuego, por lo que Lara aprovecha para darse una ducha ya que ha llegado cansada de trabajar y le apetece ponerse el pijama y tirarse en el sofá con su chica. Cuando termina de darse la ducha y vestirse, Lara vuelve al salón y aún está Avril enganchada a la consola. Ésta se está empezando a cansar un poco ya de que su chica siga aún con el juego con la de cosas que tiene que hacer, por lo que se pone delante de la pantalla con los brazos en cruz y le da un ultimátum.

L: Avril, apaga la consola ya y ponte las pilas que ya es muy tarde. Es la última vez que te lo digo.

A: ¡Quítate de ahí que no veo! De verdad, 5 minutos más y lo dejo ya. Te lo juro.

L: Vale, me voy a preparar la cena, en cuanto vuelva quiero todo esto apagado y recogido, si no, esta noche la vamos a tener.

A: qué guapa está mi chica cuando se pone en plan madre, Ayyy. Venga, vete a preparar la cena, que no veo bien- le dice mientras le lanza un beso.

Lara le sonríe mientras se va a preparar la cena. Algo rápido porque no le apetece cocinar mucho, un par de sándwiches y un refresco. Lo pone todo en una bandeja y vuelve al salón para cenar con Avril. En cuanto llega, ve que sigue jugando como si nada.

L: tú ya te estás riendo de mí, ¿no? ¿Cuántas veces tengo que decirte que apagues la puta consola y qué te pongas a trabajar? – Avril al escuchar esto, se levanta de un salto del sofá, por lo que Lara deja la bandeja en la mesa, se acerca a ella, la agarra de un brazo y le suelta tres cachetes bien fuertes en el trasero a Avril.

A: joeee, que no es para ponerse así, si ya la estaba apagando…- dice mientras se frota el culo y apaga la consola y guarda el mando y los juegos.
Ambas se ponen a cenar mientras ven algo en la tele. Avril intenta acercarse a Lara porque está un poco seria y ésta le corresponde, pero haciéndose un poco la enfadada.

A: vaaaa, perdónameee. No me estaba riendo de ti, de verdad. Solo que estaba el juego muy interesante. Me doy una ducha rápida y te compenso… además hoy venías con ganas de jugar, ¿no?

L: ponte a hacer los informes, que después te entra sueño, que ya te conozco señorita.

A: hacemos una cosa, me ducho rápido, te echo un polvazo y mientras estás en la cama relajada, aprovecho y me pongo a trabajar hasta que termine los informes. ¿Te parece?

L: tú verás, no quiero que tengas problemas mañana.

A: que noooo.

Al terminar de la ducha, Avril ni se molesta en vestirse. Va al salón totalmente desnuda y depilada, coge de las manos a su chica y se la lleva a la habitación dónde ha puesto velitas, incienso y música romántica. En ese ambiente tan romántico y pasional, tienen una relación sexual increíble, con varios orgasmos cada una, por lo que al terminar, acaban las dos desnudas, abrazadas en la cama y agotadas, tapadas con la sábana. Cuando se quieren dar cuenta son casi las 1:30 de la madrugada.

A: cariño, no te enfades, pero mira la hora que es. Mañana te juro que me levanto temprano y hago los informes – le dice bostezando con los ojos cerrados.

L: vale, muy bien, pero como no te de tiempo, además de la bronca que te eche el director, prepara el culo, porque en una semana no te sientas- le contesta entre susurros.

A: que siii. Buenas noches mi amor

L: Buenas noches, que descanses.

Se dan un beso con los ojos cerrados porque las dos están rendidas y se quedan dormidas al instante. Pero olvidándose de un gravísimo error. Avril no ha puesto el despertador para mañana!! Lara no pone el suyo porque al día siguiente lo tiene de descanso, pero Avril además de hacer los informes, entra por la mañana a trabajar. A las 10:00 suena el teléfono de Avril. Es su jefe para ver dónde está, ya que a las 9:30 tenían una reunión para ver los informes.

J: Avril, ¿dónde estás? Llevo más de media hora esperándote.

A: Perdone jefe, anoche no puse el despertador y me he quedado dormida. Voy corriendo para allá- le contesta la chica con el corazón acelerado.

L: ¿quién es? ¿Con quién hablas? – le pregunta Lara medio dormida.

A: con nadie, sigue durmiendo.

Avril se viste en tiempo récord, ni desayuna y se va corriendo a trabajar. Por el camino se va maldiciendo por llegar tan tarde, no haber puesto el despertador y encima no haber hecho los informes. Me va a caer una buena, no dejaba de pensar. Y efectivamente, nada más llegar, el jefe le eche el broncazo del siglo, no sólo por llegar una hora tarde al trabajo, si no porque ni si quiera trae hechos los informes que tenía que presentarles. Le da una última oportunidad y le exige que al día siguiente tenga que traer los informes hechos o le abrirá un expediente disciplinario. Avril le da las gracias por esa oportunidad y continúa trabajando. A media mañana recibe un whatsapp de su chica:

L: ¿qué tal va la mañana? Te has ido y no te has despedido.

A: ufff, fatal, ya te contaré. Día horrible. Te dejo que tengo al jefe hoy encima.

L: Vale, ya hablaremos. Nos vemos esta tarde, un beso, te quiero y esas cosas

A: yo también.

El día se le pasó larguísimo, pero no sabía que era peor, si estar trabajando allí con el jefe encima todo el tiempo o llegar a la casa, sabiendo que Lara se iba a enfadar por todo esto. Al terminar del curro, decide llamar a un amigo para tomar una cerveza para despejar los nervios y desfogar del día horrible. Lo que era una cerveza, se terminó siendo 5 cervezas. A las dos horas de estar el bar, Lara le vuelve a mandar un mensaje a Avril:

L: nena, ¿todo bien? Deberías haber llegado hace dos horas

A: siii, todo genial, me entretuve de cervezas con Marcos.

L: ¿has bebido mucho? ¿quieres que vaya recogerte?

A: pues… unas poquillas. Anda, pásate a recogerme, por fiii, me vaya a pillar la poli. Estoy en el bar del centro.

L: en 10 minutos me tienes allí.

En otras ocasiones, Avril le habría mentido y habría conducido ella, pero la última vez que tuvo “esa fantástica idea” de beber y conducir, la pilló la policía, le pusieron una multa y le quitaron puntos del carnet. Y no sólo eso, Lara se enfadó muchísimo y el castigo fue muy severo y entero con la vara, por lo que esa lección, Avril ya la aprendió de no hacerlo más.

Cuando recogió a su chica, la vio que estaba achispada aunque no estaba borracha del todo, por lo que se le entendía hablando y estaba consciente de lo que decía. Ya una vez en casa, ambas se sentaron en el sofá y Lara le hizo la pregunta inevitable:

L: bueno, cuéntame, ¿qué te ha pasado en el trabajo?, para que tengas que salir y ahogar las penas en cervezas.

A: no sé si debo contártelo porque te vas a cabrear y tengo cosas que hacer.

L: no has entregado los informes, ¿verdad?

A: no… y no sólo eso, he llegado una hora y pico tarde al trabajo que además tenía reunión con mi jefe a primera hora.

L: ajá… ¿y a ti qué te parece todo esto? ¿Estás orgullosa?

A: Vete a la mierda, gilipollas.

L: oye guapa, a mí no me faltes el respeto. La has liado pero bien liada y encima te enfadas conmigo. Pues la llevas clara. ¿Te ha dado alguna oportunidad más el jefe?

A: sí. Mañana tengo que entregarlo todo o si no me abrirá un expediente disciplinario… -dijo Avril mirando al suelo.

L: vale, pues ¿sabes qué? Esta vez no te pienso ni regañar porque de todo esto te llevo avisando desde ayer. Vete al cuarto de baño y tráeme el cepillo y el cinturón.

A: tengo que hacer los informes, no tengo tiempo de tus tonterías.

L: como vaya yo, me traigo la vara también. Además, quiero que hagas los informes con el culo calentito por irresponsable que eres. Así que venga, rapidito tráemelo todo.

A: Que no joder, déjame en paz.

L: Uyy, esos humos te los voy a bajar yo en un momento.

Se levanta Lara, le da varios azotes en la zona baja de las nalgas y le señala con el dedo hacia dónde tiene que ir a coger los instrumentos. Avril pilla que va todo en serio y va a cogerlo todo y vuelve con cara resignada. Lara coge una silla y la pone en mitad del salón y se sienta.

L: Ya sabes que tienes que hacer – le dice mientras se toca las rodillas como gesto para que su chica se tumbe.

Avril se tumba y Lara le empieza a dar varios azotes fuertes con la mano en el culo de Avril que aún tiene puesto el pantalón vaquero que la protege bastante del dolor.

L: cielo, levántate y bájate el pantalón y después vuelve a tumbarte- esta lo hace avergonzada ya que odia esta parte en la que se tiene que quedar con el culo al aire para que le castiguen.

El castigo se reanuda y a los 40 azotes con la mano, Lara para en seco y le baja de un tirón las braguitas hasta las rodillas. El castigo continúa sin piedad, dando varios cachetes seguidos en la misma nalga para que cale más el mensaje. Después de un largo rato azotando a Lara ya le duele la mano y decide coger el cepillo. En ese momento, sí que se empiezan a escuchar las quejas de Avril porque este instrumento, a pesar de lo inofensivo que parece, pica muchísimo y más si es de madera como es en este caso. Se ven los pataleos, los quejidos, las súplicas… hasta tal punto que Lara tiene que poner su pierna encima de las piernas de Avril para que no se mueva tanto.

A: Lara, perdóname por favor, prometo ser más responsableeeee, snifff. No volverá a pasar esto, lo juroooo.

L: anoche me juraste que esto no iba a suceder, pero preferiste estar jugando al videojuego toda la tarde y estar haciendo el vago el resto de días, aún sabiendo que estoy era importante para tu trabajo. Pues ahora, tienes que aguantarte.

Lara continúa azotando sin piedad y con fuerza ya que es una falta bastante grave. A los pocos minutos de seguir azotándola, para en seco, le toca el trasero a su chica y nota que está hirviendo.

L: levántate y vete al rincón. Y ni se te ocurra tocarte el culo- le dice esto mientras le ayuda a levantarse, ya que el castigo en la silla puede provocar mareos al levantarse por tener la cabeza tan baja.

Avril obedece al instante y se va al rincón. Lara la deja unos 20 minutos reflexionando, mirando a la pared, mientras ella aprovecha para tomarse un refresco mientras no aparta los ojos de su chica. Cuando ambas están más calmadas, Lara se le acerca por detrás y le agarra el culo con fuerza con ambas manos y le susurra al oído:

L: Cariño, eres un desastre, ¿qué voy a hacer contigo?

A: no sé… ¿perdonarme ya?

L: lo siento, pero aún te queda el cinturón.

A: vaaa, perdóname, prometo ser buena.

L: venga, túmbate en el sofá y ponte dos almohadas debajo del pubis para que tengas el culo bien alto. Serán 30 azotes.

Avril obedece sin rechistar, ya que por experiencia sabe que cualquier queja o no obedecer, le puede costar más azotes y quiere terminar con este castigo ya. Lara coge el cinturón y le empieza a azotar con ganas, pero lentamente, espaciando un azote y otro para que sienta bien el dolor. Al 11 azote, Avril pone la mano en el culo para que paren los azotes porque le pica mucho, por lo que Lara, sin pensárselo, coge el cepillo, le coge la mano y en esa mano le da 10 azotes seguidos en la palma para que no lo ponga en medio más. En el siguiente azote, ya se le resbalan las lágrimas y continúan las súplicas.

A: cielo, lo siento muchísimo, estoy muy arrepentida. Sé que lo merezco por haberla liado de esta manera, pero por favor, para ya, que me duele mucho.

L: la idea es que duela y no se vuelva a repetir. Venga, seguimos.

A pesar de las quejas, Lara continúa el castigo sin piedad, haciendo caso omiso a las súplicas. En cuanto termina el último azote, Avril se levanta y va a darle un abrazo a Lara. Ambas se quedan abrazadas un rato, mientras que una llora totalmente arrepentida, la otra intenta calmarla. Al cabo de 5 minutos, cuando la castigada está más calmada, se dan un beso y Lara le sube el pantalón y las braguitas a su chica.

L: pues venga cariño, ponte a hacer los informes y en cuanto termines, te pongo crema y cenamos.

A: vale

Avril hace los informes rapidísimos, tanto por el castigo como para estar el menor tiempo posible sentada ya que le duele mucho el culo aún. Los termina, cenan y después Lara le pide a Avril que se tumbe en sus rodillas, que le va a poner crema. Le baja los pantalones, las braguitas y ve que tiene el culo muy rojo y se le pueden ver perfectamente el recorrido que ha hecho el cinturón. Al terminar, nota que Avril está bastante lubricada, por lo que aprovecha e introduce un par de dos en su vagina y en su clítoris. Al ver como se estremece su chica, continúa y en cuestión de minutos, consigue un orgasmo grandísimo. Esta situación la ha puesto muy excitada a Lara por lo que Avril se da cuenta y se pone de rodillas en el suelo mientras que le baja el pantalón y las braguitas a Lara hasta los tobillos y le hace sexo oral hasta que termina corriéndose en su boca.

Al terminar las dos relajadas, se van a la cama, dónde primero ponen el despertador y continúan un segundo asalto. Al terminar las dos abrazadas en la cama Avril le dice:

A: cariño, perdóname por mi comportamiento y gracias por el castigo, menos mal que te tengo que me guíes porque a veces soy un poco desastre.

L: jajaja, sí, un poco desastre sí que eres, pero eres el desastre que yo más quiero en este mundo. Espero que no se vuelva a repetir y seas más responsable, ¿me lo prometes?

A: te lo prometo.

L: pues venga a dormir que mañana te espera la cita con tu jefe. Buenas noches.

A: Buenas noches.

FIN

 

 

EL ALEMÁN

Por: Amadeo Pellegrini

Dedicado a  Mayte Riemens

Advertencia: esta historia trata de un hecho real acaecido a mediados de la década de 1960. La persona que me la confió merece el mayor crédito, por tanto la transcribiré en primera persona procurando respetar en todas sus partes el relato original.

   

Aunque oriundo de Austria, a Hans Kern, lo conocían como “el Alemán”, y muy poco se sabía de él, pues casi nadie recordaba cuándo, cómo, ni por qué se había establecido allí.

Enjuto, encorvado, de barba y cabellos cenicientos entre los que afloraban algunas hebras de pelos rubios, el Alemán resultaba una figura extraña, su rostro  carecía de rasgos destacados, poseía sin embargo un par de inquietantes ojos celestes, cuya penetrante mirada resultaba muy difícil sostener.

Vivía, recluido en una pequeña casa de madera construida con sus propias manos, a las afueras de la localidad, la que abandonaba solamente para hacer algunos de los trabajos que únicamente él era capaz de llevar a cabo.

En efecto, lo requerían para cumplir tareas arriesgadas que ninguna otra persona se atrevía a tomar, como bajar a pozos de molinos de cuarenta metros de profundidad o más, a reparar los cilindros, trepar a la torres más altas a reemplazar las luces, desmontar árboles corpulentos que hacían peligrar las viviendas vecinas y como aquellas muchas otras obras de riesgo que el extraño individuo acometía con una naturalidad, agilidad y eficiencia asombrosas.

Por otra parte, en su domicilio recibía toda clase de objetos que le llevaban para componer o reparar. En esas ocasiones los examinaba en silencio, luego respondía: “puede” si se comprometía a componerlos o “No puede” si el objeto no tenía arreglo, pues hablaba sólo lo preciso.

Otra particularidad suya era que antes de aceptar ningún encargo decía la cantidad a cobrar, si alguien se atrevía a regatear o a decirle que el precio le parecía excesivo, sin vacilar devolvía el objeto diciendo: “Lleve”

Entonces no había ruego, promesa o disculpa que lo hiciera cambiar de opinión. Lo mismo sucedía cuando lo buscaban para alguna otra tarea, si no le aceptaban la cantidad pretendida, sin decir palabra daba media vuelta tomaba la bicicleta que era su medio de locomoción y se marchaba sin siquiera despedirse.

Por lo general era moderado en sus pretensiones, además como lo conocían y era único para ciertos trabajos, raramente le objetaban el precio.

Todo esto bastaba para transformarlo en un  personaje extravagante, pero lo que le había conferido bien ganada fama de brujo o de hechicero eran los extraños “poderes” que poseía y empleaba en circunstancias excepcionales.

Como la vez aquella que los caballos de un enorme carro se espantaron, cortaron las riendas marchando desbocados por la calle con riesgo de arrollar a unas criaturas que jugaban a la pelota allí.

Al verlos el Alemán se interpuso de un salto y levantando la mano derecha, sin siquiera tocarlos ni pronunciar palabra alguna, los detuvo en seco ante el asombro de los circunstantes.

Como aquella, llevaba realizadas muchas proezas de diversa índole.

Un fumador inveterado recordaba, que le preguntó si podía quitarle el vicio del tabaco, Kern le respondió: “Puede” y señalándole el paquete de cigarrillos agregó: “Deme” El interpelado le entregó entonces el paquete sobre el cual el Alemán trazó signos misteriosos para devolvérselo diciendo: “Fume”

Cuando el hombre extendió la mano para tomarlo, el envoltorio le quemaba de tal forma que gritó arrojándolo rápidamente al suelo. Reconoció después que lo mismo volvía a sucederle cada vez que pretendía encender un cigarrillo.

Por esa razón fui a verlo el día que un tornado le arrancó parte del techo al galpón de mi establecimiento. Tenía almacenado allí gran cantidad de lana, maquinarias y otros elementos.

Entonces ¿Quién otro que el Alemán para reparar un techo en doble pendiente con casi seis metros de altura en su parte más elevada?

Acepté el precio que pretendía y la condición de ponerle un ayudante para que desde abajo le alcanzara las chapas, las herramientas y los accesorios a medida que los necesitara

Recordé que mi encargado tenía un sobrino, de nombre Dionisio quien acababa de abandonar los estudios y como era un tanto inmaduro me había pedido que le consiguiera alguna ocupación aunque fuera temporaria, para ver si adquiría un poco de responsabilidad.

Al día siguiente temprano los tenía a ambos trabajando. El alemán colgado de un arnés; en lo más alto entre los tirantes desde allá arriba mediante silbidos y señas indicaba al muchachito las cosas que necesitaba y una vez que el ayudante las enganchaba  él izaba por medio de una cuerda.

En la tercera jornada me tocó presenciar el insólito episodio que los tuvo por protagonistas.

En cierto momento Dionisio entretenido con un perro se había ido alejando y no respondía al llamado de los silbidos del hombre, mientras yo estaba en el rincón opuesto afilando peines de una esquiladora.

De pronto ví a Kern deslizarse como un gato hasta el piso para enfrentarse con el chico. No lo escuché hablar, solamente lo tenía tomado por la barbilla obligándolo a sostener la mirada manteniéndolo así unos segundos.

Observé enseguida que el jovenzuelo, como respondiendo a un conjuro, se desprendía los pantalones para echarlos hacia abajo junto con los calzoncillos para de inmediato tumbarse, sin emitir protesta alguna, boca abajo sobre uno de los fardos de lana.

Al ver al  alemán quitarse el cinturón atravesó mi mente el pensamiento que estaba por asistir a un repugnante acto de sodomía.

Entre tanto yo me encontraba incapaz de intervenir como si un campo magnético me mantuviera paralizado en el lugar contemplando a aquel extraño sujeto con el cinturón doblado por el medio disponiéndose a azotar las rollizas nalgas de efebo del ayudante,

Ante mis ojos se desarrolló a continuación el espectáculo más grotesco que me fue dado presenciar. Con deliberada frialdad como si estuviera apaleando a un perro, el alemán comenzó a descargar azote tras azote sobre las temblorosas posaderas.

Pero más que aquella espaciada y metódica azotaina, me chocaba la actitud pasiva del jovenzuelo quien no solamente no oponía resistencia alguna al tratamiento que estaba recibiendo, tampoco había procurado en ningún momento proteger con las manos la vapuleada piel desnuda, sino que encima había recogido él mismo los faldones de su camisa para dejar el culo mejor expuesto a los azotes

Aquello debía resultarle doloroso, no obstante en ningún momento lo oí gritar ni pedir misericordia. Sus inflamados glúteos se estremecían a cada  contacto de la correa pero la única reacción que advertí era que a cada azote juntaba de manera alternativa los talones, los separaba uniendo la punta de sus pies y de nuevo separándolos, así ininterrumpidamente mientras dejaba escapar ahogados gemidos.

Por último el alemán chascó los dedos y Dionisio se incorporó para poner orden en su vestimenta.

En todo el tiempo ninguno de los dos pareció reparar en mi presencia, como si yo de pronto me hubiera vuelto invisible.

Mucho tiempo después se me presentó la oportunidad de tratar el tema con Dionisio, quien al principio se mostró sorprendido y un poco avergonzado, porque no recordaba haberme visto esa tarde.

A mis preguntas respondió que Hans Kern aquella tarde no le había dicho nada pero que con sólo mirarlo le hizo comprender qué lo azotaría, entonces él, obedeciendo a una fuerza interior irresistible, se aprestó a recibir el castigo.

Finalicé interrogándolo sobre lo que había experimentado en aquellos momentos. Reconoció que la azotaina le había resultado muy dolorosa pero agregó, de manera enigmática, que le había producido al mismo tiempo un extraño alivio. Creo que empleó también la palabra bienestar…

Después del carnaval

Por: Amada Correa

“…Pero el encanto de aquellas horas
al morir Momo, se disipó y con mi dolor
a solas, lloré la muerte de una ilusión…” 

“Después del Carnaval” (TANGO)
Música y letra Amuchástegui – Keen


Ese año la cosecha, había resultado excepcional, la gente disponía de dinero y muchas ganas de divertirse, por eso los carnavales prometían resultar inolvidables.

Como siempre la avenida principal de la localidad, luciría adornada para el Corso (N. del Editor: desfile de carnaval, Rúa), después el baile de disfraz con dos orquestas, se llevaría a cabo  al aire libre en las instalaciones del Sporting Club.

Para el Comisario Benítez, funcionario de gruesos bigotes y espesas cejas negras, policía “de los de antes”, cuyo apego al orden delataba la reciedumbre de su carácter, los festejos del carnaval resultaban oportunidades de desbordes y desmanes.

El Comisario con el propósito de advertir a la población, mandó fijar, una semana antes, en lugares bien visibles el “Edicto de Carnaval”, estableciendo las prohibiciones, las contravenciones, la obligatoriedad de los permisos de disfraz y, -lo más serio-, las penalidades para los infractores, que iban desde multa de cinco pesos para arriba hasta treinta días de arresto. El último apartado estaba impreso en caracteres destacados.


Santiaguito Riello y Ricardito Covacci eran amigos inseparables o sea, eran lo que vulgarmente llaman: “carne y uña”. Ninguno de los dos recordaba quién de ellos había tenido la loca idea de disfrazarse de mujer para esos carnavales. Lo que seguramente nunca olvidarían serían las consecuencias que les deparó aquel desdichado episodio juvenil…

Fanny y Nilda Covacci, hermanas mayores de Ricardito, acogieron entusiasmadas el proyecto de los dos muchachitos. Fueron ellas las que idearon  vestirlos de gitanas y las que, en el más absoluto secreto, se ocuparon de preparar los disfraces; para lo cual, a escondidas, deshicieron y tiñeron viejas cortinas, reformaron blusas pasadas de moda, remendaron y rellenaron con lana dos gastados corpiños, confeccionaron, con lienzo de color, un par de grandes pañuelos, exhumaron, de un baúl, postizos y trenzas de utilería de la época que ambas formaban parte del grupo de teatro vocacional de la Comisión de Fomento Cultural y Agrario.

La víspera del carnaval, los dos amigos se presentaron en la comisaría para sacar el correspondiente permiso de disfraz.

El policía que los atendió, después de anotar en una planilla sus nombres, direcciones y el tipo de disfraz elegido, -allí declararon que se disfrazarían de linyeras (N. del Editor: sintecho, homeless, clochard) -, les entregó la cartulina numerada que ambos debían llevar colocada en la ropa de manera visible.
  

El primer día de carnaval, desde temprano, en medio de bromas y risas, los cuatro conjurados, pusieron manos a la obra. Con las faldas en su lugar, ceñidos los corpiños debajo de las blusas; agujas e hilo en mano, las hábiles mujeres, dieron los últimos toques a las vestimentas  para pasar a componer los respectivos tocados, después fue el turno del maquillaje: rimel y sombra en los párpados, pintura en los labios, abundante carmín en las mejillas, falsos lunares alrededor de la boca, esmalte rojo en uñas de manos y pies…

Por último, collares, pulseras y aros de fantasía completaron el prodigio, el espejo mostró entonces la inequívoca figura de dos auténticas gitanitas retorciéndose de risa y a las hermanas Covacci por detrás celebrándolos.

Fue Nilda, la menor de las hermanas, quien advirtió que faltaba un detalle importante. Regresó de su habitación con dos delicadas bombachas (N. del Editor: bragas, pantaletas) de satén para reemplazar los masculinos calzoncillos.

Como todas las cosas tienen sus límites, al principio, por timidez o por vergüenza, los muchachos las rechazaron. Al cabo, a regañadientes, ante la insistencia y los burlones comentarios de las mujeres, sin mirarse entre sí, se las colocaron para terminar un rato después por recogerse las faldas delante del espejo, muertos de risa.

El Corso estaba programado para las 21 horas, pero desde un par de horas antes el público empezó a congregarse en los sitios más estratégicos para no perder ningún detalle del desfile de carrozas y de las comparsas, mientras tanto dos policías montados recorrían, de un extremo al otro, el trayecto engalanado de la avenida para impedir que la gente se estacionara en la calzada o jugara con agua.

Solos en casa de los Covacci, ambos amigos esperaban ansiosos que oscureciera por completo y comenzara el bullicio de las comparsas para sumarse a la fiesta. Llegado ese momento,  encerraron al perro para evitar ser seguidos y reconocidos por los vecinos,  se colocaron los antifaces color rosa, saltaron la tapia por los fondos hacia la casa lindera, desde allí, agazapados, cruzaron rápidamente un ancho baldío (N. del Editor: solar, terreno) hasta ganar la calle y pegados a las paredes llegaron a la esquina del palco de los organizadores y el jurado.

El Sporting Club  había instituido tentadores premios por un total de 500 Pesos distribuidos así: 250 Pesos a la mejor carroza, 150 Pesos a la mejor comparsa y dos primeros premios de 50 Pesos al mejor disfraz masculino y otro tanto al femenino.

En medio del bullicio de silbatos, matracas y tamboriles de lata entraron, balanceando las caderas al compás, como les habían recomendado las chicas, en la avenida San Martín.

Se ubicaron  detrás de la comparsa “Los Desalmados” formada por unos ocho jovencitos envueltos en sábanas con la cara cubierta por una máscara de tela blanca simulando calaveras, donde se mezclaron con otro grupito de disfrazados que venían acompañando la murga, “Las Flores del Chiquero”(N. del Editor: pocilga, cuadra para cerdos).

De entrada, las dos “gitanitas” llamaron la atención de los espectadores, al llegar frente a la confitería “La Ideal” donde estaban reunidos la mayor parte de los vagos de la localidad, la presencia de los dos amigos fue saludada con una silbatina y un coro de piropos. Desde uno de los balcones cayó sobre ellos el homenaje de una lluvia de serpentinas y papel picado.

Por un momento ambos se sintieron los ídolos de la noche, la muchachada esperaba verlos pasar nuevamente para abalanzarse sobre ellos, con intenciones de robarles besos o destinarles alguna caricia audaz matizada con propuestas obscenas.

El baile estaba en lo mejor con la pista saturada de bailarines y disfrazados estorbándolos. Allí se repitió con más virulencia el asedio que habían experimentado en el Corso. Para librarse de los cargosos no tuvieron más remedio que acercarse a los grupos de mujeres estacionadas frente a los baños, pomposamente llamados “Tocadores”.
 
Fue entonces donde no tuvieron mejor idea que entrar a la antesala de los retretes para las damas y para rematarla, por gracia Ricardito hizo estallar un petardo al grito de ¡Me matan!... ¡Me matan!...

El pandemónium que se produjo en el atestado recinto fue extraordinario; en cuestión de minutos dos agentes de policía flanquearon la salida cerrando el paso a los curiosos que se arremolinaron en torno a la puerta. Acusados por dos gruesas damas que salieron de los retretes en el momento preciso del estallido y que atestiguaron en su contra ambos fueron prendidos en el acto y trasladados a la Comisaría.

Una vez identificados fueron alojados en un oscuro calabozo. Allí adentro, los dos consternados amigos quedaron aguardando su suerte. Es decir esperando la llegada del Comisario Benítez, y de sólo pensarlo se les ponía carne de gallina…

Entre tanto desde exterior llegaban a la celda los apagados compases de una milonga, matizadas de a ratos con las suaves melodías de algún valsecito y las alegres notas de los pasodobles entreverados más tarde con las melancólicas cadencias de la selección de tangos.
 
Afuera la gente seguía divirtiéndose, en cambio para ellos y para “Jarrita” perdidamente borracho que compartía aquel sórdido alojamiento, la fiesta había terminado…

El Comisario llegó a su oficina cuando la orquesta típica anunciaba el sorteo de la Mesa Servida y a continuación la última selección de la noche…
Soria, el escribiente, que por una cruel burla del azar cortejaba a la menor de las Covacci, fue el encargado de dar el parte de novedades a su Jefe.
-Bien Soria, -aprobó el funcionario-. Ahora prepare el mate y después tráigame a esos dos mariquitas…

Desencajados y temblorosos aparecieron Santiaguito y Ricardo a quienes el acompañante ordenó quedarse de pie debajo de las tulipas que iluminaban la sala, de cara al Comisario, que ni siquiera se molestó en levantar la vista para observar a los recién llegados, simuló continuar ocupado con los papeles que tenía dispersos sobre la mesa sorbiendo con fruición los mates que le alcanzaba el  escribiente.

En absoluto silencio, la escena se prolongó por un buen espacio de tiempo. Soria, conocedor de los métodos policiales en general y los de su superior en particular, pensó: “Vaya a saber cuánto tiempo más los va tener haciendo amansadora…”

Hacerles la amansadora a los presos consistía en mantenerlos esperando en silencio, para ablandarlos. Tratamiento que, en ocasiones se prolongaba durante varias horas, lo que en la jerga policial llamaban: “juntando pis”, hasta que la víctima no pudiera resistir las ganas de orinar. A veces, algunos presos llegaban a mojarse encima, situación humillante que los colocaba ante los policías en situación de completa inferioridad.

Por fin el Comisario Benítez se puso de pie y , siempre en total silencio, comenzó a recorrer la habitación a grandes pasos sin dejar de observar de arriba abajo a los dos muchachos. Cada tanto se detenía detrás de ellos, que impedidos de volverse para mirar qué hacía se sofocaban de angustia.
 
Soria acatando una seña imperceptible de su jefe se colocó en un ángulo de la estancia fuera también de la vista de los detenidos. Desde esa misma posición el Comisario dirigiéndose a su subordinado en voz bien alta, dijo:

-¿Ve Soria? Así empiezan estos mariquitas…  Jugando, jugando se visten de nenas… Y le toman el gusto…¿Sabe?... Después, de más grandecitos se dejan el pelo largo, usan zapatos con tacones y se ponen pantalones ajustados que les marquen bien el culo… ¡Eso es lo que más les gusta! ¡Mostrar el culo!… ¿Sabe cómo se acaba la cosa, Soria? Terminan convertidos en maricones del todo;  viciosos que ya no tienen más remedio.

El escribiente, conocía su papel, por eso no respondió una sola palabra. Hubo un largo intervalo de silencio, luego del cual el funcionario retomó el monólogo:
-A estos hay que agarrarlos de chicos, Soria, cuando recién empiezan a mostrar la hilacha, entonces se les da un buen “tratamiento” y se curan… ¡Claro que se curan, se lo aseguro yo!…

En silencio nuevamente reemprendió el paseo alrededor de la sala. Hasta que por fin se detuvo delante de la ventana que daba a la calle:

-Ya está clareando… -dijo volviéndose hacia su subordinado, a quien después ordenó señalando a Santiago:

-A éste me lo mete de nuevo en el calabozo…- y añadió: A éste otro después me  lo lleva a las caballerizas… ¿Entendido?

-¡Entendido señor! –Exclamó Soria juntando los tacos (N. del Editor: dando un taconazo), tomó por el brazo a Riello obligándolo a caminar a su lado.

Cuando regresó por Ricardo, el Comisario se había marchado. El muchacho aprovechó para preguntarle al novio de su hermana a dónde lo llevaban y qué le iban a hacer allí. Soria le respondió:

-¡Callate, pibe! No preguntés nada y hacé todo lo que el jefe te ordene si querés volver enseguida a tu casa…

-Pero…¿Por qué me llevan a las caballerizas? Insistió tartamudeando.

Soria recordó con deseo a Nilda Covacci, el pibe se parecía bastante a la hermana y sintió un poco de pena por él.

-Ahí vas a conocer el monturero y ahora te callás porque ya llegamos…

Habían cruzado el desolado patio para entrar en el cobertizo de los caballos, en uno de cuyos extremos estaba el depósito de monturas y arneses, cuartito conocido como: monturero, sitio que, por hallarse aislado, alejado de miradas indiscretas se usaba también para los “aprietes” que en el argot carcelario significaban: los apremios ilegales (vejámenes muy próximos a las torturas).

El monturero no tenía ventanas, únicamente la puerta de madera, la iluminación allí provenía de una sencilla lámpara eléctrica colgada del techo, una de las paredes tenía amurados soportes de hierro para  las sillas de montar, en la del otro extremo había gran cantidad de ganchos fijados a distintas alturas del que pendían, riendas, arneses, atalajes y otros elementos ecuestres, en uno de los rincones estaban apiladas algunas bolsas de avena, cerca de ellas el Comisario Benítez, en persona, los esperaba.

-Soria ayude a la “señorita” a sacarse la ropa. Dio la orden en un tono ligero acentuando el dejo burlón al pronunciar la palabra señorita. El escribiente que no ignoraba lo que su superior se proponía hacer volvió a sentir lástima por el muchacho, pero acató la orden de inmediato.

Cayeron las sayas gitanas, al suelo fue a parar también el tocado completo junto con la blusa. Ricardo quedó expuesto sólo con las prendas íntimas de sus hermanas encima: la coqueta bombacha color salmón guarnecida de encaje y el portasenos henchido de lana. En el momento que Soria se disponía a desprenderle el corpiño su jefe le ordenó dejarlo como estaba extendiéndole un par de esposas.

-Póngale estas pulseras, que le van a quedar mejor a la señorita. Después retírese –Dijo.

El escribiente hizo lo que le ordenaba, enseguida dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta al salir.

Una vez solos, el Comisario con sarcasmo comentó:
-¿Así que te gusta adornarte el culo con calzoncitos de mujer? ¡Mirá que habías sido “coqueta”! Pero te los voy a tener que bajar para no estropearlos ¿Sabés?

Uniendo la acción a la palabra tironeó del elástico hasta dejar la prenda en mitad de los muslos.

¡Caramba! Tenés un lindo culo. Exclamó palpando groseramente ambos glúteos, para descargar sobre ellos enseguida todo el peso de su velluda mano. La palmada resonó como un pistoletazo y arrancó a la víctima un ¡Ay! profundo. Cambiando de tono agregó:

-¿Te gusta andar moviendo el culo, no?... Como no obtuvo respuesta añadió: ¡Seguro que te gusta!... Pero no te preocupes con esto –dijo mostrándole una gruesa correa- te lo voy a hacer mover de lo lindo…¡ Ya vas a ver como lo vas a sacudir para todos lados!

Mientras hablaba tomó la cadena de las esposas arrastrándolo hasta uno de los ganchos de donde lo colgó. Ricardo quedó de esa forma literalmente estampado de cara a la pared.

-¡Tomá! ¡Dale movelo con ganas ahora! Gritó al descargar el primer azote contra las blandas carnes del joven. ¡Eso es!.. ¡Así tenés que balancear el culo!... ¡Otro poco más!... ¡Dale! ¡Dale! ¡Sacudilo con ganas!... ¡Más ganas!... ¿No te gusta acaso que te hagan mover el culo?... ¿No es eso lo que buscabas?... Bueno ahí lo tenés… Gózalo entonces…¡Tomá!  Cada frase iba seguida por fuertes azotes y acompañada por los agudos sollozos y chillidos de la víctima…

Por una hendija del tablero de la puerta Soria que estaba del otro lado presenciaba la azotaina…

El Comisario Benítez pegaba como un diablo, el ayudante pensó que le agradaban los azotes porque esa tarea no la delegaba en ningún subordinado, él en persona era el encargado de las azotainas cualquiera fuera el destinatario.

El castigo terminó. El escribiente, entonces fue convocado para recibir nuevas órdenes:

-¡Sáquele las esposas, que junte todos esos trapos y así como está, me lo pone en la calle para que se mande a mudar enseguida antes que me arrepienta!... Después me lo trae al otro…

Sudoroso el policía encendió un cigarrillo y salió al patio, mientras en el interior cumplían sus órdenes…

-¡No! ¡No! ¡Dejá eso no te pongas nada encima ya lo oíste al comisario juntá todo y salí como estás! –Murmuró Soria al oído de Ricardo… Y apurate antes que se arrepienta…

Minutos después Ricardito Covacci estaba en la calle en ropa íntima de mujer huyendo a todo correr a refugiarse en su casa. Su compañero de travesuras después de pasar por el mismo trance hizo otro tanto…

Trabajando para Don José

Autor(a) desocnocido(a)

INTRODUCCION:

Héctor es un tímido joven que responde a un anuncio en el que se oferta un trabajo en la mansión de un millonario.

UNO

Héctor era un joven de veintipocos años. De pelo negro y ojos oscuros, su mirada era todavía curiosa y detrás de ella podía advertirse su inseguridad. Vestía de manera informal con vaqueros y camiseta amplia y negra, con un intrincado dibujo. Tal como aquél hombre le había pedido, se acercó a él, tratando de mantenerle la mirada, lo que conseguía a duras penas y con mucho esfuerzo.

"Como te he dicho ya, Alejandro está ya bastante mayor y no puede encargarse de algunos trabajos. Necesito una persona que sea fuerte que pueda cargar bultos, traer la compra, hacer las tareas del jardín, limpiar la piscina, lavar el coche, etc., y, a la vez que tenga algún conocimiento, aunque no sea mucho, de informática, para llevar el correo, una pequeña contabilidad, y el control de los libros de la biblioteca. A cambio te ofrezco el alojamiento, la manutención y, lo más importante, tu formación, de la que me encargaré yo mismo, hasta donde llegue. Has de tener en cuenta que viajo con frecuencia. Por tanto, contrataré a un profesor para cuando yo no esté o para las materias que yo no domine. Tendrás un día libre a la semana y una pequeña cantidad de dinero para esas salidas. Si necesitas más permisos deberás pedirlos con antelación y justificadamente.

He de advertirte que soy muy exigente-subrayó el adverbio-, tanto en lo que respecta a las tareas domésticas como a los resultados académicos. Exijo un respeto razonable. Me gusta la puntualidad y no me gusta la pereza, la desidia o el desorden". Estas palabras las dijo mirándole fijamente, y acercándose a él, como queriendo subrayarlas de forma que no admitiera contestación. "Si te interesa, el trabajo es tuyo".

Héctor se sentía intimidado por aquella mirada tan intensa, por lo que no pudo evitar desviar la suya. Parecían unas condiciones muy duras, pero no tenía nada mejor. O aquello o la calle. Por otra parte, tendría la oportunidad de prepararse para conseguir un trabajo mejor llegado el momento. Sin embargo, sentía en algún sitio de su cuerpo una vaga sensación de peligro, detrás de la cual se adivinaba una extraña excitación. ¿De dónde venían esas dos sensaciones? No lo pensó dos veces: "Creo que podré hacerlo, acepto".

"Muy bien, entonces, te espero mañana mismo a las ocho en punto. No me gusta que me hagan esperar. Alejandro te acompañará a la salida". El mayordomo, que no parecía tan viejo como el señor decía, le señaló la puerta. Héctor saludó y se dispuso a marcharse. "Ah ¡una última cosa! Mientras trabajes en esta casa, llevarás un uniforme adecuado. Alejandro te tomará las medidas para encargártelo. Hasta mañana".

Ya en la calle, después de que el mayordomo le hubiera medido, Héctor trató de reflexionar sobre lo que había ocurrido. ¿Un uniforme? No le gustaba mucho la idea, pero pensó que se trataría de una excentricidad más de su nuevo jefe. Ahora tenía mucho trabajo. Recoger su apartamento, hacer la maleta, devolver las llaves al casero....Iba a tener una buena habitación en una casa de campo con piscina, jardín.... Tenía sus ventajas. Y aquél hombre.... ¿qué era lo que le atraía de él con tanta intensidad?

Aquélla noche no pudo dormir bien. Estaba muy excitado pensando en su futuro a corto plazo. Eran las ocho menos cuarto cuando se despertó. No iba a llegar a tiempo. Se levantó de un golpe, se vistió rápidamente, cogió la maleta, que ya tenía preparada y salió como una estampida sin desayunar. Llegó casi sin resuello a la puerta de la casa cuando ya habían dado las ocho y media. Alejandro abrió la puerta: "El señor le espera hace rato en su despacho. Acompáñame a su habitación donde dejará sus cosas y se cambiará de ropa"

Su habitación estaba en la segunda planta. Era amplia y acogedora y la ventana tenía unas hermosas vistas al extenso jardín. "En el armario tiene colgados varios uniformes. El señor ha ordenado que hoy se ponga el polo rojo y pantalón y calcetines azules"

Cómo ¿Ya estaban hechos los uniformes? Eso era rapidez. Abrió el armario y buscó en su interior. Colgado en la percha había un polo rojo de manga corta pero ¿y el pantalón? La respuesta la obtuvo al sacar el polo de la percha. Allí estaba el pantalón. Era azul, efectivamente, pero era un pantalón corto Aquello parecía algo perverso. No sabía muy bien qué hacer. Bueno, veamos cómo me queda. Se enfundó el polo y el pantalón. Éste era de una tela bastante cálida y agradable al tacto, lo cual no era lo peor pues era invierno y hacía bastante frío. La pernera le llegaba hasta más o menos un palmo de la rodilla, por lo que casi todo el muslo quedaba al descubierto y no era demasiado ajustada; quedaba un hueco entre la tela y el muslo. Menos mal que no tenía mucho pelo en las piernas, porque se sentía un poco ridículo. Por otra parte, el trasero del pantalón sí que estaba bastante ajustado y le remarcaba el culo de forma notable y también sus genitales estaban un poco comprimidos. Aquél hombre era un pervertido, definitivamente. Sobre el suelo del armario había unos calcetines azules, al lado de otros de varios colores. Al ponérselo se dió cuenta de que le llegaban hasta las rodillas, dejando una vuelta ancha por debajo de las mismas con dos franjas amarillas.

Se miró en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. Ahí estaba él, un tío de veinticinco años, vestido como un colegial. Era bastante humillante. Sin embargo, sin venir a cuento, quizá por la presión del pantalón, empezó a notar una incipiente erección. No podía venir en peor omento. Tenía que presentarse en ese momento al jefe. Trató de distraer su atención, de pensar en lo ridícula y humillante de aquélla situación, pero aquello sólo aumentó su sensación de calor y tensión en los genitales. Bueno, ya se le pasaría. "Veamos a dónde nos lleva esto. Siempre estoy a tiempo de decirle que me voy"- se dijo. Echó una última mirada al espejo. El polo tenía una inicial en una lateral del pecho, la misma que en una de las perneras del pantalón, pero no adivinaba a qué obedecerían aquéllas letras.

"De cualquier modo, buen culo y buenas piernas. Si le gusta mirarlas, que se dé el gustazo, qué importa".

Abrió la puerta, salió al pasillo y bajó la escalera hasta el piso de abajo donde se encontraba el despacho del señor. Era muy tarde, pasaban tres cuartos de la ocho. "Espero que no se enfade". Alejandro se le acercó y le dirigió una mirada exploradora de arriba abajo (deteniéndose más en el pantalón corto y en las piernas), tras lo cual, hizo un gesto aprobatorio con la cabeza. Se dirigió a la puerta del despacho y llamó. Desde dentro se oyó "Adelante". Abrió la puerta y se apartó para dejarme paso.

DOS

El señor miró a Héctor con expresión severa desde detrás de su mesa. Le ordenó cerrar la puerta. A continuación le dijo que se acercara a él sin darle permiso para sentarse. Héctor cruzó las manos tras la espalda. El señor le preguntó en tono duro si le parecía que se había comportado correctamente esa mañana. Héctor no pudo sostener su mirada, bajó la cabeza y respondió "siento haber llegado tarde". La expresión del señor se dulcificó un poco: "bien, tendremos que hablar sobre esto. Por favor, siéntate".

Héctor se sentó al otro lado de la mesa. El señor empezó a hablar en el tono de voz que tanto le fascinaba. Empezó a explicarle que, aunque no era un hombre mayor, estaba muy chapado a la antigua y creía en la responsabilidad y en la disciplina. Que si alguien estaba a su cargo tenía que hacer las cosas como le mandaban sus superiores y ser obediente; y que si no las hacía así, debía ser castigado. Empezó a hablar sobre la importancia del castigo, sobre todo para un muchacho joven en edad de aprender, y empezó a referirse al castigo corporal. Héctor escuchaba asustado pero también con una curiosidad morbosa sobre donde iría a parar todo aquello.

Lamento no habértelo explicado ayer con la suficiente claridad. Tengo mi forma de hacer las cosas, y si quieres trabajar aquí tendrás que seguir mis reglas. Y mis reglas son estrictas; a mucha gente le escandalizarían, pero soy tan severo como justo. Por supuesto tienes la libertad de irte, pero si decides quedarte tendrás que ser castigado. No solamente ahora, sino todas las veces que tu comportamiento no me parezca el adecuado.

Se quedó callado, y Héctor se dio cuenta de que esperaba una respuesta. Una respuesta clara y probablemente definitiva. Se sorprendió a sí mismo pensando que la idea de abandonar aquel lugar y a aquel hombre le resultaba insoportable, y que la idea de recibir una formación estricta le atraía; sabía que era holgazán y débil de carácter, y que necesitaba ser tratado de esa manera. Musitó un débil "de acuerdo, señor".

El señor le miró complacido. "Muy bien, Héctor. Ven conmigo, por favor. Tengo algo que enseñarte". Se levantó y se dirigió hacia un lado del mueble que había en la habitación. Abrió uno de sus cajones y se apartó para que Héctor viera su contenido. En el cajón había varias reglas de madera, cepillos del pelo de forma ovalada, raquetas de ping-pong y también varas de bambú. Las varas le dieron una idea a Héctor de cual podía ser la función común de todos esos objetos.

¿Se te ocurre que tienen en común los objetos que hay en este cajón, Héctor? Por la expresión de tu cara, me parece que sí -mientras decía esto el señor se permitió una sonrisa maliciosa. Son instrumentos de castigo; muy adecuados para usar en el trasero de los jovencitos desobedientes. La naturaleza ha dotado al hombre de abundante materia carnosa en las nalgas. Eso las convierte en una zona perfectamente diseñada para el castigo corporal; pueden ser golpeadas de forma bastante severa sin causar más secuelas físicas que el enrojecimiento y el escozor. Tristemente, esta maravillosa cualidad de las posaderas hoy se desaprovecha en general de forma lamentable. Sin embargo aun quedamos algunos pocos a los que nos gusta sacarle partido. Y yo la utilizo para enseñar disciplina a mis empleados, Héctor. Ya que has decidido quedarte aquí, tendrás que aceptar el ser azotado con bastante regularidad -se apiadó ante la mirada aterrada del joven y mostró una media sonrisa.

No te preocupes, no voy a usar ninguno de estos instrumentos ahora, se te irán aplicando a medida que estés preparado para recibirlos; tus castigos siempre serán severos pero no brutales. Nunca seré más duro de lo que puedas soportar; pero tampoco menos. Por otra parte, la naturaleza nos ha dotado también del mejor instrumento de castigo que son las manos. Yo prefiero usar mi propia mano, establece una relación mucho más personal. Sin embargo, en breve, y según sea tu comportamiento, todos y cada uno de estos instrumentos habrán de usarse casi con toda certeza.

Héctor escuchaba y miraba a su jefe hipnotizado. La idea de ser azotado como los niños pequeños le humillaba tanto como le atraía de una forma retorcida.

¿Entiendes que debes ser castigado, Héctor?

El chico no sabía que contestar.

TRES

La erección de Héctor no había disminuido, por el contrario. La presión del pantalón corto y las palabras del señor estaban ejerciendo sobre él una influencia que le turbaban y le excitaban de un modo como antes no lo había hecho ningún otro estímulo. Nunca había sido un mojigato. Había tenido sus primeros escarceos con sus compañeros de colegio, con quienes había compartido caricias genitales y masturbaciones mutuas de aprendizaje adolescente. También había tenido aventuras con alguna chica, aventuras de las que había salido más o menos airoso. Pero sobre todo, había jugado consigo mismo. Casi podía decirse que era un experto onanista. Pero excitarse ante la idea de que le diesen una zurra en el culo, era algo que nunca se le había pasado por la cabeza.
Por otra parte, en la habitación no hacía ningún calor, y sentía frío en las piernas desnudas, lo que le hacía ser mucho más consciente de que su forma de vestir no era tampoco la habitual. Con frecuencia llevaba pantalones cortos en verano, porque era muy cómodo y agradable. Pero el traje de hoy añadía a la sumisión de aceptar los azotes, lo que se dio cuenta con asombro que estaba deseando intensamente, aceptar una norma que le rebajaba a la condición de niño, y aceptar traspasar la responsabilidad de su propia vida a.... (Cayó en la cuenta de que aún no sabía su nombre. Tenía que preguntarle cómo quería que le llamase).

"¿Entiendes y aceptas que debes ser castigado, Héctor?".

El chico no sabía qué contestar. Si decía que sí, perdería toda su autonomía de adulto y quedaría en manos de lo que el señor quisiese hacer con él. Pero, por otra parte, se sentía impelido a aceptar las condiciones, imaginándose cómo le sentaba la mano o cualquiera de esos instrumentos sobre su trasero, lo cual hacía su excitación cada vez más creciente, de manera que advirtió que su erección era ya apreciable desde el exterior. No pudo evitar ruborizarse. Levantó los ojos del suelo, sin levantar la cabeza, le miró sumisamente y dijo: "acepto, señor".

"Bien. Veo que Alejandro te tomó de forma experta las medidas. ¿Qué tal te sientes con tu nuevo traje?

"Un poco raro señor; nunca he llevado uniforme".

"Espero que entiendas que el uniforme forma también parte de tu proceso educativo. El llevar uniforme te recordará constantemente que hay unas normas que debes acatar y que sabes que no puedes infringir, so pena de ser castigado duramente. El pantalón corto enmarca bien tu trasero, (y por lo que veo también tu parte delantera-dijo, refiriéndose a la ya evidente erección), y ofrece tus muslos. Así, tu trasero y tus muslos estarán permanentemente al arbitrio de mi mano y de mis decisiones sobre tus castigos. Además te hará más duro y resistente, pues tendrás que acostumbrarte al frío en todo momento. Ya sabes que aquí los inviernos son duros y los veranos cortos. ¿Lo has entendido bien?".

"Creo que sí señor". Cruzó sus manos por delante para tratar de ocultar el bulto cada vez mayor que sobresalía de sus pantalones.

"En cualquier momento del día, estés donde estés, sea lo que sea lo que estés haciendo, podré darte una palmada en el culo o en las piernas o simplemente ordenarte que te prepares. Eso querrá decir que deberás dejar cualquier trabajo en que estés ocupado en ese momento y disponerte a recibir una azotaina. Ocasionalmente, si yo no estoy, Alejandro podrá administrarte algún castigo que yo haya dejado encargado. Él está perfectamente entrenado y acostumbrado a azotar traseros de jovencitos. No eres el primer muchacho al que enseño".

"He de decirte también que con frecuencia tengo invitados. Si en alguna ocasión tu comportamiento con ellos no resultara apropiado, podré cederles a ellos el derecho a azotarte. Deberás entonces colocarte como ellos te digan para que te puedan pegar cómodamente. Espero que te haya quedado claro, porque todo esto es muy importante".

Ya no había vuelta atrás. Estaba a su merced. Sintió el deseo de llevarse las manos al culo y frotárselo, anticipándose a las sensaciones que estaba muy cerca de sentir. "Está bien claro, señor. Mi culo y mis muslos son suyos".

"Así me gusta. Ahora date la vuelta." Hizo lo que se le ordenaba. El caballero le dio una firme palmada en el trasero. "Ya sabes lo que esto quiere decir. Prepárate para tu primera zurra".

CUATRO

Héctor estaba tan excitado como temeroso y avergonzado. Se dejó llevar cuando el señor lo cogió por el brazo y lo acercó al sofá que había en el despacho.

Este sofá será uno de los lugares donde tendrán lugar tus castigos, Héctor. Mírame y escúchame bien -le costó por la vergüenza que sentía, pero le miró a la cara-; debes colocarte bien sobre mis rodillas y quedarte quieto, o será mucho peor -el señor se sentó en medio del sofá. Échate sobre mis rodillas boca abajo -el chico empezó a inclinarse pero dudaba. ¡Vamos! -el señor lo empujó un poco hacia sí y Héctor se vio encima de sus muslos con la tela del sofá a un palmo de su nariz. ¡Colócate bien! El trasero encima de mis muslos, así -las palabras fueron acompañadas de un sonoro azote de aviso sobre el trasero de Héctor. El señor tras colocarle a su gusto sobre sus rodillas, le agarró el costado con la mano izquierda y puso la derecha sobre las nalgas del muchacho, que habían quedado bastante ceñidas y marcadas por el pantalón.

Está bien, Héctor. Ahora debes ser dócil, no patalear y no intentar protegerte con la mano. Voy a comenzar el castigo.

Mientras decía esto, le masajeaba el culo con la mano. La levantó lentamente, y tras colocarla a cierta altura la impulsó con fuerza sobre la nalga derecha de Héctor. No fue un azote muy fuerte, pero lo fueron más los siguientes, que empezaron a arrancarle al chico sus primeros quejidos. El señor le golpeaba a buen ritmo, alternando una y otra nalga sin prisa pero sin pausa, acariciando un poquito después de cada azote. Tras unos treinta golpes, aunque a Héctor le parecieron más, le mandó levantarse.

Héctor estaba sofocado, y también erróneamente aliviado pensando que eso había sido todo. El señor le sacó de su error:

Bájate los pantalones.

El chico le miraba alucinado y lleno de vergüenza.

¿Tendré que hacerlo yo, Héctor?

Como el joven seguía dudando, el señor, visiblemente molesto, le desabrochó el pantalón y le bajó la cremallera. Cuando Héctor intentó bajarse los pantalones él mismo, el señor le golpeó la mano y se los bajó hasta justo por encima de las rodillas. A continuación, Héctor se dejó caer de nuevo sobre los muslos del señor sin oponer resistencia.

Sin mediar palabra, los azotes continuaron. A Héctor le parecían mas fuertes que antes, aunque no estaba seguro de si realmente lo eran, o era su trasero el que tenía menos protección. Héctor emitía débiles quejidos, salvo cuando algún golpe era especialmente fuerte, entonces los gemidos eran casi gritos. Los lamentos parecían sinceros y no fingidos ni exagerados, lo cual complacía mucho al señor, que disfrutaba aumentando según su voluntad la intensidad del castigo o al contrario aliviando al pobre Héctor con azotes más leves. A través de la fina tela de algodón del calzoncillo podía palpar a la perfección las nalgas del chico, que estaban ya bastante calientes y seguramente también coloradas.

Decidió comprobarlo, y tiró para abajo de los calzoncillos. Héctor se sintió todavía mas avergonzado si cabe al imaginarse exhibiendo ante un hombre mayor que él su culo desnudo con las marcas visibles de la mano de su jefe. Este pensamiento sin embargo le excitó enormemente y la erección, que le había desaparecido por el dolor de los azotes, estuvo a punto de volver con fuerza. Solo estuvo a punto porque la mano del señor volvió a castigar el culo de Héctor, esta vez sin ninguna protección, y el chico no pudo pensar en nada más que en desear el final de su castigo. La piel de Héctor no era dura, y las nalgas estaban bastante más rojas de lo que el señor se hubiera imaginado. Se sentía feliz dándole su merecido al muchacho, tocando y castigando su bonito culete, y pensando en todas las veces que le tendría a su merced sobre sus rodillas en aquel sofá. Sin embargo no podría mantener el ritmo de azotes mucho tiempo sin causarle moratones, así que paró durante unos instantes y empezó a acariciar las nalgas del sofocado muchacho.

Debes aprender a comportarte, Héctor. ¿Entiendes lo que les pasa a los muchachos desobedientes? -intercaló un azote- Se les castiga -otro azote sobre la otra nalga- como a niños malos -siguió intercalando las regañinas entre las caricias y los azotes: cuando no seas bueno...... como hoy.... te pondré sobre mis rodillas... y te pondré el culete rojito, rojito..... ¿Duele, verdad? ..... La próxima vez lo pensarás antes de llegar tarde.... Veo que eres de los que necesitan mano dura..... Pero conmigo la vas a tener.... Ya lo creo que sí... La próxima vez vas a probar mi zapatilla ... Porque habrá una segunda vez, y una tercera .... Ya he tratado con chicos como tu y sé lo que hay que hacer con ellos.... Nada como una buena azotaina.... Sé que no va a hacer que te portes bien siempre..... Pero sí que seas un poco menos malo..... Y además sería injusto que un chico malo no recibiera un castigo.....

El sermón del señor no esperaba respuestas, pero Héctor las daba entrecortadamente entre gemidos y exclamaciones de dolor:

Sí, señor.... por favor.... no..... sí duele.... me portaré bien.....

El señor espaciaba cada vez más los golpes entre las regañinas, y finalmente se vio con la mano levantada dudando si golpear de nuevo. No le dolía mucho la mano, porque estaba más acostumbrada a dar azotes que el culo de Héctor a recibirlos, pero decidió que no estaba mal para una primera vez. Descargó el último golpe y contempló satisfecho el color rojo intenso de las nalgas de su empleado, al mismo tiempo que las manoseaba. Héctor encontraba reconfortantes estas caricias.

Muy bien, Héctor, has recibido tus azotes sin patalear como un chico grande. Ahora vas a pasar una hora de cara a la pared y tu castigo habrá terminado. Durante esa hora no quiero que te des la vuelta, ni que te subas los calzoncillos, ni que te toques el culo. A continuación te volverás a poner sobre mis rodillas; si has sido bueno, te aplicaré una pomada que te aliviará mucho. Si no haces lo que te digo, tendrás que llevarte unos azotes mas, ¿esta claro?

CINCO

Héctor se levantó de la posición de castigo sobre las rodillas de su jefe. Instintivamente, se llevó las manos a las nalgas, para frotarlas.

"¿No me has entendido bien, Héctor?- dijo, mientras le propinó un fuerte y sonoro azote en la parte posterior del muslo izquierdo, que hizo que Héctor se encorvara hacia un lado, a la vez que gritaba de dolor".

"Ah ¡lo siento señor, no volverá a ocurrir!".

Se dirigió cabizbajo hacia la pared que se le había indicado y se colocó frente a ella, con las manos cogidas por delante del cuerpo. Un ligero reguero húmedo corría por sus mejillas. La vergüenza y la humillación le provocaban un nudo en la garganta. Pero la excitación producida por las sensaciones ardientes en la piel de su trasero tras la azotaina, era más poderosa. La erección seguía ahí. Sabía que su jefe la había visto, por lo que ya no podría ocultarle que someterse a su voluntad ejercía sobre él una intensa, enfermiza excitación. Lo deseaba. Deseaba pertenecerle. Y ya no había vuelta atrás. El señor lo había comprendido y había tomado posesión de él, sin contemplaciones.

El caballero se levantó del sofá y se sentó delante de su mesa de despacho. Ordenó los papeles y se dispuso a leer unos informes, cuando hizo aparición en la puerta Alejandro. Se acercó a la mesa y dirigió una mirada hacia el culo del muchacho. "Señor, el correo"- lo depositó sobre la mesa. "Veo que el muchacho ha recibido su primera zurra. ¿Qué le ha parecido al señor?

"Creo que servirá, aunque aún le queda mucho por aprender. Quiero que esta noche lo refuerces tú. Ha de acostumbrarse a las dos manos. Ahora retírate; he de completar el proceso de recepción".

"Con mucho gusto señor. Será un placer- masticó las últimas palabras, mientras le miraba de nuevo de arriba abajo, a la vez que se dirigía hacia la puerta".

"Joder, exclamó en su interior el chico. Esta noche me va a zurrar el mayordomo y aún no me habré recuperado de esta paliza".

"Quedan un par de cosas, Héctor. No te vuelvas aunque te hable. La primera es tu horario. Te levantarás a la siete, te vestirás con el uniforme de trabajo, que incluye unos cómodos pantalones cortos y unos calcetines de lana gruesa, para abrigarte del relente de la mañana, bajarás a desayunar y trabajarás durante una hora en el jardín. No importa que no sepas nada de jardinería. Alejandro te instruirá y más te vale aprovechar sus lecciones. Después te ducharás y vestirás el uniforme normal. Cada día echarás a la ropa sucia el uniforme del día anterior y vestirás uno limpio. Luego te presentarás a mí a las nueve en punto de la mañana, para comenzar tu educación. Pero eso será mañana. Hoy dedicarás el día a atender las explicaciones de Alejandro, que te enseñará la casa y terminará de aleccionarte sobre tus deberes y el horario. Escúchale bien, porque tiene la mano muy ligera y orden de ser severo contigo. Descubrirás por otra parte que es cariñoso a su manera y velará porque no te falte de nada".

"La última cosa muchacho. Tengo la costumbre de sellar los pactos por escrito. Mensualmente, renovaremos nuestro acuerdo, mientras no haya ninguna objeción por parte de alguno de los dos, con una zurra y una firma. Firmaré yo sobre tus nalgas con un bolígrafo especial, cuya tinta dura aproximadamente un mes sin borrarse. Cuando la firma esté próxima a desaparecer de tu culo, vendrás a mí despacho con el bolígrafo, que guardarás en tu habitación, me lo ofrecerás, te bajarás los pantalones y te colocarás en la posición que ya conoces, para que yo pueda renovar el contrato. Así todos los meses, mientras estés en esta casa a prueba. Mientras te duchas comprobarás el estado de mi firma en tu trasero y evitarás que desaparezca o, de lo contrario, probarás alguno de estos instrumentos que te he enseñado. ¿Has entendido bien?".

Otra humillación. Pero qué más daba. Ya le pertenecía. ¿Qué importaba que se hiciera visible sobre su piel? "Sí señor, descuide".

Bien, entonces, sellemos el trato; ven aquí y ponte en posición".

Héctor se volvió y dijo: "Antes de nada, señor, no conozco su nombre. ¿Cómo he de llamarle?".

"Puedes llamarme Don José. Es mi nombre."

"Está bien, Don José". Se subió los pantalones para poder andar cómodamente, se dirigió hasta él y al llegar a la mesa, se detuvo, volvió a bajárselos, se dio la vuelta para ofrecerle el culo y le dijo: "Estoy listo Don José".
"Antes de proceder. Me olvidaba de algo importante. Tu uniforme no incluye calzoncillos. Llevarás los pantalones cortos sin ropa interior. Es un detalle más de tu completa e inmediata disposición para el azote. ¿Aceptas todos los términos?"

SEIS

Castigado de cara a la pared, con las manos en la nuca, los pantalones y los calzoncillos a la altura de los rodillos, y la firma de su jefe en una nalga, Héctor intentaba reflexionar sobre lo que había pasado. No podía pensar demasiado porque le obsesionaba el escozor que sentía en el culo; se moría de ganas de frotárselo pero oía de vez en cuando a Don José pasar hojas o escribir en la mesa. Giró tímidamente la cabeza para ver si le estaba mirando, pero fue inmediatamente descubierto por Don José.

Si vuelves a girar la cabeza te volveré a poner sobre mis rodillas, Héctor. Tal vez no sea un mal momento para que pruebes mi zapatilla.

Héctor fue obediente. Sin embargo se iba cansando y le empezaban a doler los brazos. Tampoco le era muy atractiva la idea de sentarse pero no aguantaría mucho más tiempo de pie, y no sabía cuanto le quedaría aun por cumplir de la hora de castigo. Estaba a punto de pedir clemencia cuando oyó levantarse a Don José. Contrajo los glúteos de forma involuntaria; ¿No le iba a perdonar el pequeño desliz de haber girado la cabeza sin permiso? ¿Le iba a azotar otra vez?

Sintió que su jefe se colocaba detrás de él, y sin decir palabra notó su mano palpándole el culo.

Bueno, Héctor, te has portado bastante bien, así que por ser el primer día te perdono el resto del castigo. -Dijo mientras le acariciaba con calma ambas nalgas. El culo aun estaba más que colorado y el masaje de su jefe era realmente aliviador para Héctor. En ese momento Alejandro entró discretamente en el despacho y contempló de nuevo detenidamente el trasero de Héctor. El muchacho supuso que don José habría pulsado un botón en su mesa para llamarlo.

Lamentablemente me tengo que ir, pero Alejandro se encargará de ponerte la crema que te había prometido. El culete te escocerá aun unas cuantas horas y te dolerá al sentarte, pero no tienes ninguna magulladura. Ahora quedas al cargo de Alejandro durante el resto del día. Puedes subirte los pantalones y retirarte.

Acompañó sus últimas palabras con una palmada que hizo a Héctor dar un respingo.
Gracias, señor - se subió los calzoncillos, agarró los pantalones y se marchó seguido de Alejandro.

Una vez fuera Alejandro le miraba fijamente sonriendo.

¿Que tal ha ido? Ven, vamos por aquí.

Veo que has aguantado bastante bien -comentó mientras lo guiaba por la casa- Me pareces idóneo para este trabajo y creo que Don José estará de acuerdo conmigo. Aquí, por favor, por esta puerta.
La habitación en la que habían entrado era donde se alojaría Héctor; era grande y aparte de la cama tenía un sofá de tamaño considerable y una estantería en la pared. El muchacho se alarmó al ver en esa estantería, junto a algunos libros, cepillos y reglas de madera, raquetas de ping-pong y varas, igual que en el cajón del despacho de su jefe.

Bueno, bueno, no te preocupes ahora por eso -sonrió Alejandro-. Sobre todo cuando te voy a poner una crema que te va a sentar muy bien.

Cogió un bote que había sobre la mesilla de noche y se sentó en el sofá.

Bájate los pantalones, por favor -Héctor dudó un momento y Alejandro sonrió-. Vamos, no tengas vergüenza. Ya te he visto desnudo y te veré muchas más veces.

Héctor ya se había acostumbrado bastante a las humillaciones y no tuvo grandes problemas en bajarse los pantalones, que tampoco se había abrochado de todo, y antes de que se lo mandaran se bajó los calzoncillos hasta las rodillas.

Muy bien, colócate sobre mis rodillas.... Así. ¿Estás cómodo? Bueno, te han dado unos buenos azotes, muchacho. -Acompañó las palabras de unas palmaditas suaves en el culo aun muy rojo de Héctor- Pero ahora un poco de pomada y te quedará el culito como nuevo -efectivamente aliviaba mucho. Alejandro siguió hablando mientras su mano experta extendía la crema-. En este sofá también vas a recibir muchas zurras como la de hoy en el despacho, ¿sabes? Y en la cama también. Don José no te ha hecho daño realmente.... Lleva muchos años castigando a chicos y sabe muy bien como hay que hacerlo... Y yo llevo mas años todavía que él. La de azotes que he dado yo sobre este sofá..... Pero no pongas esa cara, hombre. No les tengas más miedo a los azotes del que les deberías tener; a tu edad es muy normal que haya que castigarte. Bueno, parece que la pomada está bastante extendida. Quédate un rato así para que se seque del todo.... Mientras, puedes echarles un vistazo a estos libros y revistas.

Héctor se había fijado ya en una pequeña pila de publicaciones que había en el suelo, seguramente sacadas de la estantería y puestas allí a propósito para que les pudiera echar una ojeada desde su posición sobre las rodillas de Alejandro.

Cogió unas cuantas revistas y libros y se incorporó un poco para poder verlas, mientras Alejandro seguía acariciándole el culo. Los títulos eran cosas del estilo de "la zapatilla del abuelo", "el sobrino desobediente", "Pablo se lleva una buena azotaina" o "papá se enfada", y mostraban en sus portadas a jovencitos con expresión dolorida y llorosa y culos mas bien regordetes; dichos culos, desnudos y expuestos sobre las rodillas de hombres mayores con expresión severa, estaban casi siempre ya enrojecidos por los azotes que estos papás, profesores o abuelos les estaban propinando con la mano o la regla. Tanto libros como revistas tenían en su interior muchas ilustraciones similares a las de las portadas, y los textos describían con todo lujo de detalles las travesuras que cometían varios chicos malos y las azotainas con las que sus mayores les castigaban. Por si quedara alguna duda, ahora estaba más que claro que tanto su jefe como Alejandro tenían fijación con dar de azotes a los chicos y que Héctor iba a pasarse una buena parte de su estancia en aquella casa sobre las rodillas de sus otros dos habitantes y con los pantalones bajados, como estaba ahora.

SIETE
Héctor hojeaba las revistas entre curioso y divertido, pensando que ahora él podía ser uno de esos muchachos que se colocaban sobre las rodillas de sus tutores. Aún no terminaba de creerse que todo eso le estuviese ocurriendo a él y, sobre todo, que le estaba gustando.

Mientras Alejandro continuaba manoseándole el trasero y los muslos continuó diciéndole: "Voy a seguir informándote de tu horario. Como te ha dicho el señor, a las nueve comenzará tu horario de clases. Después de dos horas, tendrás un descanso que dedicarás al deporte. Le damos mucha importancia a la forma física. Para poder practicarlo cómodamente, te pondrás ropa deportiva, y cuando termines te darás una ducha rápida y volverás a ponerte el uniforme normal. No queremos malos olores en la casa. Otras dos horas de clase y a las dos te preparas para la comida. Observarás que nuestro cocinero es un buen profesional. Le gusta salir al comedor para comprobar que los alumnos se lo comen todo y también está autorizado para manejar el trasero de los muchachos en el caso de que quede comida en el plato".

Entre las revistas había varios catálogos de uniformes para colegios privados. Los muchachos eran todos adolescentes entre 14 y 18 años y todos ellos vestían uniforme de corto. "O sea que aquí todos están autorizados para conocerme el culo".
"La mayoría-respondió Alejandro, aunque no hay mucho personal de servicio".
"Una pregunta, Alejandro- dijo el chico, cada vez más a gusto con las calmantes caricias del mayordomo-, ¿qué me va a enseñar D: José?".

"Eso lo discutiréis mañana a las nueve de la mañana, una vez que el señor sepa tu nivel de estudios y cuáles son tus conocimientos. Desde luego no se te va a obligar a estudiar nada que no te guste, excepto que tu formación en alguna materia importante sea deficiente, en cuyo caso, supongo que querrá dar un repaso; pero lo más importante estará relacionado con tu trabajo en esta casa, es decir, informática, contabilidad, etc., materias que por otra parte te serán de utilidad en tu vida profesional cuando decidas dejar la casa, si llegases a hacerlo. Ahora levántate, he de enseñarte el uniforme que llevarás a partir de ahora".

"¿Pero cuántos uniformes distintos he de llevar? Y supongo que también será de pantalón corto".

"No pienses en pantalones largos mientras estés en esta casa. Ya te habrá dicho D. José que el pantalón corto forma parte de la disciplina. Y llevarás los que se te digan, ni más ni menos. ¡Levanta te he dicho!".

La orden no admitía discusiones. Se levantó y se colocó, con los pantalones y los calzoncillos a la altura de la rodilla, delante de Alejandro, aún con cierto pudor por estar desnudo ante él. El mayordomo se levantó y fue hacia el armario, lo abrió y extrajo un pantalón corto de color azul marino, igual que el que llevaba medio caído.

"¿Qué diferencia hay entre este y el que llevo puesto?".

"Ahora lo verás. Termina de quitarte esos, y también los calzoncillos. Por cierto, despídete de ellos, porque a partir de ahora no los llevarás nunca".

Lo hizo como se le había dicho, y dejó la ropa sobre la cama. Llevaba puesto únicamente el polo rojo y los calcetines hasta la rodilla. "Ahora ponte estos pantalones".

Héctor se los puso. La tela era mucho más suave y cálida que la del anterior pantalón. No le molestaban las costuras, a pesar de no llevar ropa interior. Se ajustaba a su cuerpo como un guante. Puso las manos sobre las caderas y se quedó mirando a Alejandro: "¿Qué tal?"

"Te sientan como un guante naturalmente". "Te habrás dado cuenta que toda tu ropa lleva unas iniciales en las mangas y en las perneras: J. I. Son las iniciales del señor, una muestra exterior más de quién es tu jefe. Han de coincidir siempre el color del polo y el de las bandas horizontales de los calcetines. En este caso, rojo y rojo, como puedes comprobar". Colocó su mano sobre la pierna izquierda. "Observarás también que son un poco más cortos y dejan un poco más de muslo al descubierto", iba subiendo la mano por el muslo, mientras decía esto. "Son también un poco más ajustados, por lo que las nalgas quedan más resaltadas"; recorrió con su mano toda la extensión de su trasero y Héctor sintió con mayor intensidad el contacto de la mano con su culo; quizá fuera debido a la tela. "Además, la abertura de la pernera es un poco más ancha, dando más facilidad a la mano para meterse en el interior".

A la vez que decía estas palabras, Alejandro deslizó su mano por el interior del pantalón en dirección al trasero de Héctor, recreándose en las curvas de sus nalgas, y luego, cambiando de dirección, hacia la parte anterior, hasta llegar a acariciar su pene y sus testículos.

Héctor abrió mucho los ojos e hizo un gesto de retirada. "Alejandro, creo que no deberías hacer eso".

Alejandro se rió suavemente. "No seas tontito. ¿Llevas la firma del señor en tu trasero, que tanto él como yo conocemos perfectamente de tanto recorrerlo con nuestras manos, te han calentado ya bien, y ahora te muestras mojigato? Tú ya no tienes ningún control sobre ti mismo, Héctor, ¿no te das cuenta?”.

"En todo caso, la firma que llevo es la de D. José, no la tuya".

Alejandro sacó la mano rápidamente del pantalón y le propinó un fuerte azote, como un látigo, sobre el muslo del muchacho. "Le perteneces al señor, pero yo soy el administrador de todos sus bienes, ¿me has entendido bien?". EL chico emitió un sonoro quejido, el azote había sido extremadamente doloroso. "Además, ¿cuándo te he dicho que puedes tutearme?".

No había salida. Héctor bajó los ojos, levantó los brazos y arqueando la cintura hacia delante dijo: "Perdone señor, sírvase usted mismo", y luego sonrió levemente y le miró de reojo. Alejandro le miraba fijamente. Sabía lo que el azote y aquélla mirada querían decir, así que se dispuso a colocarse sobre las rodillas del mayordomo para recibir una azotaina, por su falta de respeto; pero Alejandro le detuvo: "No, ahora no. Esta noche reforzaremos lo que has aprendido hoy y conocerás mis azotes por primera vez. Ahora terminaré de enseñarte la casa, vamos".

Sólo era un aplazamiento, pero casi lo sentía. Salió de la habitación, seguido del mayordomo, sintiendo su mirada en su trasero, y se dio cuenta de que le gustaba que éste le mirase el culo y las piernas. Se sentía cómodo con su nueva ropa. Ya se había acostumbrado al ambiente frío de la casa y sentía sus piernas y sus nalgas vivas y fuertes, con una intensidad de sensaciones como nunca antes. "Veamos qué nos depara el resto del día".

OCHO

Alejandro guió a Héctor hacia la salida de la casa y le enseñó los jardines que la rodeaban, explicándole algunas de las cosas que tendría que hacer en su trabajo. Le habló de un jardinero al que tendría que ayudar, y Héctor se preguntó si el jardinero estaría también autorizado a azotarle. Supuso que sí.

A pesar del fresco que notaba por lo corto de sus pantalones, el muchacho se sentía feliz sabiendo que estaba al cuidado de tanta gente que se iba a preocupar por él, aunque también le castigaran. El culo le escocía todavía y se lo acariciaba con frecuencia ante la mirada complacida de Alejandro; la perspectiva de volver a ser azotado esa noche sonaba dolorosa, aunque Héctor esperaba que en las horas que quedaban sus posaderas se recuperarían bastante. Por otra parte los azotes que le había dado Don José habían sido bastante merecidos y no le guardaba rencor; tal vez lo que necesitaba era precisamente mano dura. Se frotó las nalgas de nuevo recordando la azotaina y esta vez notó la mirada de Alejandro. Héctor nunca se había considerado atractivo y tenía que reconocer que era muy halagador sentirse mirado; a pesar del escozor, tenía ganas de volver a exponer su culo desnudo ante Alejandro y además sentía curiosidad por saber como serían sus azotes.

Volvieron a entrar en la casa y el mayordomo se la mostró y siguió explicándole sus obligaciones hasta la hora de la comida. Héctor conoció a Bruno el cocinero, un hombre entrado en carnes con apariencia amigable. No se lo imaginaba poniendo a un chico sobre sus rodillas para castigarlo, pero Alejandro lo sacó de su error.

Bruno es muy amable pero también puede mostrarse muy severo; no le gustan los chicos de malos modales y le he visto dar azotainas dignas de Don José. Es muy metódico y cuando crea que mereces un castigo, puedes estar seguro de que te bajará los pantalones y te dará una buena zurra independientemente de que yo o Don José estemos de acuerdo o no. Para él la educación es muy importante.

Héctor se sentía bastante asustado porque al parecer en aquella casa los azotes le acechaban en todas las esquinas. Sin embargo la conversación agradable de Alejandro le distrajo de esos pensamientos.

A continuación el mayordomo le dio la tarde libre; tenía permiso para deambular por la casa y el jardín, lo que incluía disfrutar de la biblioteca de Don José, exceptuando su colección privada de videos que guardaba bajo llave. Alejandro tenía que acercarse a la urbanización más próxima para hacer compras.

Solo en la casa, Héctor salio a pasear. Se cansó pronto de los árboles y volvió a entrar en la casa. Siempre le habían dado curiosidad los libros, así que se dirigió a la amplia biblioteca de Don José. Junto a clásicos de la literatura, volvió a encontrarse muchos libros similares a los que había visto en su habitación. Ojeó curioso las ilustraciones de muchachos tendidos sobre las rodillas de sus padres y tutores con los pantalones bajados recibiendo azotes; los gestos de arrepentimiento y dolor de los chicos le conmovían, y también la expresión severa de los hombres que levantaban la mano o el cepillo para dejarlos caer con fuerza sobre los culitos sonrosados e indefensos. También leyó por encima algunas de las historias. La mayoría pretendían ser edificantes y tenían moralinas y argumentos similares: leyó una sobre un chico que abandonaba a su tutor para no seguir sufriendo la humillación de ser todavía azotado en el trasero a sus veintitantos años; falto del consejo de su tutor, se mete en un montón de líos hasta que se encuentra con otro hombre que hace un papel parecido al del tutor y vuelven las azotainas. Con los castigos el chico rehace los errores cometidos y al final, tras muchos azotes, aprende a ser mejor persona y comprende que aun le queda mucho por aprender y muchas palizas que recibir, tanto de su antiguo tutor como del nuevo. Héctor consideraba que eran historias bonitas con finales felices, aunque los chicos acabaran siempre con el culo muy rojo.

Lo distrajo de su lectura y sus pensamientos la visión de una llave colocada en una bandeja entre varios libros. Recordó que la videoteca privada de Don José estaba cerrada con llave y lo invadió la curiosidad. ¿Cuales eran esos videos que él no debía ver? Observando el mueble de la biblioteca, no era muy difícil adivinar donde guardaba Don José sus películas secretas. Solo había un estante que se abriera con llave, y Héctor comprobó que era la misma llave que acababa de ver. Abrió el estante y, efectivamente, vio una larga colección de cintas de video. Como ya había imaginado, se trataba de películas de la misma temática que los libros; sin embargo, más que los videos comerciales, le llamó la atención la serie de cintas caseras que los acompañaban. Las cintas tenían nombres de persona: Juan, Simón, Alex,......

Pensando que Alejandro probablemente aun tardaría en aparecer, cogió las cintas con nombres propios y se dirigió al video que había en el despacho de Don José. Seguramente si le pillaban in fraganti se llevaría una buena azotaina, pero valía la pena correr el riesgo. Cogió el mando, puso la cinta con el nombre de Juan, y se sentó en el mismo sofá en el que había sido azotado aquella mañana. Sintió un pinchazo de dolor en el trasero al recordarlo, y colocó un cojín debajo.

Se sorprendió al ver en el video al propio Don José. Estaba en su despacho, en la misma habitación donde estaba Héctor ahora, y hablaba con un chico de la edad de Héctor vestido con un uniforme casi idéntico al suyo. El chico estaba recibiendo una regañina; Don José estaba muy serio porque Juan -que era el nombre del chico y del vídeo casero que estaba viendo- había cometido una falta grave, había perdido la agenda de su jefe con todas las direcciones y teléfonos necesarios para sus negocios; aunque finalmente la agenda había aparecido, no dejaba de ser una falta de responsabilidad por su parte. Por eso le estaba explicando al muchacho que su castigo iba a ser severo y Alejandro lo iba a grabar en video para que lo tuviera siempre presente. Estaba claro que Juan, y probablemente también los chicos de los otros videos, había ocupado en la casa el mismo puesto que ahora ocupaba Héctor. Al preguntarle a Juan si estaba de acuerdo en que merecía ser castigado, el chico dijo que sí. Parecía aceptarlo con bastante tranquilidad dadas las circunstancias.

Don José se sentó en el sofá y empezó a bajarle los pantalones a Juan. El chico no llevaba calzoncillos y la cámara se acercó a su culo, que presentaba un cierto tono rojizo de alguna azotaina anterior. Lo colocó en posición sobre sus rodillas y la cámara captó los instrumentos de castigo que yacían sobre una mesita cercana. Don José no utilizó en principio ninguno más que su mano; comenzó a azotar el trasero de Juan con energía mientras seguía regañándole. Héctor notó la gran experiencia del chico en recibir azotainas, ya que no fue hasta después de muchos minutos de castigo cuando su culo empezó a estar visiblemente rojo y el muchacho empezó a quejarse. Poco después Don José le pidió a Alejandro el cepillo ovalado de madera para el pelo. De espaldas a la cámara, Alejandro se lo dio y los gemidos de Juan se multiplicaron; sus nalgas enrojecieron entonces con mucha rapidez. Don José sudaba y reprochaba entrecortadamente a Juan su comportamiento mientras su brazo bajaba una y otra vez. No obstante, los golpes del cepillo aun duraron unos cuantos minutos para el asombro de Héctor, que nunca habría podido aguantar ni la cuarta parte de aquella paliza.

Héctor se dio cuenta de que pronto volvería Alejandro o el mismo Don José. Rebobinó la cinta pensando en seguir viéndola a la próxima oportunidad, la guardó con las otras bajo llave y devolvió la llave a su posición original.

Ahora solo quedaba esperar la vuelta de Alejandro y la llegada de la azotaina nocturna, que Héctor temía y deseaba al mismo tiempo.

NUEVE

Era ya tarde avanzada, el sol se había puesto y hacía verdaderamente frío. Héctor estaba en su habitación, ordenando sus pertenencias, tras lo cual, se sentó en su mesa de estudio y masajeó sus muslos para intentar entrar en calor. Había un radiador en la pared, debajo de la ventana; lo tocó para comprobar si había calefacción: estaba tibio solamente, y la habitación más bien fría. Estaba claro que D. José estaba empeñado en que recordase continuamente que iba vestido como un colegial de los años sesenta. Observó su ropa con detenimiento. Extendió las piernas y se fijó en los calcetines: llevaban dos franjas rojas en la vuelta, aunque en ese momento los llevaba caídos casi a la altura de los tobillos. Se los subió hasta las rodillas y niveló las franjas para que estuvieran perfectamente rectas. Sospechaba que la perfección en el modo de llevar el uniforme sería motivo de azotainas.

Después se fijó en sus muslos; quería saber qué era lo que atraía las miradas de D. José y de Alejandro: eran más bien cortos, pero bien torneados. De hecho su estatura era media tirando a baja, no llegaba a 1,70. No tenían la musculatura de un futbolista, ni falta que hacía. Nunca le había gustado el fútbol, aunque algunos futbolistas le atraían la mirada de una manera que él nunca había querido reconocer. No tenía mucho pelo en las piernas; casi podría decirse que eran las piernas de un adolescente.

Comenzó a acariciar los muslos lentamente y empezó a sentir una ligera tensión en sus genitales. Se bajó la cremallera de los pantalones y metió la mano. Su pene estaba ligeramente entumecido; lo cogió con los dedos de la mano izquierda y empezó a acariciarlo, a la vez que sentía un ligero escozor residual en sus nalgas. Se recordó a sí mismo tendido sobre las rodillas de D. José, a su merced, y se acordó de las sensaciones punzantes provocadas por los golpes. Su excitación aumentó considerablemente. Entonces se preguntó si su culo estaría rojo todavía. Se levantó y se dirigió hacia el espejo del armario. Se bajó los pantalones, se dio la vuelta y lo observó: no quedaba más que un ligero enrojecimiento en la base de los muslos. Acarició sus posaderas con la mano izquierda y cogió su pene con fuerza con la derecha. Empezó a respirar pesadamente mientras se frotaba lentamente de delante atrás.

Entonces se abrió la puerta y alguien asomó la cabeza. Héctor sintió que el corazón se le salía del pecho, a la vez que se daba la vuelta e intentaba subirse rápidamente los pantalones. Con los nervios, no atinaba a encontrar el cinturón para tirar de él hacia arriba.

"No te los subas. Tienes un culo muy bonito".

Era una voz joven y sonaba justo detrás de él. Se había dado mucha prisa en recorrer la distancia entre la puerta y él mismo. Al mismo tiempo sintió una mano apoyándose en sus nalgas y recorriéndolas con suavidad. Se volvió rápidamente y contempló a la persona que tenía delante de sí. Era Juan, el muchacho que acababa de ver esa tarde en el vídeo, aunque su cara no era ya la de un muchacho y su uniforme era también distinto: no llevaba pantalones cortos sino un traje oscuro y una gorra de plato.

"No te asustes. Me llamo Juan y hasta hace poco tiempo yo ocupé tu lugar, llevé la misma ropa que tú y llevaba casi todo el día el culo mucho más rojo que tú. Sólo quería conocerte y presentarme. Me gustaría que fuésemos amigos".

Héctor ya se había subido los pantalones y se había repuesto de la sorpresa. Contempló a Juan. Tenía una cara agradable y era más o menos de su estatura. Saber que había estado en su misma situación le inspiraba confianza y despertaba su curiosidad. "Me llamo Héctor. Sólo estaba....mmm.... – no sabía qué decir, era evidente lo que estaba haciendo-".

"A D. José o a Alejandro no les gustaría lo que estabas haciendo, pero no te preocupes, no se lo diré a nadie. Entre colegas tiene que haber solidaridad ¿no te parece?".
"Gracias, ya me espera esta noche una zurra y si lo supieran, creo que no me podría sentar en una semana. ¿Cuánto tiempo hace que dejaste mi empleo?".
"Uno o dos meses. Decidí quedarme al servicio de D. José. Al fin y al cabo es un trabajo seguro y además le he cogido cariño. Ahora soy su chofer. El anterior se jubiló hace poco".

"Pero.... ¿D. José todavía te calienta el culo?".

"Aún no lo ha hecho, desde que soy su chofer, pero tiene derecho a hacerlo. Al fin y al cabo le sigo perteneciendo. Ahora eres tú su ojito derecho. En este viaje, no ha hecho más que recomendarme que cuide de ti y te aconseje para que tu aclimatación a la casa sea lo más rápida posible".

"Y....-le daba vergüenza preguntarlo- ¿tú también puedes....?.

"No me gustaría perderme el placer de darte alguna zurra. Además puedo darte muchos consejos sobre la manera más adecuada de recibir una buena azotaina. Ten en cuenta que vas a recibir muchas y algunas muy fuertes y yo tengo mucha experiencia en eso".

"¿Te importaría....darme un poco de....pomada? Sólo si tú quieres. Aún me duele un poco". Se puso colorado. ¿Cómo podía haberle dicho eso?

"Será un placer- dijo. Colócate encima de mí". Se sentó en el sofá y esperó a que Héctor se tumbase sobre él. Juan no pudo evitar acariciar sus muslos y su trasero. "Tienes unos buenos cuartos traseros muchacho. Te espera un futuro muy caliente, te lo digo yo".

"Si quieres....algo de mí.....no tienes más que pedirlo". ¿Pero qué estaba diciendo?

"Descuida, no lo dudaré. Date la vuelta".

Héctor se dio la vuelta y se colocó tumbado sobre el sofá con las piernas de Juan bajo su trasero, a pesar de que lo que le había pedido era que le masajease el culo. Estaba un poco incómodo, el cuerpo arqueado hacia atrás, pero se dio cuenta de que quería someterse a él, lo deseaba. Deseaba que Juan le acariciase, le metiese mano, le zurrase, le hiciese lo que él quisiera. "Ya me tienes".

Juan puso su mano sobre uno de sus muslos y lo acarició con fuerza, mientras iba subiendo hacia la abertura de la pernera del pantalón. Héctor empezaba a sentirse excitado y la parte anterior del pantalón empezaba a elevarse visiblemente. "¿Te gusta eh? Creo que vas a disfrutar de tu trabajo, querido mío". Pasó la mano por el bulto de los pantalones y lo frotó circularmente con suavidad. Héctor cerró los ojos y se entregó al placer.

"¡Basta por hoy!", le dio una fuerte palmada en el muslo, que hizo regresar bruscamente a Héctor de su viaje. "Si te corrieras, Alejandro lo notaría esta noche y se encargaría bien de los dos. Ya te explicarán que las descargas sexuales sólo se te permitirán en contadas ocasiones y controladamente".

"Pero puedo darme una ducha después y no notarán nada", respondió, frustrado, Héctor.

"Te equivocas. Hay maneras de saberlo, aunque te hayas duchado". Tampoco quiero zurrarte hoy, porque queda poco tiempo para tu primera sesión con Alejandro. Comprenderás entonces por qué te lo digo, la recordarás durante mucho tiempo".

Héctor tragó saliva. "¿Tan duro va a ser?".

"No te preocupes, lo aguantarás. Sin embargo, te propongo algo. Cuando yo ocupé tu puesto, tenía dieciocho años y entonces, conocí a Alex, el anterior a mí en el puesto. Nos hicimos muy amigos y tuvimos una relación bastante especial".

"Qué fue de él. ¿Sigue en la casa?".

"No, él decidió marcharse y seguir su propio camino, pero te aseguro que le costó dejarla. El y yo hicimos un pacto y acepté con gusto pertenecerle en secreto. Me hizo una marca con una tinta indeleble que simula una peca perfectamente"

"¿Dónde te hizo esa marca?".

"En un sitio del cuerpo bastante oculto. ¿Te gustaría?".

"Desde luego que sí. ¿Qué tengo que hacer?".
"Déjame hacer a mí". Le bajó la cremallera, le desabrochó el pantalón y se lo bajó hasta los tobillos, para después quitárselos completamente. Héctor le ayudó en esta acción. "Ahora levanta las piernas hasta tocar las rodillas con la frente y ábrelas todo lo que puedas. Deprisa, se está haciendo tarde y Alejandro podría aparecer en cualquier momento. Imagínate lo que pasaría si nos viera así".

Héctor hizo lo que se le pedía. Todo su periné estaba a la vista. Se sujetó las corvas con ambas manos para estar cómodo, mientras Juan extraía una especie de bolígrafo del bolsillo de su chaqueta. Con la mano izquierda cogió su testículo izquierdo y lo apartó para dejar visible la entrepierna. Acercó su mano derecha con el bolígrafo hacia ese sitio y comenzó a dibujar la marca. Héctor sintió un ligero pinchazo. Se sentía complacido. Tenía un compañero y un amigo, que estaba dispuesto a compartir con él momentos de intimidad. Hacía tiempo que echaba de menos tener a alguien cercano con quien poder charlar de temas íntimos. "Ya está. Parecerá una mancha de la piel, pero tú y yo sabemos lo que quiere decir. Además de pertenecer a D. José, eres mío". Le dio una palmada en el culo. "Baja las piernas".

"Soy tuyo ¿no te gustaría tomar posesión dándome unos azotes?".

"Me gustaría mucho, pero no hay tiempo ahora. Alejandro estará al llegar."

Le ayudó a levantarse y a ponerse de pie. Le acarició el pene con suavidad. Héctor estaba completamente empalmado. "Vístete y baja a cenar. Y luego disfruta lo que puedas de tu primera zurra con Alejandro. Comprobarás que es memorable". Le dio un beso en los labios y se marchó por donde había venido.

Héctor se quedó de pie en medio de la habitación, sujetándose el paquete Con la mano. Ahora tenía dos amos. Vaya día. Pero estaba feliz y excitado.

DIEZ

Héctor se subió los pantalones confuso y muy excitado. Intentó reprimir los deseos de masturbarse y hacer tiempo antes de que llegara Alejandro. Sin embargo las experiencias de todo el día se le agolpaban: los azotes de don José, la promesa de nuevas palizas por parte de Alejandro, de Juan y del cocinero, las imágenes y dibujos de azotainas a chicos como él en las revistas, el vídeo de don José castigando a Juan, el culito del chofer enrojeciendo bajo la mano y el cepillo, la expresión firme y severa de don José, la humillación que el también había sentido al estar sobre sus rodillas, la exposición de sus piernas, su trasero y su pene desnudos ante hombres mucho mayores que él ... No pudo aguantar mas; se sentó en el sofá de su habitación, se bajó los pantalones de nuevo liberando su miembro totalmente erecto, y empezó a agitarlo con energía.

¡Héctor!

El grito le hizo temblar. La erección le bajó increíblemente rápido al ver a Alejandro mirándole con expresión severa.

¿Te parece bien lo que estás haciendo?

Estaba tan avergonzado que no sabía que decir. Empezó a balbucear excusas casi ininteligibles. Una oleada de terror le invadió al ver al mayordomo acercarse a él con pasos rápidos. Lo levantó del sofá para sentarse en él, y rápidamente lo colocó sobre sus rodillas. Le bajó el pantalón, que el muchacho había intentado medio subirse, y le subió la camisa dejando las nalgas de Héctor totalmente desnudas y accesibles a su mano derecha; con esta última empezó a masajearlas vigorosamente, preparándole para el castigo que el propio muchacho veía como inevitable y merecido según las normas de la casa.

No esperaba de un muchacho tan agradable como tu este comportamiento, Héctor. No creí necesario decirte que esos vicios no se te van a consentir en esta casa; iba a dejar tu castigo para después de cenar, pero veo que lo necesitas mas de lo que suponía, así que te vas a llevar un buen anticipo ahora mismo.

Mientras decía esto, el tanteo de las manos expertas de Alejandro le decía que las nalgas de Héctor estaban casi totalmente recuperadas de los azotes de aquella mañana y listas para un buen castigo. Levantó su mano todo lo alto que pudo y la dejó caer con estrépito en el culo que tenía sobre las rodillas. Héctor aulló y una señal roja reprodujo a la perfección la palma y los cinco dedos de Alejandro sobre la nalga derecha del joven. Poco tiempo después la mano impactó con la misma fuerza sobre el otro carrillo.

Héctor chilló y forcejeó ante aquellos manotazos mucho mas fuertes que los de don José de aquella mañana; ¿de donde sacaba ese viejo tanta fuerza? Alejandro estaba realmente enfadado y Héctor sintió verdadero pánico; intentó levantarse pero la mano izquierda del mayordomo lo agarró firme mientras le amenazaba:

Ay de ti si te levantas; aguanta el castigo que te mereces.

El tono era tan frío que Héctor obedeció sin rechistar. A pesar de su enfado inicial, Alejandro bajó la fuerza de los azotes, en parte porque su propia mano se resentiría de lo contrario. Visiblemente mas tranquilo, azotó con calma el trasero del chico, que ya estaba visiblemente colorado, durante un par de minutos. Pasada la tensión del principio, Héctor empezó a llorar por el dolor y por todas las emociones acumuladas durante el día. Alejandro interrumpió el castigo, no por compasión ante los lloros, sino para poder continuarlo con calma después. Uno de sus mayores placeres era darle una buena azotaina a un chico antes de dormirse, y hoy no quería privarse de ese gusto por nada; y para eso las nalgas de Héctor no deberían estar demasiado resentidas a la hora de acostarse. Así que dejó de golpear al pupilo de don José y empezó a acariciarle suavemente el trasero:

Bueno, muchacho, ya está bien. Habías sido muy malo y había que corregirte en el momento... No llores. Ahora levántate y componte porque tenemos que bajar a cenar.
Héctor se levantó; Alejandro lo abrazó para confortarlo y le acaricio un poco más el culo.

Bueno, bueno, ya está.

Mas contento y mas tranquilo, Héctor se subió los pantalones y se lavó la cara en el baño. La cena fue muy agradable, y Alejandro le permitió colocar un cojín en la silla, ante la mirada maliciosa del cocinero.
Veo que el caballerete ha sido castigado ya. Eso es lo que hay que hacer, la mano dura es lo mejor con los jóvenes.

Alejandro estuvo de lo más amable y hasta le contó alguna que otra anécdota divertida. Tras la cena pasaron al salón y siguieron charlando un rato hasta que el mayordomo anunció que era hora de retirarse.

Supongo que estarás cansado después de un día tan agitado, y además tenemos un asunto pendiente antes de que acabe el día.

Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Héctor.

¿Un asunto pendiente?

Por supuesto. La azotaina anterior castigó tu pequeña depravación, pero tienes un castigo pendiente que don José me encargó esta mañana. No pensarías que íbamos a dejarlo de lado.

Pero yo... -Héctor estaba indignado y volvía a tener ganas de llorar-. No veo por que tengo que ser castigado otra vez.

Estás empezando tu aprendizaje y debes de ser obediente. Los azotes te vendrán muy bien, y además estarás de acuerdo en que tu comportamiento los merece.

¿Me... me va a azotar otra vez?

Por supuesto, ya habrás notado que los azotes son el castigo mas frecuente en esta casa. A don José le gusta que sus pupilos se acuesten con el culito muy rojo, y tengo que reconocer que estoy totalmente de acuerdo con él en ese sentido. Por favor, retírate a tu habitación, desnúdate y espérame allí.

Héctor vio inútil el quejarse; subió a su habitación y se desnudó. Al verse desnudo, la perspectiva de volver a colocarse sobre las rodillas de Alejandro hizo, para su sorpresa, que volviera a tener una erección.

Alejandro no tardó en aparecer; contempló complacido y no enfadado el pene erecto del muchacho y, con expresión afable y sin mediar palabra, lo cogió de la mano y se lo llevó al sofá. Allí se sentó y colocó con delicadeza su cuerpo desnudo sobre sus rodillas. Observó y palpó con agrado el cuerpo que se le ofrecía, especialmente las nalgas aun bastante sonrosadas de los azotes anteriores. Empezó a darles palmadas de forma casi tierna.

El ritmo de los azotitos fue subiendo y su fuerza se incrementó. Sin embargo casi resultaban mas agradables que dolorosos, y Héctor empezó a sentir un gran placer en verse castigado por aquel hombre en aquella posición humillante. De vez en cuando Alejandro interrumpía los azotes y masajeaba durante un tiempo las nalgas deliciosamente coloradas de Héctor, para volver luego a las palmadas. A medida que el castigo se prolongaba, la acumulación de golpes sobre el trasero ya anteriormente escocido del muchacho se fue haciendo cada vez más dolorosa, sobre todo porque los masajes evitaban que la piel se endureciera y los nuevos azotes volvían a caer sobre piel blanda. El dolor casi insoportable de los golpes débiles pero reiterados, seguido del placer de las caricias de la mano maestra de Alejandro, se convirtió en una lenta tortura para las posaderas del desdichado Héctor. Tanto don José como Alejandro eran, en dos estilos muy distintos, auténticos expertos en el arte del azote de las nalgas de un muchacho.

ONCE

Mientras Héctor se sumergía en sus pensamientos, Alejandro cambió de rumbo, le obligó a abrir las piernas con la mano y comenzó a masajear sus muslos en sus caras posterior y laterales. Héctor comprendió entonces que su castigo no había terminado todavía. Su trasero le escocía algo menos, aminorado el enrojecimiento por la pomada, y esa sensación, sumada a la que estaba recibiendo en los muslos con los masajes, casi caricias, volvió a excitarle de manera que su pene estaba empezando a crecer de nuevo, comprimido contra los muslos de Alejandro.

El mayordomo se dio cuenta de la presión y abrió sus piernas para que el miembro de Héctor quedara libre entre ellas. Seguidamente pasó su mano izquierda por debajo de la cintura del muchacho, comenzó a acariciárselo lentamente con los dedos, y extendió sus caricias hacia el escroto y el periné. Héctor empezó a gemir por el acumulo de sensaciones placenteras que recibía a través de su piel. "Alejandro, no digo que no quiero que sigas, pero ¿por qué no me dejas que me masturbe por mi cuenta y ahora me lo estás haciendo tú?", dijo, en medio de la creciente excitación.

"Sabemos que necesitas desahogos con alguna frecuencia, pero sólo se te permitirán en determinadas ocasiones y siempre de forma controlada por alguno de nosotros, nunca por ti mismo, cuando tú lo desees. Es una de las consecuencias de la firma que llevas sobre tus nalgas"- acarició la nalga derecha, donde la rúbrica del señor certificaba que le pertenecía a él- Héctor notó amplificado el escozor residual de la paliza-, y volvió enseguida a preparar los muslos. "Date la vuelta, muchacho". Así lo hizo y quedó tendido boca arriba sobre las piernas del mayordomo, haciendo evidente una poderosa erección. Volvió a coger el pene con su mano izquierda y con la derecha empezó a masajear la cara anterior de sus muslos. "Vas a recordar esta zurra durante mucho tiempo, te lo aseguro".

La excitación de Héctor crecía, ante las expertas caricias y masajes del mayordomo. Su respiración se hizo pesada, los gemidos eran cada vez más evidentes, su cuerpo se tensaba y Alejandro contemplaba complacido el proceso. Los masajes sobre los muslos y las rodillas eran casi más excitantes que las caricias genitales. ¿Se le habría incrementado la sensibilidad de la piel de las piernas por el hecho de llevarlas al aire?

¿Qué le tenía preparado Alejandro para esa noche?

"Ya estás preparado, chico, date la vuelta de nuevo". Lo hizo, y sus nalgas quedaron de nuevo expuestas. Cada vez era más consciente de su falta de control sobre su voluntad. La mano izquierda de Alejandro volvió a deslizarse por debajo de su cintura y le agarró fuertemente el pene y el escroto, lo que le hizo estremecerse de placer. De improviso, sintió un fuerte azote sobre la parte posterior del muslo derecho, luego del izquierdo y después, insistentemente, sobre uno y otro, sin descanso. Al tener las piernas abiertas, los golpes cubrían casi toda la superficie de los muslos entre el pliegue glúteo y las corvas, incluyendo los laterales y las caras internas. Héctor cerró los ojos y apretó los dientes.

"Aguanta muchacho"- le dijo Alejandro mientras le azotaba los muslos continuamente. La sensación de picor comenzó muy pronto. El picor se transformó en escozor y después en calentura. La sensación de repleción genital aumentaba cada vez más, alimentada por la presión de la mano del mayordomo, por la sensación de calor en los muslos, y por el exquisito placer que sentía al saberse sometido por completo a la voluntad de otro hombre. Cuando el dolor comenzaba a ser insoportable, Alejandro paró. "Ahora vuelve a darte la vuelta".

Entonces comenzó el mismo proceso sobre la cara anterior de los muslos, a la vez que proseguía la presión sobre los genitales. No sabía qué era mayor si el dolor sobre los muslos o la excitación genital. Y sin embargo, no estaba acostumbrado a resistir tanto tiempo sin eyacular. El mantenimiento de aquél nivel de excitación sin descargarse le estaba volviendo loco. Abrió los ojos y contempló la escena. La mano derecha de Alejandro subía y bajaba alternativamente, estrellándose contra sus muslos, que ya tenían un uniforme color púrpura. No sabía cuántos azotes había recibido ¿serían cincuenta o sesenta? No estaba seguro. Quizá se le estuviese haciendo el rato muy largo y fueran muchos menos. ¿O quizá muy corto y hubieran sido muchos más? El sonido de los golpes llenaba la habitación y penetraba en su cerebro amortiguado, como lubricado con vaselina.

Alejandro paró repentinamente y apartó la mano de los genitales del muchacho. "¿Tienes algo que decirme, chico?". "No señor"- respondió Héctor. Dos azotes más cayeron con una enorme intensidad sobre los muslos del muchacho, haciéndole gritar. "Tienes que aprender- dijo el mayordomo- que estos castigos son por tu bien. Por lo tanto, tendrás que acostumbrarte a dar las gracias".

"¡No!", gritó el muchacho. Aquello le parecía demasiado. Tener que darle las gracias encima le parecía demasiado humillante. Dos nuevos azotes aún más fuertes. Las lágrimas aparecieron entonces como torrentes en sus ojos. "Estoy esperando, Héctor. ¿No te das cuenta de que tienes que doblegarte a mi voluntad? Vamos muchacho, dilo y todo habrá terminado por hoy. No te resistas, es inútil".

"No lo haré, hostias"- respondió con voz entrecortada, mientras el llanto se desbordaba, como el de un niño desconsolado.

"Está bien, Héctor. Tendremos que empezar de nuevo. Date la vuelta otra vez.". En esta ocasión, el mismo mayordomo condujo los movimientos del muchacho sobre sus rodillas. Los azotes se reanudaron sobre sus nalgas con intensidad creciente. El dolor era cada vez más insoportable, pero la excitación no decrecía, a pesar de que ya no sentía la mano de Alejandro sobre sus genitales. Lloraba ya sin frenos.

"Por favor, Alejandro, no puedo recibir más azotes". Pero los azotes no cesaban. "Claro que puedes, chico. Descubrirás poco a poco que eres capaz de recibir muchos más de los que tú creías. Sólo estoy esperando que me des las gracias por tomarme la molestia de educarte y pararé".

"Está bien, Alejandro"- no podía más. "Gracias".
Pero los azotes no pararon.

"No es suficiente. Repite conmigo: Te doy las gracias, Alejandro....".

Héctor lo repitió. "...por estos azotes que me merezco....".

Los azotes continuaban. Héctor lo repitió.

"...y que me das porque me quieres".

"Y que me das porque me quieres, repitió Héctor, en un sollozo incontrolable".

Los azotes se interrumpieron y en ese mismo momento eyaculó sobre el sofá, entre las piernas de Alejandro, en varias oleadas de placer. Era el mayor orgasmo que había tenido nunca. Su cuerpo se curvó hacia atrás, para afrontar aquélla marea imparable, y después de unos segundos interminables, se desplomó.

Héctor seguía llorando. Había perdido todo el control sobre sí mismo. Estaba desatado. Lloraba como no había llorado nunca de niño. Toda la energía que había acumulado desde la infancia se había derramado en ese llanto. Había dado el último paso en perder toda autoridad sobre sí mismo y en entregársela a sus nuevos amos. En este momento, se había convertido en un esclavo.

Definitivamente, aquélla zurra no la olvidaría en la vida.

Alejandro volvió a administrarle con cuidado una buena dosis de pomada calmante sobre su pobre culo y sus atormentadas piernas. "Bien, Héctor. Has aprendido la lección, muchacho. Ahora has comprendido".

Las cariñosas caricias de Alejandro le consolaban y se extendían sobre la piel castigada. Realmente se sentía agradecido por aquél momento y porque había descargado toda su rabia acumulada durante años. Ahora estaba completamente relajado y listo para empezar su nueva vida bajo el cuidado y las órdenes de D. José y de Alejandro.

"Levántate, ponte el pijama y acuéstate. Mañana tienes que madrugar".

Héctor se levantó y se quedó de pié, frente a Alejandro. Este se levantó también. Entonces Héctor le abrazó con fuerza. Quería a aquél hombre como si fuera su padre. Alejandro se dejó abrazar y colocó sus manos sobre el trasero de Héctor, acariciándole con ternura. "Bien, muchacho, bien. Bienvenido a la familia". Se desprendió del abrazó y salió de la habitación.

Héctor se frotó suavemente el culo con ambas manos y fue en busca del pijama, hacia el armario. Lo encontró en uno de sus cajones. Al desdoblarlo, se dio cuenta de que el pijama también era de pantalón corto. "Naturalmente", pensó, mientras sonreía. Se lo colocó rápidamente y se acostó boca abajo, después de comprobar que la presión de las nalgas contra la cama aún le molestaba. "Mañana se habrá pasado". Y dicho esto, se durmió exhausto.

DOCE

Héctor salió disparado del salón hacia el piso de arriba para cambiarse de ropa. D. José le había dicho que encima de la cama tendría preparada la ropa de deporte.

Esa mañana tenía preparada la ropa que llevaba ahora sobre una silla de su cuarto: unos pantalones muy cortos grises (quizá quería que fuesen visibles los resultados de la zurra de anoche sobre los muslos), un polo azul de manga corta y unos calcetines largos azules con dos bandas grises en la vuelta bajo la rodilla.

Subió las escaleras de dos en dos, tenía ganas de mover un poco el cuerpo. Al llegar arriba y doblar la esquina se dio de bruces con una mujer quien, por la fuerza del encontronazo cayó hacia atrás y quedó sentada sobre el suelo. Era una mujer enorme, de avanzada edad, con una prodigiosa cintura, vestida con una bata de rayitas azules. Le miró desde el suelo con sus ojos pequeños y maliciosos y una mueca de disgusto en los labios.

"¿Dónde crees que vas con esa prisa jovencito?"- le dijo la mujer redonda.
"Perdone yo.... no la había visto. Déjeme que le ayude". Se inclinó para cogerle por...entonces se quedó mirándole, ¿por dónde la cogía? Aquello parecía inabarcable. Se decidió por sujetarla por las axilas y tiró de ella hacia arriba con toda su fuerza. Logró separarla unos centímetros del suelo después de un ímprobo esfuerzo pero entonces, el peso muerto de la mujer le venció y volvió a caer sobre su trasero, arrastrando al muchacho que cayó sobre ella, con sus piernas sobre los desmesurados pechos de la mujer y sus ingles directamente sobre su cara. La mujer gritó asustada y puso los ojos bizcos para poder concentrar la mirada sobre el pantalón del chico.

Su voz sonaba amortiguada bajo la los bajos de Héctor; "¡Socorro, quítate de encima ahora mismo; asesino!".

Héctor se levantó como pudo. "Perdone, yo sólo quería ayudarle".

Entonces la mujer se inclinó lateralmente, dobló las rodillas y apoyándose en un pie, consiguió ponerse en pie, mirando de frente al muchacho con los labios apretados de rabia y las manos en las caderas. "Así que no me habías visto, gamberro. Vas a aprender ahora mismo que no se puede ir por la casa como una apisonadora". Le cogió por la mano y arrastró al chico hacia el otro extremo del pasillo, en donde había una mesita con una lámpara y una silla".

"Señora, ha sido sin querer, yo no sabía que estaba usted aquí"- se excusaba Héctor inútilmente, sin saber qué pretendía hacer con él aquélla mujer tan enfadada.

"Sólo faltaría que lo hubieras hecho a drede". La mujer se sentó en la silla y tiró de la mano del joven para colocarlo sobre su falda. "Vas a saber lo que es bueno. ¿Ya sabes por qué hay tantas sillas en la casa?". Realmente se había fijado de que en los pasillos había sillas por todos los rincones, pero no le había sorprendido demasiado.

"Pero señora, por favor, le pido perdón otra vez", el chico no sabía qué decir pero ya tenía una idea de lo que se proponía hacer la mujer. Cayó sobre sus piernas, balanceando las suyas y su cabeza a ambos lados. "No, por favor, no puede hacer eso, le pertenezco a D. José y a él no le gustaría", pensó que aquello podría hacerle cambiar de opinión.

"Descuida jovencito. Todos en esta casa tenemos permiso para calentarte el culo si te hace falta". A la vez que hablaba buscaba en el pantalón del muchacho. Entonces se oyó un sonido de velcro y la parte trasera de su pantalón se desprendió en bloque, dejando sus nalgas al descubierto.

¿Cómo había hecho eso? El no se había dado cuenta en todo el día de que hubiera un mecanismo de esa clase en sus pantalones.

Entonces la mujer se descalzó el pie derecho y fue a inclinarse para coger la zapatilla del suelo, pero su cuerpo y el cuerpo del chico que tenía encima se lo impedían. Entonces le dio un azote con la mano sobre las nalgas desnudas. "Coge mi zapatilla y dámela ahora mismo", dijo en tono autoritario.

"¡Ay!, por favor, no".

"Que la cojas te he dicho o te daré el doble".

Héctor se estiró para coger la zapatilla y luego se dobló para alcanzársela a la mujer.
"Ahora verás", dijo ella, después de coger su zapatilla. Comenzó a azotar al chico una vez tras otra. Las sensaciones eran mucho más dolorosas y masivas que las recibidas con la mano. Cuando se cansó de golpear el trasero, empezó con los muslos. Héctor gritaba con cada golpe y pedía clemencia. "Ay, Señora, por favor, le prometo que no volveré a correr por la casa. ¡Ay!"

Cuando se hubo cansado, tiró la zapatilla al suelo y puso su mano sobre el trasero del chico. "Espero que esto haya hecho que cambies de actitud y vayas con más cuidado en lo sucesivo. Levántate y ve a tu cuarto. Allí encontrarás la ropa de deporte sobre la cama".

Héctor se levantó y se frotó las posaderas con ambas manos, mirando hacia atrás para ver si habían quedado marcas, porque la paliza había sido intensa. Luego, con la cabeza baja, el culo al aire y el trasero del pantalón colgando por detrás de sus muslos fue caminando despacio, mirando hacia atrás para ver si la mujer seguía allí. Y allí estaba con los puños en las caderas y los labios apretados, de pie, en medio del pasillo. Cuando llegó a su habitación, comprobó que la ropa estaba sobre la cama. Una camiseta de manga corta, un pantalón blanco minúsculo que apenas debía cubrirle las nalgas y unas medias también blancas.

TRECE

Héctor se puso la ropa de deporte; el pantalón era tan corto que le dejaba la esquina de las nalgas al aire. Se miró en el espejo; supuso que el tono rosáceo de los muslos sería imperceptible para alguien que no supiera que había recibido azotes, sin embargo sí se notaba el enrojecimiento en el extremo superior de los muslos y en las esquinas de las nalgas al lado de la cadera, que el pantaloncito dejaba al aire. Además era muy apretado, con lo que el culo quedaba perfectamente dibujado e incluso se marcaban los genitales por delante. Sin embargo, Héctor pensaba mas en la azotaina que acababa de recibir; se acarició el trasero; metió la mano bajo el pantalón y notó aun el calor de la zurra, que casi quemaba.

Al bajar a la entrada de la casa, Alejandro le esperaba con cara de pocos amigos. Le indicó que salieran fuera de la casa.

Elisa, la señora de la limpieza, me ha informado de tu comportamiento. Si no me hubiera dicho que ya te ha castigado debidamente, te daría una paliza ahora mismo. Déjame ver.....

Fue hacia él y le introdujo la mano derecha por dentro del pantalón. Afortunadamente para Héctor, la casa estaba bastante aislada y no se veía a nadie por el jardín. Alejandro palpó con esmero y probablemente con deleite el culo rojo y caliente de Héctor y, no contento con esto, le bajó los pantalones hasta la mitad de los muslos y observó las nalgas con atención mientras seguía acariciándolas. El pene de Héctor empezaba a engordar ante estas caricias.

Bueno, el castigo no ha estado mal, pero si me vuelvo a enterar de que andas atropellando a la gente por la casa te vas a llevar una azotaina mucho peor que esta. ¡Andando! -Y le soltó un par de azotes inesperados sobre el culo escocido, uno en cada nalga. Héctor soltó un pequeño grito de dolor.

A continuación Alejandro le obligó a correr alrededor del parque que rodeaba la casa; el mayordomo, que se había puesto un chándal, le acompañó en algunos tramos y demostró estar en plena forma a pesar de estar al límite, o tal vez más allá, de la edad de jubilación; por eso podía pegar esas azotainas tan largas y no caer agotado. Después de correr y de hacer una tabla de gimnasia, Héctor quedó totalmente extenuado.

De acuerdo, basta por hoy. Venga, a la ducha.

Los dos hombres entraron de nuevo en la casa. El baño que había junto a la habitación de Héctor no tenía ducha, así que fue a otro baño del mismo piso, muy espacioso; pero al ir a cerrar la puerta, notó que no tenía ningún tipo de pestillo ni forma de evitar que cualquiera entrara. Aquello le mosqueó; no le sorprendió cuando al poco rato Alejandro entró sin llamar y con toallas.

Había ido a buscar las toallas. Ya tienes todo listo.

Héctor se quedó quieto esperando a que se marchara. Sin embargo Alejandro ni se inmutó.

¿A que estás esperando? Dame tu ropa, para echarla a lavar.

Te la puedo dejar ahí y la recoges luego.

No deberías decirme como tengo que hacer las cosas, jovencito. Desnúdate y entra en la ducha o te pondré el culito aun mas caliente de lo que lo tienes.

De mala gana, Héctor se quitó la camiseta, las zapatillas, los calcetines, y finalmente el pantaloncito; cada prenda que se quitaba, la recogía Alejandro. Cuando estuvo desnudo, Alejandro siguió sin retirarse. Quería verlo entrar en la ducha. Héctor se dio la vuelta y entro rápidamente en el recinto de la ducha, mientras notaba la mirada de Alejandro contemplando con satisfacción sus nalgas todavía rojas. Por fin Alejandro se fue y Héctor abrió el grifo del agua.

Al salir de la ducha, el mayordomo volvía a estar allí esperándole; se había quitado el chándal y llevaba el uniforme normal de trabajo. Volvía a parecer muy enfadado.

Héctor comprendió en seguida por que al ver el suelo bastante encharcado.

¿No sabes cerrar bien la puerta de la ducha, Héctor? Mira como has puesto el suelo; Elisa tendrá que volver a fregarlo.

Yo.....

No tuvo tiempo de responder nada. Alejandro se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.

Por favor, Alejandro. Fue sin querer...

Pero la mano del mayordomo ya estaba buscando su culo. Se las arregló para colocar el cuerpo desnudo y mojado de Héctor frente al espejo sin apenas mojarse la ropa, y le soltó una ristra de cinco o seis sonoros azotes:

Ya te daré yo a ti "fue sin querer”....

Héctor se llevó las manos al culo; los azotes sobre la piel mojada dolían el doble que sobre la seca y estaba a punto de llorar. Alejandro lo arropó con la toalla y empezó a secarle el pelo con cierta brusquedad.

Ya hablaremos luego. Venga, a la habitación -dijo, mientras le ceñía una toalla a los hombros y otra a la cintura.

Con el culo dolorido, Héctor fue guiado a su habitación. Sobre la cama había un uniforme limpio. Alejandro no se fue; se puso a secarlo con calma, y Héctor no se atrevió a resistirse. Cuando estuvo totalmente seco, le retiró las toallas y se sentó sobre la cama. Como Héctor se temía, lo hizo tumbarse totalmente desnudo sobre sus rodillas.
Eres muy despistado, Héctor. Y los despistes hay que castigarlos.

Le masajeó un poco las nalgas, y comenzó a azotarlas. Los golpes no eran fuertes pero la piel del trasero estaba bastante escocida y el muchacho se quejaba. Alejandro dudó, y trasladó el castigo a la parte trasera de los muslos. Tras unos minutos, cuando los muslos estuvieron del mismo color rojizo de los glúteos, decidió interrumpir el castigo.
Tendremos que dejarlo aquí. Don José te espera.

Levantó a Héctor de sus rodillas, le acaricio un poco el pelo, le sonrió ligeramente y se marchó dejándolo allí de pie desnudo. El muchacho recordó la clase de Don José. ¿Llegaría a tiempo?