EL ALEMÁN
Por: Amadeo Pellegrini
Dedicado a Mayte Riemens
Advertencia: esta historia trata de un hecho real acaecido a mediados de la década de 1960. La persona que me la confió merece el mayor crédito, por tanto la transcribiré en primera persona procurando respetar en todas sus partes el relato original.
Aunque oriundo de Austria, a Hans Kern, lo conocían como “el Alemán”, y muy poco se sabía de él, pues casi nadie recordaba cuándo, cómo, ni por qué se había establecido allí.
Enjuto, encorvado, de barba y cabellos cenicientos entre los que afloraban algunas hebras de pelos rubios, el Alemán resultaba una figura extraña, su rostro carecía de rasgos destacados, poseía sin embargo un par de inquietantes ojos celestes, cuya penetrante mirada resultaba muy difícil sostener.
Vivía, recluido en una pequeña casa de madera construida con sus propias manos, a las afueras de la localidad, la que abandonaba solamente para hacer algunos de los trabajos que únicamente él era capaz de llevar a cabo.
En efecto, lo requerían para cumplir tareas arriesgadas que ninguna otra persona se atrevía a tomar, como bajar a pozos de molinos de cuarenta metros de profundidad o más, a reparar los cilindros, trepar a la torres más altas a reemplazar las luces, desmontar árboles corpulentos que hacían peligrar las viviendas vecinas y como aquellas muchas otras obras de riesgo que el extraño individuo acometía con una naturalidad, agilidad y eficiencia asombrosas.
Por otra parte, en su domicilio recibía toda clase de objetos que le llevaban para componer o reparar. En esas ocasiones los examinaba en silencio, luego respondía: “puede” si se comprometía a componerlos o “No puede” si el objeto no tenía arreglo, pues hablaba sólo lo preciso.
Otra particularidad suya era que antes de aceptar ningún encargo decía la cantidad a cobrar, si alguien se atrevía a regatear o a decirle que el precio le parecía excesivo, sin vacilar devolvía el objeto diciendo: “Lleve”
Entonces no había ruego, promesa o disculpa que lo hiciera cambiar de opinión. Lo mismo sucedía cuando lo buscaban para alguna otra tarea, si no le aceptaban la cantidad pretendida, sin decir palabra daba media vuelta tomaba la bicicleta que era su medio de locomoción y se marchaba sin siquiera despedirse.
Por lo general era moderado en sus pretensiones, además como lo conocían y era único para ciertos trabajos, raramente le objetaban el precio.
Todo esto bastaba para transformarlo en un personaje extravagante, pero lo que le había conferido bien ganada fama de brujo o de hechicero eran los extraños “poderes” que poseía y empleaba en circunstancias excepcionales.
Como la vez aquella que los caballos de un enorme carro se espantaron, cortaron las riendas marchando desbocados por la calle con riesgo de arrollar a unas criaturas que jugaban a la pelota allí.
Al verlos el Alemán se interpuso de un salto y levantando la mano derecha, sin siquiera tocarlos ni pronunciar palabra alguna, los detuvo en seco ante el asombro de los circunstantes.
Como aquella, llevaba realizadas muchas proezas de diversa índole.
Un fumador inveterado recordaba, que le preguntó si podía quitarle el vicio del tabaco, Kern le respondió: “Puede” y señalándole el paquete de cigarrillos agregó: “Deme” El interpelado le entregó entonces el paquete sobre el cual el Alemán trazó signos misteriosos para devolvérselo diciendo: “Fume”
Cuando el hombre extendió la mano para tomarlo, el envoltorio le quemaba de tal forma que gritó arrojándolo rápidamente al suelo. Reconoció después que lo mismo volvía a sucederle cada vez que pretendía encender un cigarrillo.
Por esa razón fui a verlo el día que un tornado le arrancó parte del techo al galpón de mi establecimiento. Tenía almacenado allí gran cantidad de lana, maquinarias y otros elementos.
Entonces ¿Quién otro que el Alemán para reparar un techo en doble pendiente con casi seis metros de altura en su parte más elevada?
Acepté el precio que pretendía y la condición de ponerle un ayudante para que desde abajo le alcanzara las chapas, las herramientas y los accesorios a medida que los necesitara
Recordé que mi encargado tenía un sobrino, de nombre Dionisio quien acababa de abandonar los estudios y como era un tanto inmaduro me había pedido que le consiguiera alguna ocupación aunque fuera temporaria, para ver si adquiría un poco de responsabilidad.
Al día siguiente temprano los tenía a ambos trabajando. El alemán colgado de un arnés; en lo más alto entre los tirantes desde allá arriba mediante silbidos y señas indicaba al muchachito las cosas que necesitaba y una vez que el ayudante las enganchaba él izaba por medio de una cuerda.
En la tercera jornada me tocó presenciar el insólito episodio que los tuvo por protagonistas.
En cierto momento Dionisio entretenido con un perro se había ido alejando y no respondía al llamado de los silbidos del hombre, mientras yo estaba en el rincón opuesto afilando peines de una esquiladora.
De pronto ví a Kern deslizarse como un gato hasta el piso para enfrentarse con el chico. No lo escuché hablar, solamente lo tenía tomado por la barbilla obligándolo a sostener la mirada manteniéndolo así unos segundos.
Observé enseguida que el jovenzuelo, como respondiendo a un conjuro, se desprendía los pantalones para echarlos hacia abajo junto con los calzoncillos para de inmediato tumbarse, sin emitir protesta alguna, boca abajo sobre uno de los fardos de lana.
Al ver al alemán quitarse el cinturón atravesó mi mente el pensamiento que estaba por asistir a un repugnante acto de sodomía.
Entre tanto yo me encontraba incapaz de intervenir como si un campo magnético me mantuviera paralizado en el lugar contemplando a aquel extraño sujeto con el cinturón doblado por el medio disponiéndose a azotar las rollizas nalgas de efebo del ayudante,
Ante mis ojos se desarrolló a continuación el espectáculo más grotesco que me fue dado presenciar. Con deliberada frialdad como si estuviera apaleando a un perro, el alemán comenzó a descargar azote tras azote sobre las temblorosas posaderas.
Pero más que aquella espaciada y metódica azotaina, me chocaba la actitud pasiva del jovenzuelo quien no solamente no oponía resistencia alguna al tratamiento que estaba recibiendo, tampoco había procurado en ningún momento proteger con las manos la vapuleada piel desnuda, sino que encima había recogido él mismo los faldones de su camisa para dejar el culo mejor expuesto a los azotes
Aquello debía resultarle doloroso, no obstante en ningún momento lo oí gritar ni pedir misericordia. Sus inflamados glúteos se estremecían a cada contacto de la correa pero la única reacción que advertí era que a cada azote juntaba de manera alternativa los talones, los separaba uniendo la punta de sus pies y de nuevo separándolos, así ininterrumpidamente mientras dejaba escapar ahogados gemidos.
Por último el alemán chascó los dedos y Dionisio se incorporó para poner orden en su vestimenta.
En todo el tiempo ninguno de los dos pareció reparar en mi presencia, como si yo de pronto me hubiera vuelto invisible.
Mucho tiempo después se me presentó la oportunidad de tratar el tema con Dionisio, quien al principio se mostró sorprendido y un poco avergonzado, porque no recordaba haberme visto esa tarde.
A mis preguntas respondió que Hans Kern aquella tarde no le había dicho nada pero que con sólo mirarlo le hizo comprender qué lo azotaría, entonces él, obedeciendo a una fuerza interior irresistible, se aprestó a recibir el castigo.
Finalicé interrogándolo sobre lo que había experimentado en aquellos momentos. Reconoció que la azotaina le había resultado muy dolorosa pero agregó, de manera enigmática, que le había producido al mismo tiempo un extraño alivio. Creo que empleó también la palabra bienestar…
10 comentarios
ernesto -
CULETE DE CARLET -
La mano del policía tapa mi boca, para que no chille.
El bombero me baja los pantalones y el calzoncillo.
Luego un trozo de espadradrapo, el policía quita unos segundos, su enorme mano, el bombero me amordaza con el espadradrapo.
El policía me colca las manos a la espalda, y, las sujeta con los 2GRILLOS", ENTONCES, ME ECHAN SOBRE UNA CAMA Y LO 2 ME DAN MUCHAS NALGADAS CON SUS FUERTES Y DURAS MANOS
RAMON -
Mejor si es policía local de Carlet, o, bombero
RAMON
Recaderorico@terra.es
Felipe -
Y si se han dado cuenta, varios jóvenes y adolescentes reconocen que, aunque les duela, es beneficioso para ellos y se les castiga por su bien.
A mi también me azotaban en casa, dándome con la correa a nalga desnuda. Funcionó. Hoy soy un hombre de respeto y disciplina.
Nunca sentí resentimiento con papá por las zurras que me daba, al contrario, hoy se lo agradezco porque logró lo que las interminables charlas de mamá no lograron nunca.
Los correazos eran para corregir y educar. Hasta existía en casa un cinturón grueso que estaba colgado en la pared, y mi padre lo usaba exclusivamente para darme azotes a mí y a mis hermanos. Temíamos a la correa, pero teníamos más respeto.
Recuerdo cuando era niño, me pegaban con el cinturón casi a diario. Me dieron correazos en las nalgas hasta los 19 años, y recibía las azotainas sobre las nalgas desnudas, pues me obligaban a bajarme los pantalones y calzoncillos cuando me iban a castigar. También, como a varios, me pegaban con una manguera, y una sola vez me dieron latigazos, lloré como nunca lo había hecho. Era un látigo de cuero, con varias puntas, así como los látigos que les dicen flogger. Nunca supe de dónde mi papá lo había sacado. Fue muy doloroso, pero me lo tenía merecido.
Pienso que si a los jovencitos, hoy en día, los disciplinaran como a nosotros, habría menos problemas en las escuelas y menos delincuencia juvenil.
Reconozco que, pasados los años, disfrutaba los azotes que me daban, que lejos de ser un castigo, eran un premio. Buscaba excusas para que me dieran azotes, e enventaba travesuras para que me castigaran. Recibir azotes en el culo me provocaba erecciones.
Ernesto -
Eduard -
ivan -
juancho -
Ana Karen -
Me gustó el relato por diferente, por su final inesperado y por la magnífica forma que tienes de escribir, que revela tu cultura y facilidad para las letras. Un beso enorme y síguenos soprendiendo...
brujamestiza -