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Relatos de azotes

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La erótica sumisión de Lizet

Autor: Eduardo (ediwarrior79@hotmail.com)

     Hola soy Lizet, mi pasión por las nalgadas se hizo fuerte cuando me vine a estudiar a Concepción (Chile) y tenía que buscar pensión, pues soy de Angol.

     Con mis 17 años no me atrevía a arrendar algo muy independiente, pues soy un poco regalona (mimada).
     Buscando en los avisos clasificados apareció uno muy interesante en un sector céntrico: "Comparto departamento con señorita". Confieso que casi me excité se solo pensar que podía ser una mujer mayor (bueno...hombre no podria ser), quizás se hacia fuerte en mi una ilusión lésbica, (soy hetero
curiosa).

     Nerviosa e ilusionada a la vez me presenté en el lugar y apareció Verónica; una mujer de pelo crespo castaño oscuro, ojos del mismo color (muy penetrantes), estatura de unos 1.65 como yo, piel clara, no tanto como yo y de 40 años (me lo dijo).

- "soy Lizet"- le dije y creo que le agradé de inmediato

- "hola soy Verónica, pasa y conozcamonos.

   Me dijo, entre otras cosa, que ella es separda sin hijos, no imponía presiones, pero aseguraba ser muy estricta en varias cosas. Yo le demostré mi lado sumiso de inmediato y mi mente y corazón, aunque con un inmenso
susto también, ya consideraban a Verónica como una posible fantasía sexual.

   Vero acostumbraba a usar pantalones y faldas en forma muy variada, es ejecutiva, lo que le hacia notar un par de piernas muy bonitas

   Me instalé en su apartamento muy pronto, pues el precio lo acomodó (sería para no perderme de vista). Me gustó la que fue mi habitación y todo lo demás.

   La Vero de dijo que tratara de llegar a las 11:00 p.m. a más tardar, y yo le decía entre risas:

-"lo que ordene Verito", aunque quería que la tutease.

   Al correr de los días yo notaba que le caia muy bien, pero quise poner a prueba su femenino instinto.

   Una noche que la sentí llegar como a las 00:00 hice que nos viéramos pícaramente. Como estábamos en Marzo y todavía hacia calor, yo dormía con pura polera (playera) y desnuda de la cintura para abajo ( a poto pelao, como decimos acá), es algo que me encanta y así muchas noches tengo sueños húmedos. Entonces, sentí que Verónica iba por el pasillo a su pieza, al lado del baño, yo intencionalmente, fui a este así, vestida nada más que con mi polera blanca hasta la cintura. Prendí la luz y le presenté mi vello púbico rubio y dije, fingiendo timidez:

- "aaay.. Verito.. perdona...voy al baño!!"

- "Ooohh.. Lizet.." dijo sonriente mientras le dí la espalda en dirección al baño mostrándole mi gordo, blanco y bien formado culito.

  Salí a los dos minutos y ella todavía estaba ahí, pasé despacito:


- "buenas noches Verito"

- "mmmm buenas noches guachita( niñita) fresca"- decia, al tiempo que me dio una sonora y coqueta palmada en mis nalgas desnudas.

- "bonito poto"- agregó

- "aaayy"- le dije sonriendo y me fuí a acostar con gran calentura, por la nalgada y por mostrarle mis encantos, tanto que me tuve que masturbar para conciliar el sueño.

   A los dos días quise provocar algo mucho más ardiente y lo conseguí.

   Intencionalmente me demoré en llegar de la universidad, eran como las 23:40 y la Verónica me llamó al celular, respondí:

-"bah...aayy Verito no me hinches por favor, si yo quiero, llego tarde y por último arreglémonos en casa"

Yo iba subiendo la voz y noté un silencio al otro lado del teléfono, como 10 segundos, luego le escuche decir con pacífica autoridad:"aquí nos vamos a arreglar, bonita"- Eso me asustó y exitó a la vez.-

Cuando llegue al dep. entré y vi a mi arrendadora, la hermosa Verónica, sentada en el sofá del living con una falda corta, mostrando sus lindas piernas cruzadas y sus ojos desafiantes acompañados de una pícara sonrisa,
le dije:

- "hola...¿que pasa?"- no me respondía pero sus ojos ya quemaban los míos-

- "donde estabas"- preguntó

- "estudiando con una amiga y..."

- "¿qué dije la otra vez...? y ¿qué forma es esa de hablarme por teléfono?

- "Verito es que.."

- "¡¡ Lizet ¡¡ -en tono más alto- me hiciste enojar...y creo que lo hiciste a propósito, así que debería darte un correctivo"

   Me asusté y me quede de una y roja de vergüenza y temblor le dije:

- "Verito por favor, no me rete (regañe) haré lo que sea pero no me asustes si quieres me puedes castigar...de... alguna forma.

  Ella abrió los ojos de dulce asombro y orgullosamente dijo:

- "bueno...no va ser nada malo enseñarte de buena forma quien manda aquí. A ver sácate los pantalones, por favor"

   Yo obedecí altiro, el miedo y el placer daban vuelta dentro de mi. Quedé con polera rosada, calzón blanco y calcetas blancas. Ella dijo:

- "ven aquí y échate sobre mis rodillas boca abajo"- el corazón me temblaba. Así lo hice y sentí la calida piel de sus piernas junta a la piel de mis muslos.

  Luego me bajó lentamente los calzones hasta los muslos, sintiendo ahora su piel con la de mi puvis también. El corazón me latía a unos 2000 por hora, mientras ella me decía tocándome mi trasero desnudo

-"unas buenas palmadas en el poto te harán muy bien, aunque me pidas perdón"

  Yo ya no daba más, nunca antes me habían azotado o castigado así pero no niego que estaba dentro de mis fantasias ocultas y tartamudeando le dije:

-"a ver"

Y con su mano derecha me comenzó a azotar ambos cachetes del poto, primero a ritmo lento, después más fuerte, sonando: ¡plas, plas, plas, plas..! yo me quejaba:

-"aaaayyy, aaaayyy, aahahaaayy, mi potito- y ya comenzaban a salir mis lagrimitas, ella decía:

- "y esto... m'hijita es...para que aprenda...a respetar...a su amiga mayor...y dueña de casa"

El poto me dolía pero me gustaba sentir esas nalgadas que en el fondo deseaba. Como a la duodécima no aguante más tanta emoción, dolor y gusto y me eche a llorar, diciendo:

-"yaaaa, yaaaa, aaaayyyy, ya Verito, yaaaa¡ perdóneme por favor, snif, snif.

Mientras ella no paró hasta la 20ava nalgada más o menos. Y sin mirarla a la cara me volteé a abrazarla colocando mi cara en su pecho llorando mucho y en forma tierna. Ella me abrazó de inmediato y acariciando mis rojas y calientes nalguitas me dijo:

- "yaaa, mi chanchita potoncita, yaaaa mi amor... ¿ve? eso le pasa por falta de respeto...ya, ya cosita linda, aayy te dejé tan rojo tu lindo potito, pero te voy a dar mucho cariño".

Sus tiernas palabras me hacían tan pero tan bien que creo que me sentí hasta más excitada. No paraba de llorar en su pecho y en tanta caricia de sus manos en mi culito, incluso en mi ano, dejaron asomarse varios jugos
vaginales, ella se dio cuenta, pero siguió así acariciándome el potito y la cabeza tan dulcemente que hubiese querido estar así una eternidad. Me pareció que con ese dulce castigo alcance un maravilloso orgasmo.

Luego de un rato me atreví a mirarla a los ojos y rogarle que si fuera necesario que me volviera a castigar para que me enseñase a ser una mujer de verdad, por que necesitaba buena corrección por parte de una mujer como
ella, sin dejar de suplicarle que nunca me falten sus sabrosas (e insinuantes) caricias de consuelo. Ella me miro con dulzura sonriéndome y diciéndome:

-"bueno amor, si es necesario te volveré a castigar así, cada vez entenderás que soy estricta, pero también muy cariñosa"- y dicho esto me volvió a abrazar, a acariciar el culito y besarme en la mejilla casi en los labios.

 Al ver la mi humedad vaginal en sus manos me sonrojé y la iba a decir algo cuando tocó despacito mis labios y me dijo susurrando al oído:

-"no digas nada mi amor, no pasa nada malo"

Luego volví muy contenta a la posición de castigo sin antes  darle otro beso, y Verónica me dio otros suaves masajes en mis todavía rojitas nalgas lo cual me volvía a excitar, no cabe duda que a ella eso también le agradaba.


Esas caricias me parecieron tan dulces como interminables.

Esto fue mi comienzo del placer de recibir azotes sabrosos por parte de otra mujer, de ahí en adelante más de una vez provoqué a Verónica para que ella me volviera a dar de nalgadas a "poto pelao" y por mucho que dolieran siempre me gustaron y terminaba llorando tiernamente en su pecho con sus manos en mi culito e incluso en mi húmeda zorrita (vagina) ¡¡¡qué rico!!!

Quizás les cuente alguna de esas otras veces.

Adiós

 

¿Sexo o azotes? (Primera parte)

PRIMERA PARTE:

Doña Marculina, la madrina curandera

Autora: Ana K. Blanco 

Dedicado a: ediwarrior79 

Doña Marculina era la curandera de aquellos pagos. Era respetada por todos y en muchos casos suplantaba al médico del pueblo cuando la medicina del doctor no obtenía los resultados esperados. En realidad era más que la curandera, porque además de las pócimas y ungüentos que preparaba, de saber curar el mal de ojo, “tirar el cuerito”, curar empacho y culebrilla, muchos de los parroquianos habían nacido gracias a las veces que hizo de partera. Y no hablemos de la gente joven y no tanto que la buscaban para que les diera consejos y algún yuyito “p’al amor”. Ella conocía los secretos de las hierbas, conjuros y fórmulas mágicas que le habían enseñado sus ancestros, pues era descendiente directa de los charrúas, y sus rasgos faciales así lo delataban: cara casi cuadrada, labios prominentes, nariz achatada, ojos negros y vivaces, tez trigueña, pelo lacio y estatura mediana. La blancura de su pelo que ataba en una gruesa trenza y el rostro surcado de arrugas, eran los únicos rasgos que delataban la avanzadísima edad de esta mujer.  

El doctor Jiménez, médico del pueblo, pedía su ayuda en algunos casos. Extrañamente, habían llegado a un acuerdo: habría casos en los que actuarían en conjunto, teniendo en cuenta que la medicina del doctor poseía elementos desconocidos por ella, y él sabía que muchas veces sus pacientes creían más en los yuyos y pócimas de doña Marculina que en la medicina moderna, y la fe muchas veces cura tanto como los químicos. A veces en forma secreta y a veces a la vista de todos, el pacto de respeto y ayuda mutua estaba claro entre los dos. El rancho de la curandera era de terrones de barro y paja, sumamente modesto. Uno de sus tantos vecinos agradecidos, le había puesto el techo, quinchado a dos aguas. El agua la sacaba del aljibe, y jamás le faltaba comida. Ni bebida: la grapa y la caña supieron ser sus compañeras en alguna noche de soledad. Nunca había tenido hijos propios, y desde hacía muchísimos años que era viuda. 

Aquella mañana se había despertado más temprano de lo habitual. El brasero continuaba encendido, solo debió avivarlo y arrimarle un poco más de leña para que la caldera sintiera el calor y comenzara casi inmediatamente a despedir humo por el pico. La galleta de campaña colocada cerca del fuego, sería el acompañamiento ideal para aquel mate amargo matutino. Miró el horizonte: el sol asomaba lentamente por el oriente envuelto en oro y fuego.  El gallo lo saludó y con su canto despertó al resto de la naturaleza. Marculina sonrió satisfecha mientras mascaba con sus escasos dientes un trozo de galleta, y se dispuso a preparar aquella infusión tan típica de la gente de campo, con la que había crecido y que la había acompañado toda la vida. La calabaza o porongo tenía un tamaño mediano, y a la yerba le había agregado algunos yuyos que ayudaban a que su gastado organismo funcionara mejor. Mojó la yerba con un poco de agua fría del aljibe y la dejó reposando mientras colocaba el agua hirviendo en el termo. Luego echó un chorro de agua hirviendo a la yerba y la dejó hinchar. Clavó la bombilla en la yerba mojada y volcó una porción de agua hirviendo en el agujero dejado por la bombilla.  Una espuma verdosa subió tapando el agua. ¡Eso era un mate!

Sorbiendo el líquido verde y caliente, miró por la ventana del rancho. Era un día hermoso, y le gustaba ver la naturaleza a esa hora de la mañana.  Sí, ese iba a ser un gran día. El mate amargo de aquella mañana tenía un sabor especial y lo estaba disfrutando muchísimo. Posó el porongo después de haber tomado hasta la última gota, y se dispuso a hacer sus tareas. 

Ya era pleno día cuando el Matrero comenzó a ladrar desaforadamente, pero era su ladrido de alegría, de saludo, de gente conocida. Marculina salió a la puerta del rancho y reconoció enseguida al visitante. 

-Ave María Purísima… -saludó el joven quitándose el sombrero.

-Sin pecado concebida m‘hijo –contestó la mujer- Y qué anda haciendo usté por acá a estas horas de la madrugada, qué bicho le ha picado.            

Eulogio  bajó la mirada y se acercó tímidamente a la anciana. Cuando los cansados ojos de la curandera pudieron verlo más de cerca se dio cuenta de la realidad: había estado llorando y tenía una expresión de gran tristeza. Con un rápido ademán corrió la cortina que oficiaba de puerta en la entrada del rancho y pasó seguida del joven. No le dio tiempo a hablar: 

-¿Qué problema tenés con la Rosenda?

-Pero… ¿cómo puede saberlo sin que yo le haya dicho nada?

-En vez de hacer esas preguntas idiotas decime de una vez qué pasa.

-Ella… ya no me quiere. Me ha dejado de amar, ya no le intereso. Ahora en lo único que piensa es en sus conservas. Usté sabe, ‘ña Marculina, que para ganar unos pesos más se ha puesto a fabricar mermeladas, vegetales encurtidos, frutas en almibar y algún licor. Le ha ido muy bien, la gente del pueblo le pide cada vez más cantidad y le va quedando menos tiempo para mí. Ahora le importan más sus naranjas y sus pepinos que yo.

-¿Estás celoso de que esté ganando más plata que vos?           

-No, le juro que no, al contrario. Sé que soy joven pero si me llegara a morir, tengo la seguridad de que ella podrá arreglárselas sola, sin depender de nadie.

-Y si le va tan bien, ¿por qué no contrata a mujeres que la ayuden y tener más tiempo libre para ustedes?-Eso mismo le dije yo, pero se niega. No quiere pagar sueldos para juntar más dinero. -¿Y qué querés que yo le haga? Si ella está contenta…

-Pero… usté es su madrina, casi su madre. Si le dice algo, seguritito que cambia. Yo me voy a ir al pueblo y regresaré al anochecer. Se lo ruego: hable con ella ‘ña Marculina. A usté la va a oír.        

-Claro que sí, m’hijo. Te aseguro que a mí me va a oír. 

Marculina lo vio encaminarse rumbo al pueblo, mientras se sentaba en la silla baja a la entrada del rancho. El ombú que había en el frente, frondoso y enorme, daba la sombra necesaria para que el calor no fuera abrasador. Tomó la bolsa de choclos (maíz) que había tenido secando al sol, se puso una palangana esmaltada entre las piernas y comenzó su tarea. El desgranar choclos era algo que hacía automáticamente y siempre le daba la serenidad necesaria para meditar. 

Comenzó a recordar el día que nació Rosenda mientras que los granos de maíz golpeaban al caer en el recipiente. Era una beba pequeña y débil. Su madre no resistió el complicado parto y murió. Nada había podido hacer ella por salvar a la madre, y eso le creo cierto sentido responsabilidad, porque también había traído al mundo a aquella mujer. Los Rodríguez eran sus vecinos y Zoila, la madre de Rosenda, era como una hija para ella. Ante el dolor del esposo y el desamparo de la bebé, la curandera decidió convertirse en algo así como la abuela adoptiva de la niña, a quien la bautizó con el nombre que la madre había decidido ponerle. 

Rosenda siempre había sido traviesa, obcecada, decidida, valiente y sumamente caprichosa. Cuando quería algo, de una forma u otra, siempre lo conseguía. Tenía un gran corazón, pero más de una vez, don Rodríguez, su padre, no había dudado en ponerla sobre sus rodillas y propinarle unas buenas nalgadas por sus travesuras y su carácter rebelde. No eran grandes azotaínas, pero sí lo suficientemente fuertes como para hacerla llorar un rato y que el efecto le durara un par de días. Marculina jamás le había puesto la mano encima porque de eso se había encargado siempre su progenitor, aunque más de una vez tuvo ganas de robarle al padre ese privilegio. Pero tanto de niña como de adulta, Rosenda siempre le había guardado el respeto y el amor que la anciana merecía y que había cultivado durante toda la existencia de la joven. 

Llevaba un buen rato concentrada en sus pensamientos cuando vio pasar el auto del señor Marcelo Fernández Montero, que entre la polvareda levantaba su mano izquierda para saludarla. Devolvió el saludo con la mano y una leve inclinación de cabeza, mientras seguía el coche con la vista. Lo vio detenerse en casa de Rosenda y eso no le gustó para nada.  

Don Marcelo era el hombre con más dinero en el pueblo, por lo tanto, el más poderoso porque presidía el único banco existente en la zona y decidía a quién prestaba dinero y a quién no. Se sabía que muchas veces a las personas que no podían cubrir las cuotas, les cobraba rematando sus bienes o, en algunos casos, con favores “especiales”, sobre todo cuando se trataba de mujeres hermosas. Podían ser jóvenes o maduras, casadas, viudas o solteras, porque su edad o estado civil le era totalmente irrelevante. No era buena persona, pero tenía olfato para saber a quién prestarle dinero sabiendo que no podrían pagar. Conocía el arte de la seducción y del convencimiento para que hombres y mujeres aceptaran sus ofertas. Así había logrado hacerse de una considerable fortuna y una lamentable fama. 

-“Seguro que ese mal bicho vio a Eulogio en el pueblo y se mandó para acá –pensó la anciana –pero seguro que no contaba conmigo” 

Una idea se le vino a la mente. Tiró el marlo a medio desgranar en el recipiente y entró al rancho. Destapó una serie de tarros, tomó varios yuyos y los ató. Con sumo cuidado sacó un trozo de tela blanca de una caja y envolvió aquellas hierbas que expelían un delicioso aroma entre ácido y dulzón. Agregó el pequeño atado a una cantidad de atados similares, unos envueltos como el último y otros atados con hilo de otro color. Tomó la bolsa con el delicado contenido, manoteó un tarro que colocó en el bolsillo de su delantal, y saliendo del rancho se dirigió a la casa de su ahijada.  

Había caminado unos pasos cuando vio pasar de regreso el auto del banquero. Con un ademán volvió a saludar a la curandera, que sin disimular su molestia apenas contestó el saludo y siguió caminando. A mitad de camino se internó levemente en el campo y tomando con un trozo de tela una planta, le cortó unas hojas que envolvió en la misma tela. Todo fue a dar dentro del bolsillo de su delantal. Se acomodó la ropa y continuó con paso ligero el pequeño trecho que la separaba la casa de Rosenda. 

Cuando entró en la cocina, su ahijada caminaba con nerviosismo de un lado a otro. El aroma de la mermelada de naranjas flotaba en el ambiente. Los ojos de la anciana se clavaron en Rosenda que, sabiendo que había actuado mal, bajó la cabeza para no enfrentar la mirada de su madrina. 

-Bendición madrina        

-Dios me la bendiga y me la guíe por buen camino, ahijada. Y ahora dígame, ¿qué buscaba ese tipo por acá?-Vino a ofrecerme plata. Quería que firmara un papel y él me daría el dinero para ampliar esto y poder fabricar más cantidad de productos.

-¿Y?        

-Y… yo casi firmo madrina. Ya sé que está mal, pero quiero seguir con esto, quiero ese dinero, quiero ampliar la cocina y contratar gente para poder vender más. Los productos se vendieron muy bien desde un principio, pero desde que me dio esos paquetes aromáticos, la venta creció de forma increíble. Yo cumplí la promesa de no abrir los paquetes madrina, pero ¿algún día me dará la fórmula para que yo los pueda hacer?

-Algún día quizás te la dé. Por ahora te los iré surtiendo yo. Acá te traje unos cuantos más. Pero no me cambie de tema… ¿qué más te dijo ese mala entraña?        

-No me dijo mucho, fue poco el tiempo que estuvo. Yo le dije que regresara cuando estuviera aquí Eulogio, y casi lo eché porque no se quería ir.        

-Hizo bien m’hija. Ahorita siéntese que quiero hablar con usté.        

-Sí madrina –dijo obediente la joven mujer, y se sentó frente a la anciana- usté dirá para qué soy buena.        

-Parece que últimamente para lo único que sos es buena para hacer conservas.        

-¿Porqué me dice eso madrina?        

-Porque hoy estuvo Eulogio a verme, y me contó algo que yo ya sabía sin que me lo dijera: que lo tenés abandonado. El pobre muchacho piensa que ya no lo querés, que dejaste de amarlo y no sé cuántas tonterías más. Ahora, te quiero preguntar algo. Yo quiero saber: ¿qué se siente al cambiar un marido por un tarro de conserva?        

-Pero… madrina… yo…  yo no lo cambié.        

-¿No? ¿Y qué hiciste entonces? Desde que empezaste con esto de las conservas, estás conservando todo menos a Eulogio. ¿Pero usté está loca m’hija? ¿En qué está pensando? ¿Dónde tiene la cabeza, carajo? –el tono de la voz era cada vez más fuerte y severo. Rosenda comprendió que la anciana tenía razón y se echó a llorar.        

-Perdón madrina. Es verdad, no lo pensé. La tentación de conseguir dinero fue más grande. Me imaginé todo lo que podría hacer y…  Además me gusta este trabajo, y no quiero dejarlo.        

-No tenés por qué dejar este trabajo. Vos bien sabés que yo soy una defensora de la idea que la mujer debe ser independiente económicamente del hombre. He visto más de un caso en que la mujer se quedó aguantando al marido por no tener manera de vivir sin el dinero de él. Seguí con esto, pero buscá la manera de atender las dos cosas.        

-Pero madrina, eso es imposible. Si me dedico a trabajar en esto, más los quehaceres de la casa, y todavía… ¡Eulogio! No puedo con todo.        

-Si querés continuar con lo de las conservas, poné a alguien que te ayude. Una, dos, las que sean.        

-Usté no entiende madrina. Si me pongo a pagar sueldos, voy a estar años para juntar la plata para ampliar acá. No, no, no… ¡Eulogio que se aguante! Y en vez de protestar tanto, que me ayude con las tareas que yo no puedo cumplir por falta de tiempo. Además, ya le dije que desde que le agrego a las conservas esos paquetitos que usté me trae, las ventas han aumentado más y más. Le repito madrina: espero que algún día me dé la receta.        

-Mire m’hija, lo único que le voy a dar por ahora es la paliza de su vida para que entienda lo que su madrina, que es vieja y sabe de esto, le está diciendo por su bien. Está muy terca, testaruda y desobediente, así que… esta vieja la va a hacer entrar en razón. Cuando termine con usté va a estar mansita como un corderito, ya va a ver –le dijo Marculina mientras se remangaba la ropa. Rosenda no podía dar crédito a sus oídos, y comenzaba a recular cuando su madrina la agarró del brazo y sentándose, la acomodó sobre sus rodillas. -¿Te das cuenta de algo? Yo fui la primera que te nalgueó cuando naciste. Y lloraste con muchas ganas en esa oportunidad. Te prometo que esta vez también lo harás.         

Las primeras nalgadas ni las sintió, pues se las estaba dando por encima de la ropa. Pero inmediatamente la vieja le subió las faldas y el culo de Rosenda quedó casi al aire, apenas cubierto por unas bragas de niña, de fondo amarillo y con pequeñas florcitas de colores. La curandera sonrió por la ingenuidad de la prenda, pero eso no hizo que bajara dureza de los azotes, sino que los iba incrementando cada vez más.          

Rosenda no podía creer que aquella vieja tuviera tanta fuerza en las manos, y comenzó a retorcerse. Cuando el picor era bastante insoportable, sintió la mano de su castigadora madrina que le bajaba las bragas a la altura de la rodilla, y sin darle ninguna tregua seguía nalgueándola.         

-Por favor madrina, pare de golpearme. Me duele mucho, siento mucho picor, basta por favor…         -Está bien m’hija. Póngase de pie.         

No tuvo que decírselo dos veces. Como un resorte la joven se paró y comenzó a frotarse las nalgas frenéticamente.         

-Ahora desnudate y poné la panza encima de esa mesa. Y agarrate fuerte del otro extremo.        

-¿Qué? Mire madrina, eso yo no…        

-Pero… ¿Cómo te atrevés a llevarme la contra? Siempre estuve convencida que tu padre nunca te azotó con suficiente fuerza, porque vos con tus caritas y súplicas siempre lo terminabas convenciendo. Pero conmigo no vas a poder ¿entendés? A mí no me conmueven tus gestos ni tus súplicas. Hoy vas a aprender… ¡obedeceme carajo! Y ponete como te mandé.         

Los ojos de la vieja despedían fuego, y Rosenda la conocía enojada. Más le valía obedecer sin decir nada. No solo porque no lograría convencerla, sino que la enojaría aún más y eso no era muy conveniente para sus nalgas. Así que se quitó toda la ropa y adoptó la posición que le había dicho la anciana.         

Mientras se desvestía, la vieja miraba y se regocijaba con el joven cuerpo de su ahijada, no con lascivia sino con admiración. La joven mujer tenía un cuerpo bello, con maravillosas curvas, senos túrgidos y sugerentes coronados con una bella aureola, las caderas firmes, las piernas largas y torneadas como una columna griega, la espalda perfecta, el cabello negro y brillante cayéndole en cascadas hasta tocar la cintura; la piel tersa, suave y blanca se había tornado de un rosa fuerte en la zona de sus nalgas. ¡Qué maravilloso culo tenía esa mujer! Redondo, respingón, dos hemisferios duros, apetecibles, deliciosos. Pensó en su juventud y recordó cuando ella también tenía un cuerpo como aquel. ¡Cuánto había gozado de su cuerpo! Había conocido las delicias del sexo y de los azotes gracias a su difunto marido. A diferencia de otros esposos, el de ella sólo la azotaba en las nalgas, con un amor y devoción como nunca había vuelto a ver.          

Cuando la chica estaba acomodada, le dijo:         

-El castigo va a ser duro, así que te ataré para que no te muevas.        

-Lo que usté diga madrina.        

-Así me gusta: que seas obediente y que vayas entendiendo que esto es por tu bien. Te ataré las manos a esta punta de la mesa. Quiero que ahora abras las piernas lo más que puedas.         

Los pies de Rosenda apenas tocaban el piso. En esa posición toda su intimidad quedaba a la vista. Los labios de la vagina mostraban una selva espesa y brillante cubierta de vellos negros. Rosenda se sentía sumamente avergonzada que su madrina la viera así, pero más vergüenza sentía porque se sabía excitada y mojada.          

-Bien, ahora te mostraré algo. –Se paró delante de la chica con una enorme cuchara de madera, una de las que ella usaba para revolver las mermeladas.- ¿Ves esta cuchara? Pues con ella te azotaré, para que cuando la veas te recuerdes de esta azotaína y no la uses más horas de las debidas.         

La madera era dura y dejó una marca redonda en la nalga de Rosenda. A veces sólo quedaba la marca de la cuchara, pero otras veces también aparecía parte del mango. El dolor se hacía más fuerte cada vez. Nunca le pegaba dos veces en el mismo lugar, pero llegó un momento en que ya estaba todo marcado. Las lágrimas caían por el rostro de la joven que lloraba sin consuelo. Oyó que la vieja dejaba la cuchara sobre el fogón y sintió que su mano la acariciaba, dándole un poco de descanso. Las manos de su madrina eran hábiles y sabían cómo masajear. Si bien le dolía cuando apretaba, al soltar el cachete el alivio era fantástico. Luego sintió cómo le colocaba un lienzo tibio sobre las nalgas.         

-Disfruta del descanso. Yo regreso enseguida, porque esto aún no terminó.         

Rosenda cerró los ojos y se concentró en el alivió que le estaba proporcionando aquella tela, que a pesar de lo tibia, estaba más fría que sus nalgas. Un silbido la sacó de la concentración. El sonido era conocido por ella, porque su padre también usaba una vara verde para castigarla. Miró para el costado y vio a su madrina con una larguísima vara parada a su lado. Era larga y fina, parecía un látigo. Doña Marculina quitó la tela y comenzó a azotarla.  Cada uno de los azotes dejaba una marca fina y roja en las nalgas de Rosenda. El dolor era lacerante, agudo y ardía como una línea de fuego. Cada vez que sentía un nuevo azote, la muchacha se contorsionaba, crispaba sus puños y echaba la cabeza hacia atrás en un vano intento de disminuir el dolor.  

Después de unos 20 azotes, la joven no tenía fuerza ni para moverse, apenas si se la oía sollozar. Volvió a sentir la mezcla de tibieza y frescor del paño húmedo, esta vez unido a unos suaves masajes. Estuvo así dos o tres minutos. Cuando abrió los ojos, doña Marculina estaba frente a ella y le mostraba unas hojas: eran ortigas. La chica no dijo nada, sólo comenzó a negar con la cabeza y a suplicar con la mirada, hasta que finalmente pudo lanzar un grito: 

-¡No, por favor no madrina, eso no! No lo hagas, eso es insoportable, prefiero que me sigas azotando, pero eso noooooooooo!!

-No sos vos quién decide –le dijo su madrina mientras se encaminaba hacia la parte posterior, donde ella no podía verla.         

La curandera vió aquel culo tan maltratado que no quiso tocarlo más. Pero la vagina estaba hermosa, rosada y con sus jugos chorreando, haciéndola brillar. Arrancó una hoja y la pasó alrededor del ano. Luego otra fue refregada en el clítoris. La entrada de la vagina y los labios tampoco se salvaron. El llanto de Rosenda era desconsolador. Se movía sin parar, pedía clemencia, juraba haber entendido la lección, pero su madrina permanecía inmutable. En pocos instantes las diminutas espinas de la ortiga habían inflamado toda la zona vaginal y anal de la chica. El picor era terrible, y no tenía forma de tocarse, al menos, para calmar el ardor.         

-Espero que esto te recuerde que debes cumplir con tus obligaciones de esposa. Espero que recuerdes que debes estar con tu marido y no sólo con tus conservas. ¿Podré quedarme tranquila de que aprendiste la lección?        

-Sí madrina, sí. Pero quitame este ardor por favor, ¡no lo soporto más!         

La anciana metió su arrugada mano en el delantal y sacó un frasco con una crema. Lo destapó con toda paciencia y tomando una pequeña porción entre sus dedos, comenzó a pasarlo por los mismos lugares que había pasado las ortigas. Luego se limpió la mano y tomó otra porción del ungüento. Esta vez lo pasó por las nalgas, en forma circular y utilizando las yemas de los dedos. Con la misma parsimonia con que había hecho todos los movimientos anteriores, tapó el frasco y lo guardó en su delantal.         

Rosenda comenzó a sentir un alivio inmediato. El picor cesó y el dolor en sus nalgas era cada vez más tenue. Sus manos ya no estaban presas, y podía mover las piernas a gusto: finalmente, su madrina la había liberado de las sogas.         

-Ahora andá y bañate. El dolor de las nalgas no se te irá, lo sentirás cada vez que te sientes, pero no te quedará ninguna marca. Espero que hayas aprendido la lección, porque si no estoy dispuesta a repetirla tantas veces como sea necesario para que te quede claro. ¿Entendiste?        

-Sí madrina.        

-¿Y cómo se dice?        

-Gracias madrina.        

-Muy bien m’hija. Me alegra saber que la lección sirvió para algo. Yo me voy para mi rancho, y usté prepárese que en cualquier momento llega su marido. A ver cómo se porta… -Se encaminó a la puerta cuando recordó el paquete- Ahí arriba del fogón te dejo los atados para las conservas. Acordate bien: las que están con hilo blanco son para los dulces, y las que están con hilo colorado son para los encurtidos.         

La vieja mujer salió sonriente de la casa y se encaminó a tu rancho. Ojalá que la azotaína hiciera que su ahijada cambiara el rumbo de su vida y de su matrimonio. Ella quería mucho a Eulogio, sabía que era un buen muchacho y que estaba profundamente enamorado de su niña. Ahora… debía tener mucho cuidado con el banquero. Y se lo iba a advertir al joven cuando lo viera pasar de vuelta para la casa.          

(Continuará) 

EL MEDIADOR

Autora: Ana K. Blanco 

Dedicado a mis inspiradores:

The Dark Phantom y el “Colo”

Los abogados suelen decir que a veces sus clientes se desnudan más frente a ellos que ante sus médicos, porque al abogado le muestran el alma, lo más íntimo, sus secretos más ocultos. Lo toman de confesor, le cuentan cosas que no se le dice a nadie más. Quizás ni siquiera al propio cura confesor. Eso le pasó a Jacinta Vargas, una señora joven, de unos 38 años, divorciada, con una hija, Daniela, de 16 años. Daniela representaba más edad por su cuerpo tan bien formado, y parecía más la hermana menor de la señora que su hija.            

El Doctor en Leyes Leonardo Matos recibió en su estudio a una mujer desesperada por la situación que estaba viviendo su hija. Al abogado le tomó bastante tiempo lograr que aquella madre le contara su tragedia. Comenzó por explicarle que ella era consciente que la niña despertaba pasiones con su voluptuoso cuerpo, pero esto ya era demasiado y tenía que hacer algo en forma inmediata.            

Daniela durante los meses de vacaciones, para tener su propio dinero y ayudar a su madre, trabajaba en un restaurante cuyo dueño, el señor Roldán, era un hombre cuarentón, casado y con hijos. Según le había contado la niña, este tipo la miraba y veía con ojos de lujuria, y muchas veces había intentado seducirla y habían llegado a tener relaciones íntimas. Aparentemente ahora que se acercaba el fin de la temporada, esta persona había dejado de tener interés en ella y había intentado despedirla sin más. No había aquí amor, sino la simple excitación y “calentura” del momento.            

La señora, muy compungida, contaba todo esto en medio de un mar de lágrimas y con el dolor lógico de una madre que sabe qué le han hecho a su única hija. Dolor, vergüenza, impotencia, deseos de justicia, eran sólo algunos de los sentimientos que expresaba con sus palabras y gestos.  El doctor Matos tenía una hija de más o menos esa edad e imaginó cuál sería su reacción si a su niña le sucediera algo similar. Su cabeza se llenó de palabras legales: corrupción de menores, violación, acoso sexual, coacción…  Necesitaba hablar con la niña antes de comenzar a tomar acciones a nivel judicial, así que le pidió a la señora Vargas que la llevara a su estudio al día siguiente.            

La “niña” medía un metro setenta y cinco y tenía más curvas que el circuito de Le Mans. El pelo negro y largo, lacio, brillante, enmarcaba un rostro de ángel con ojos marrones y pícaros. Estaba vestida como cualquier chica de su edad, pero no tenía el cuerpo de cualquier niña de su edad. La camiseta ajustada hacía resaltar su turgente busto, y la minifalda de jean hacía dudar si usaría ropa interior. Las piernas largas y torneadas sostenían una cola digna de una diosa griega. Luego de tragar saliva varias veces y apelar más veces a su profesionalismo, el abogado comenzó a interrogar a la muchacha.             

-Dime Daniela, ¿qué horario haces en el restaurante?           

-De once de la mañana a cuatro de la tarde de martes a jueves, y de seis de la tarde a once de la noche los viernes y sábados. Los domingos también trabajo de mañana y los lunes el restaurante cierra.           

-¿Qué horarios tiene el restaurante?           

-No entiendo qué tiene que ver eso con lo que me pasó.           

-Eres brillante niña –le dijo el abogado de forma halagadora – No tiene nada que ver, son solo preguntas para distendernos.

-¡Ah! Comprendo… de 11:30 a 14:30, y de 19:00 a 22: 30.           

-Bien, ahora… cuéntame qué tareas desempeñas allí, qué es lo que haces.           

-Pues barro y lavo los pisos, preparo las mesas para cuando llegan los clientes y ayudo en la cocina lavando o acercando los platos ya preparados a los que sirven las mesas.           

-Bien… ¿me cuentas quiénes trabajan en el restaurante?           

-Don Roldán y su familia: su esposa Teresa, sus cuatro hijos, y Patricia, la hermana de él. Es un restaurante pequeño, Teresa y su cuñada se encargan de la cocina, don Roldán hace las compras y se encarga del restaurante en general, y los hijos son los que sirven.           

-¿Ninguno de los hijos se ha propasado contigo?          

-Noooo –contestó con una sonrisa burlona- Son tres chicas y un varón. Juan es mi compañero de estudios, y sabe que no le doy ninguna chance de que me diga nada. Siempre que insistió, lo rechacé.           

-Daniela… debo hacerte unas preguntas más íntimas. Te ruego que me contestes sin pudores, con la mayor de las libertades y que seas sincera. Tómate tu tiempo pero contesta.           

-Sí señor… -dijo con una sonrisa que dejó en el abogado un cierto a sabor a… extrañeza.           

-¿En qué te basas para decir que  don Roldán se aprovechó de ti?           

-Porque… -bajó la cabeza y luego, levantándola apenas, le clavó una mirada con un contenido más de seducción que de vergüenza- él me hizo el amor.           

-¿Y tú se lo permitiste?           

-Es que… es que… me decía tantas palabras dulces, tantas cosas bonitas. Me decía que estaba enamorado de mí, que yo era hermosa, que me quería para él, que quería amarme cómo yo merecía ser amada…           

-¿Todo eso te decía? Vaya… Mira Daniela, no quiero avergonzarte. Cambiemos de tema por un momento, así tú puedes reponerte de esto que debe de ser muy difícil para ti…            

En realidad Daniela parecía más divertida que otra cosa. Parecía gozar del interrogatorio de Leonardo y no perdía oportunidad de mirarlo con ojos pícaros, de regalarle sonrisas descaradas y cruzarse de piernas más veces de las necesarias. El abogado era un hombre mayor, de más de 60 años, experimentado, sumamente ágil e inteligente, noble, decente y derecho… Algo no le estaba cerrando, pero llegaría a la verdad.            

-Dime Dani… ¿me permites llamarte así? Bien, dime… ¿en qué momentos se quedan solos tú y don Roldan?           

-Bueno… nunca –comenzó a ponerse nerviosa           

-¿Nunca? ¿Y cómo hizo él para decirte todo lo que te dijo?           

-Es que… me lo decía al pasar, cuando yo me lo cruzaba en algún sitio. A veces en la bodega, o en el depósito, entre las mesas del restaurante mientras yo trabajaba…            

-Claro, claro, tienes razón, no me había dado cuenta de que podía ser en esos momentos… -la niña sonrió con un gesto de victoria.           

-Pero… ¿y cuándo hicieron el amor? ¿En qué momento?           

-Fueee… un día… esteee… antes de que todos llegaran.            

-¿Antes de que todos llegaran? Pero… ¿a qué hora comienzan a cocinar en ese restaurante? Si tu entras de mañana a las once y de tarde a las seis… ¿cuándo preparan los alimentos? Si son dos personas, por muy rápidas que sean es imposible que tengan todo preparado en media hora o en una hora.           

-Es que… fue… esteee… fue un lunes. Es restaurante estaba cerrado. –se veía que la niña estaba inventando- Don Roldán nos citó sólo a limpiar a fondo…           

-¡Por supuesto! Qué tonto soy. Es verdad que el lunes no abren. Pero entonces… ¿qué hacías tú allí?           

-Don Roldán me invitó, me dijo que fuera de mañana, a las 8 y 30 de la mañana antes que llegara el resto y que lo pasaríamos muy bien. ¿Quiere que le cuente qué pasó y cómo pasó?           

-No, no es necesario. No quiero exponerte a tal vergüenza –le dijo el abogado con aire paternal.           

-No me molesta, está bien. Se lo aseguro –dijo la niña con total desparpajo.           

-Bien, me lo contarás, pero déjame hacerte otra pregunta, necesito saberlo para la denuncia penal, tú sabes… ¿qué día fue eso?           

-Fue… creo que…  el 24 de julio.           

-¿No recuerdas la fecha? –le preguntó mientras veía cómo la niña miraba de reojo el almanaque.           

-Sí… bueno, no con exactitud… sé que fue un lunes a fines de julio.                        

El paciente abogado se puso de pie. Caminó de un lado a otro con las manos en la espalda. Luego se sentó, se acomodó los lentes, se pasó la mano por su corto pelo canoso y le dijo:            

-Daniela… Es hora de mi medicamento. Voy por un vaso de agua y regreso enseguida. Ponte cómoda y espérame un momento por favor. ¿Quieres que te traiga un refresco u otra cosa?           

-No gracias, estoy bien.            

El doctor salió del escritorio y tardó un rato en regresar. Lo hizo junto a la madre de la niña que esperaba fuera. Se sentó en su escritorio con una sonrisa en los labios, pero eso no lo hizo perder su parsimonia habitual.            

-Daniela… debes estar cansada. Dejemos esto para pasado mañana. Vuelve con tu mamá y quizás comencemos con los primeros pasos legales.           

-Pero yo no estoy cansada.           

-Seguramente tú no, pero yo sí. Así que regresen pasado mañana, eh?           

-Por supuesto doctor, y gracias por todo –le dijo la señora Vargas.            

A la hora señalada aparecieron en el estudio jurídico madre e hija. El doctor las hizo pasar y todos tomaron asiento. Antes de comenzar a hablar, el abogado juntó las puntas de los dedos de sus manos, apoyó su cabeza en ellos y…            

-Señora Vargas… Daniela… ayer estuve con el señor Roldán en su restaurante -las mujeres se mostraron sorprendidas, pero la niña se puso fuera de sí.           

-¿Cómo? Pero… ¿cómo pudo ir a ver a ese hombre? ¿Por qué? Él es el malo, él es el que me dañó… usted no puede hacer algo así… -su voz denotaba nerviosismo, pero el sagaz abogado no dijo nada.           

-Daniela… yo le dí mi permiso al señor abogado para que hablara con el señor Roldán. Confío en el doctor, que también es mediador, y él lo creyó conveniente. Cálmate… Lo escuchamos doctor.            

Leonardo se puso de pie y con toda su calma comenzó a explicar las conclusiones a las que había llegado. La niña trabajaba en el restaurante muy pocas horas, y con toda la familia del hombre. No tenían tiempo físico para que Roldán hiciera lo que ella declaraba. También pensó que podría haberlo hecho en la privacidad de la bodega o el depósito, pero la bodega y los vinos estaban a la vista, en una habitación que se veía desde el restaurante, y el depósito estaba en la cocina y no tenía puerta. El día 24 de julio había sido feriado, y aunque la niña no había trabajado por ser su día libre, el restaurante igual había abierto. Daniela había estado todo el día con sus amigas, en el cine, en el shopping... El resto de los lunes de julio habían ido a visitar a los abuelos que vivían fuera de la ciudad, por lo que salían muy temprano en la mañana y regresaban por la noche…                       

-El señor Roldán me dijo varias cosas, entre ellas que él también tiene hijas de la edad de Daniela y que comprende su proceder señora. Daniela tiene una forma muy particular de mirar, tiene una mirada muy… digamos… pícara, y que cualquier hombre podría interpretar de una forma, digamos, equivocada. Pero el señor Roldán hizo caso omiso a las miradas e insinuaciones de Daniela. Y como prueba está dispuesto a hacerse cualquier tipo de exámen para demostrar que jamás ha tenido nada con ella. No tiene nada que ocultar. Y le creo. En cambio tú Daniela… has mentido y mucho.                        

Al verse descubierta Daniela bajó la vista por completo y trató de ocultarse bajo su enorme mata de pelo.            

-Daniela… ¡no es posible! ¿Otra vez? –le dijo la madre con mucho enojo. Leonardo la quedó mirando.           

-¿Cómo que “otra vez”? –le preguntó el asombrado abogado.           

-Sí doctor. Hace poco más de un año me peleé con mi familia porque hizo algo parecido con un pariente. Estoy harta de esto, así no puedo seguir viviendo.                       

Miró a Daniela y la agarró de los cabellos haciéndole echar la cabeza para atrás. El rostro de la jovencita reflejaba dolor y trataba de que su madre la soltara:            

-¿Sabes qué voy a hacer? Te voy a mandar internar con orden judicial, que un Juez se haga cargo de tí. Yo no puedo ni quiero seguir viviendo de esta forma, siempre metida en problemas por tu culpa… Pero no se preocupe doctor, que ahora cuando lleguemos a casa voy a “hablar” con ella.             

El gesto que hizo con la mano cuando dijo “hablar”, fue más que elocuente. Una azotaína era lo que recibiría la chica ese día. El veterano abogado sonrió.            

-Sra. Vargas… usted es su madre y yo no puedo meterme, pero… quizás no sea el método más adecuado.           

-Quizás doctor, pero le aseguro que es el único que ella entiende. Esta vez será la última que me meta en este tipo de problemas…           

-Repito señora: no creo que sea el método, pero usted es la madre y sabe qué es lo mejor para su hija.            

Se despidieron en la puerta del estudio y al marchar, oyó a la señora Vargas decirle por lo bajo:                        

-Ve preparándote porque te voy a dejar el culo como para remendar chupetes (mamilas, biberones, chupones). Zapatilla, cinto, vara… todo vas a tener… ¡¡y por más de un día!!... ya verás…            

Las amenazas se intercambiaban con leves empujones, y las palabras se fueron haciendo cada vez más lejanas hasta que dejaron de escucharse, al menos en los viejos oídos de Leonardo, que sonriendo se quedó imaginando la escena de esa madre azotando a su hija… y volvió a sonreír. 

Epílogo            

A la semana siguiente las dos mujeres regresaron al estudio. Cuando Leonardo las recibió las invitó a tomar asiento. La señora Vargas se sentó inmediatamente, pero Daniela se mantuvo en pie. La señora le comentó al doctor que había hablado finalmente con el señor Roldán, y que estaba todo aclarado.             

-…y Daniela está muy arrepentida de lo que hizo, ¿verdad mi amor? Creo que la “ayuda” que obtuvo por mi parte durante esta semana, le hizo comprender que no debe meterse con las personas mayores ni armar historias o fantasías que pudieran involucrar a gente decente en líos tan feos. ¿No es cierto que sientes mucho toda esta situación, que estás arrepentida y que entendiste todo mi amor?            

Daniela bajó la cabeza avergonzada, y asintió levemente. De forma instintiva llevó su mano derecha a la cola y se la refregó lo más disimuladamente que pudo. La señora Jacinta sabía cumplir con sus amenazas y Daniela lo tenía muy claro. 

El doctor en leyes Leonardo Matos, con esa sonrisa que lo caracterizaba, se echó para atrás en su enorme sillón. Había logrado cerrar un caso más usando sus dotes de mediador y sin llegar a los juzgados…

-- FIN -- 

Leila llevó a Bijou a montar a caballo al Bois.

Autora: Anaïs Nin

Editor: Fer

Leila, montando, estaba muy hermosa; esbelta, masculina y arrogante. Bijou era más exuberante, pero también más torpe. Cabalgar en el Bois era una experiencia maravillosa. Se cruzaban con personas elegantes y luego avanzaban por largas extensiones de senderos aisla­dos y arbolados. De vez en cuando, encontraban un café, donde se podía descansar y comer.

Era primavera. Bijou había tomado unas cuantas lecciones de montar y era la primera vez que salía por su cuenta. Cabalgaban despacio, conversando. De repente, Leila se lanzó al galope y Bijou la siguió. AI cabo de un rato moderaron la marcha. Sus rostros estaban arrebolados.Bijou sentía una agradable irritación entre las piernas y calor en las nalgas. Se preguntó si Leila sentiría lo mismo. Tras otra media hora de cabalgar, su excitación creció. Sus ojos estaban brillantes y sus labios húmedos. Leila la miró admirada.

–Te sienta bien montar –observó.

Su mano sostenía la fusta con seguridad regia. Sus guantes se ajustaban a la perfección a sus largos dedos. Llevaba una camisa de hombre y gemelos. Su traje de montar realzaba la elegancia de su talle, de su busto y de sus caderas. Bijou llenaba su atuendo de manera más exuberante: sus senos eran prominentes y apuntaban hacia arriba de manera provocativa. Su cabello flotaba al viento.

Pero ¡oh, qué calor recorría sus nalgas y su en­trepierna! Se sentía como si una experimentada ma­sajista le hubiera dado friegas de alcohol o de vino. Cada vez que se alzaba y volvía a caer en la silla notaba un delicioso hormigueo. A Leila le gustaba cabalgar tras ella y observar su figura moviéndose sobre el caballo. Carente de un estremecimiento pro­fundo, Bijou se inclinaba en la silla hacia adelante y mostraba las nalgas, redondas y prietas en sus pantalones de montar, así como sus elegantes pier­nas. Los caballos se acaloraron y empezaron a espumear. Un fuerte olor se desprendía de ellos y se filtraba en la ropa de ambas mujeres. El cuerpo de Leila, que sostenía nerviosamente la fusta, parecía ganar en ligereza. Volvieron a galopar, ahora una al lado de la otra, con las bocas entreabiertas y el viento contra sus rostros. Mientras sus piernas se aferraban a los flancos del caballo, Bijou rememoraba cómo había cabalgado cierta vez sobre el estómago del vasco. Luego se había puesto de pie sobre su pecho, ofreciendo los genitales a su mirada. El la había mantenido en esta postura para recrear sus ojos. En otra ocasión, él se había puesto a cuatro patas en el suelo y ella había cabalgado sobre su espalda, tratando de hacerle daño en los costados con la presión de sus rodillas. Riendo nerviosamente, el vasco le daba ánimos. Sus rodillas eran tan fuertes como las de un hombre montando un caballo, y el vasco había experimentado una excitación tal, que anduvo a gatas alrededor de la habitación, con el pene erecto.

De vez en cuando, el caballo de Leila levantaba la cola en la velocidad del galope y la sacudía vigorosamente, exponiendo al sol las lustrosas crines. Cuando llegaron a donde el bosque era más espeso, las mujeres se detuvieron y desmontaron. Condujeron sus caballos a un rincón musgoso y se sentaron a descansar. Fumaron. Leila conservaba su fusta en la mano.

–Me arden las nalgas de tanto cabalgar –se la­mentó Bijou.

–Déjame ver –le pidió Leila–. Para ser la primera vez no tendríamos que haber cabalgado tanto. A ver qué te pasa.

Bijou se desabrochó lentamente el cinturón, se abrió los pantalones y se los bajó un poco, volviéndose para que Leila pudiera ver. Leila la hizo tenderse sobre sus rodillas y repitió:

–Déjame ver.

Acabó de bajarle los pantalones y descubrió com­pletamente las nalgas.

– ¿Duelen? –preguntó al tiempo que tocaba.

–No, sólo me arden como si me las hubieran tostado.Leila las acariciaba.

– ¡Pobrecilla! –se compadeció–. ¿Te duele aquí?

Su mano penetró más hondo en los pantalones, más hondo entre las piernas.

–Me siento arder ahí.

–Quítate los pantalones y así estarás más fresca –dijo Leila, bajándoselos un poco más y manteniendo a Bijou sobre sus rodillas, expuesta al aire.- Qué hermoso cutis tienes, Bijou. Refleja la luz y brilla. Deja que el aire te refresque.

Continuó acariciando la piel de la entrepierna de Bijou como si fuera un gatito. Siempre que los pantalones amenazaban con volver a cubrir todo aquello, los apartaba de su camino.

–Continúa ardiendo –dijo Bijou sin moverse.

–Si no se te pasa habrá que probar algo más.

–Hazme lo que quieras.Leila levantó la fusta y la dejó caer, al principio sin demasiada fuerza.

–Eso aún me irrita más.

–Quiero que te calientes aún más, Bijou; te quiero caliente ahí abajo, todo lo caliente que puedas aguantar.

Bijou no se movió. Leila utilizó de nuevo la fusta, dejando esta vez una marca roja.

–Demasiado caliente, Leila.

–Quiero que ardas ahí abajo, hasta que ya no sea posible más calor, hasta que no puedas aguantar más. Entonces, te besaré.

Golpeó de nuevo y Bijou continuó inmóvil. Golpeó un poco más fuerte.

–Ya está lo bastante caliente, Leila –dijo Bijou; bésalo.

Leila se inclinó sobre ella y estampó un prolongado beso donde las nalgas forman el valle que se abre hacia las partes sexuales. Luego volvió a golpearla una y otra vez. Bijou contraía las nalgas como si le dolieran, pero en realidad experimentaba un ardiente placer.

–Pega fuerte –pidió a Leila.Leila obedeció y luego dijo:–¿Quieres hacérmelo tú a mí?

–Sí –accedió Bijou, poniéndose en pie, pero sin subirse los pantalones.Se sentó en el frío musgo, tumbó a Leila sobre sus rodillas, le desabrochó los pantalones y empezó a fustigarla, suavemente al principio, y luego más fuerte, hasta que Leila empezó a contraerse y expandirse a cada golpe. Sus nalgas estaban ahora enrojecidas y ardiendo.

–Quitémonos la ropa y cabalguemos juntas –propuso Leila.

Se despojaron, pues, de sus vestidos y montaron ambas en un solo caballo. La silla estaba caliente. Se apretaron una contra otra. Leila, detrás, puso sus manos en los senos de Bijou y la besó en un hombro. Cabalgaron un breve trecho en esta postura, y cada movimiento del caballo hacía que la silla se restregara contra los genitales. Leila mordía el hombro de Bijou y ésta se volvía de vez en cuando y mordía a su vez un pezón de Leila. Regresaron a su lecho de musgo y se vistieron.

Antes de que Bijou se abrochara los pantalones, Leila le besó el clítoris; pero lo que Bijou sentía eran sus nalgas ardientes y rogó a Leila que pusiera fin a su irritación. Leila se las acarició y volvió a utilizar la fusta, con más y más fuerza, mientras Bijou se contraía bajo los golpes. Leila separó las nalgas con una mano para que la fusta cayera entre ellas, en la abertura más sensible, y Bijou gritó. Leila la golpeó una y otra vez, hasta que Bijou se convulsionó.

Luego Bijou se volvió y golpeó con fuerza a Leila, furiosa como estaba porque su excitación no había sido aún satisfecha, porque seguía ardorosa e incapaz de poner fin a esa sensación. Cada vez que golpeaba sentía una palpitación entre las piernas, como si estuviera tomando a Leila, penetrándola. Una vez se hubieron fustigado ambas hasta quedar enrojecidas y furiosas, cayeron la una sobre la otra con manos y lenguas hasta que alcanzaron, radiantes, el placer.

Comentarios del Editor: Este es un maravilloso pasaje del Delta de Venus, escrito por la polifacética Anaïs Nin posiblemente por encargo, en donde se produce una de las mejores escenas de spanking entre mujeres jamás narrada. Espero que disfrutes de este pasaje tanto o más de lo que gozo yo mismo, cada vez que vuelvo a releerlo.

 

Misterios dolorosos

Por: Amada Correa

Hace falta más valor  para sufrir que para morir."

Napoleón Bonaparte

Mis vacaciones terminaron a comienzos de enero. De muy mala gana regresé a la ciudad, necesitaba aprobar dos materias en los turnos de marzo para estar en condiciones de cursar como alumna regular el último año.

Estudiar en  pleno verano con temperaturas de casi cuarenta grados resultaba una verdadera tortura, yo tenía muchos deseos de aprobar y, paradójicamente, muy pocas ganas de abocarme a los libros, por ese motivo resolví buscar una compañera de estudios.

Encontrar a esa altura del año alguien para estudiar juntos resultaba bastante difícil, no obstante coloqué un aviso en la cartelera del centro de estudiantes y dos días más tarde recibí un llamado telefónico de Nora Leroy. avisándome que estaba dispuesta a preparar aquellas dos materias conmigo.

Nora, a quien yo habría visto una media docena de veces en la Facultad, pero con quien nunca había conversado, era un par de años mayor que yo, trabajaba medio día en una oficina y vivía en casa de una tía viuda. Por lo que tuve que amoldarme a sus horarios.

Nora era una persona dulce, de carácter más bien tímido cuyo rostro sin ser bello resultaba armonioso pues reflejaba una extraña placidez. Yo me sentía muy a gusto con ella, tanto que en poco tiempo resultamos grandes amigas.

Una particularidad suya que me llamó de inmediato la atención era su ferviente religiosidad, pues no sólo cumplía los preceptos sino que además frecuentaba los sacramentos. Para una muchacha mundana como yo aquello resultaba algo insólito; de no haber sido por el afecto que sentía hacia ella y el respeto que me inspiraba quizás hasta me hubiera permitido hacerle algunas bromas. En cambio para complacerla muchos domingos acepté su invitación y la acompañé a misa.

Las horas que estudiábamos juntas eran bien aprovechadas, apenas nos permitíamos breves intervalos de descanso antes de regresar de nuevo a los libros.

La semana anterior al primer examen, su tía nos dejó solas para que yo me instalara en la casa. Ella viajó al campo a visitar una hermana, Nora pidió licencia en el trabajo, de ese modo, pudimos dedicarnos de lleno a repasar la materia.

La víspera del examen, como de costumbre, yo era un manojo de nervios, en cambio mi compañera estaba alegre, se mostraba más tranquila y confiada que nunca.

Me extrañaba, esa actitud suya porque la materia además de difícil era extensa, la mesa examinadora la componían tres de los profesores más exigentes de la Facultad y ambas sabíamos de antemano que algunos temas los llevábamos prendidos con alfileres, por lo tanto, si en esos puntos flojos llegaban a interrogarnos a fondo las posibilidades de salir airosas serían mínimas.

No pude menos que preguntarle qué le daba tanta seguridad. Me respondió que la Virgen nos ayudaría y, -agregó-, bajando el tono de voz: -Hice una promesa.

Ella y su tía eran devotas de Nuestra Señora de los Dolores, por ese motivo en un lugar destacado de la sala de estar se hallaba la clásica imagen de la Virgen rebozada con manto negro exhibiendo el corazón traspasado por las siete espadas con que de manera mística se representan sus peores sufrimientos de madre. 

En el examen nos fue muy bien a las dos. A mi me tocó rendir primera porque las listas se confeccionaban por orden alfabético. Después permanecí ansiosa en la puerta del aula, hasta que Nora apareció resplandeciente. Ambas habíamos aprobado con muy buenas calificaciones.

A la salida de la Facultad, a instancias de mi amiga, nos detuvimos en una de las iglesias para agradecer a la Virgen el feliz resultado de la prueba que acabábamos de superar.

Satisfechas y distendidas, pasamos el resto de la tarde viendo televisión, después de cenar decidimos acostarnos enseguida para comenzar a repasar temprano la materia que debíamos rendir la semana  siguiente.

En el dormitorio, dispuestas ya a meternos en cama, Nora, como todas las noches, se arrodilló al pie de la suya para rezar las tres avemarías, yo estaba a punto de tenderme en la mía cuando incorporándose dijo:

 -No te acuestes todavía, porque necesito que me ayudes a cumplir mi promesa… Dicho esto se dirigió a la cómoda, abrió el último cajón, del que extrajo algo envuelto en un trozo de terciopelo azul oscuro que dejó sobre la cama.

Al desenvolverlo quedó a la vista una recia correa de unos dos dedos de ancho por más o menos sesenta centímetros de largo, con empuñadura de hule en un extremo mientras el otro terminaba en forma redondeada.

Nora me alcanzó el instrumento pidiéndome que lo tomara, y pasó a explicarme que la promesa consistía en recibir siete severos correazos, en conmemoración de los siete dolores de la Virgen, que yo debía aplicarle.

Sorprendida por aquel insólito pedido me rehusé a cumplirlo. Nora previendo mi negativa, apeló a todos los argumentos a su alcance a fin de hacerme cambiar de opinión. Finalmente lo consiguió, pues aunque de mala gana terminé cediendo a sus deseos y antes que pudiera reaccionar, ella se tendió en la cama boca abajo y con gran rapidez se bajó la bombacha para quedar con las nalgas expuestas.

Vacilé bastante antes de descargar la correa y cuando por fin lo hice apremiada por ella que me instaba a golpearla, lo hice con tanto cuidado, que apenas lo sintió.

Molesta por mi reticencia y tal vez porque aquello se prolongaba demasiado, dijo que ese golpe no debía tenerse en cuenta porque yo debía descargar la correa con toda la fuerza de mi brazo de lo contrario la promesa no tendría ningún valor.

El tono apremiante e imperativo con que se dirigía a mi me amoscó bastante y puesto que así lo quería le apliqué un vigoroso azote, cuyo chasquido me dejó atontada.

Temiendo haberle causado un daño grave permanecí inmóvil observando si la correa había lastimado la delicada piel de mi amiga, pero sólo había dejado allí un trazo rojizo.

Nora aprobó ese azote pidiéndome que lo repitiera con más fuerza si era posible, y adelantándose a mis prevenciones agregó que no debía tener miedo de hacerle daño porque ella estaba acostumbrada…

De manera que, con el mismo rigor e intensidad le apliqué los seis azotes siguientes, espaciándolos como me lo indicara para intercalar entre uno y otro una breve jaculatoria.

Al cabo tenía las nalgas congestionadas y enrojecidas, supuse que debía dolerle bastante, sin embargo soportó los azotes con entereza desde el principio hasta el fin, sin que de sus labios escapara un solo quejido.

Me dirigí a la cómoda para dejar allí la correa, esperando entretanto que Nora se incorporara, pero la escuché decir que no había cumplido la promesa aun, pues debía recibir otros siete correazos, esta vez por ella, puesto que había hecho una doble promesa para que aprobáramos las dos…

Es asombroso cómo las circunstancias llevan a las personas a aceptar como algo natural cosas que momentos antes le provocaban repulsa, en este caso era yo misma quien lo experimentaba. Yo que, minutos antes me rehusaba a azotarla, de pronto, sin  vacilar volví a empuñar la correa…

Esta vez me animaba un indefinible fervor, Esperé a que Nora diera la orden de comenzar y, recién entonces,  la azoté con ganas atenta al estallido del cuero contra la epidermis observando fascinada como a cada azote la lonja copiaba la comba de las nalgas.

Yo tenía plena conciencia que consumábamos una suerte de ceremonia primitiva, un rito cruel, pero extrañamente embriagador, pues percibía que algo en mi interior se iba desbordando: mi corazón y mis sienes latían con fuerza en tanto mis entrañas ardían como fuego. Creo, no obstante, que en esos momentos nada hubiera logrado contener mi brazo.

Cumplida la serie de siete inclementes azotes, aguardé a que Nora se incorporara del lecho. Cosa que hizo con notoria dificultad y cierto embarazo, vuelta pudorosamente hacia la pared hasta cubrir sus partes más íntimas, que en ningún momento me fue dado entrever siquiera, pues durante todo el tiempo mantuvo las piernas muy juntas.

Una vez recolocadas sus prendas se encaminó hasta mí con los brazos abiertos, su rostro trasuntaba una beatitud desconocida. Me estrechó con fuerza y me plantó dos sonoros besos en las mejillas murmurando: -¡Gracias! ¡Gracias, querida, me has hecho un bien muy grande!... ¡Que la Virgen te bendiga!...

Aquello resultaba más de lo que mis nervios podían soportar así que prorrumpí en llanto. Una madeja de sentimientos encontrados atenazaban mi conciencia.

Por encima de todo experimentaba una enorme vergüenza por lo que acababa de hacer, aunque no me atrevía a admitirlo,  y mucho menos a confesarlo.

Mi manera de proceder en la ocasión me rebajaba a mis propios ojos, nunca me hubiera creído capaz de llegar al extremo de golpear  con saña a alguien a quien quería y estimaba, que además ningún daño me había hecho, sino todo lo contrario. Para mayor escarnio, ella me lo agradecía.

Llorando, pedía yo perdón compungida, prometiéndole que nunca más volvería a hacerlo aunque me lo rogara… -Me siento mal, Nora, me siento muy mal, -declaré entre sollozos-, yo no tenía ningún derecho a pegarte como lo hice… 

Nora acariciaba dulcemente mis cabellos, secando de a ratos mis lágrimas con tiernos besos mientras me mantenía estrechamente abrazada.

Por fin la angustia y los remordimientos que me corroían por dentro fueron cediendo ante las reconfortantes palabras de mi amiga.

Una vez calmada, intercambiamos el beso de las buenas noches para marchar cada una a su cama.

Me costó mucho, conciliar el sueño. Aquella azotaina había despertado en mí sensaciones desconocidas, que revelaron un lado oscuro de mi personalidad de lo que hablaré en la próxima.

Me acosté presa de un estado de confusión mental. Me hallaba excitada por mi participación en aquel episodio, a la vez me sentía humillada por haber cooperado voluntariamente a producirle dolor físico a otra persona, yo, -nada menos-, que hasta entonces me consideraba pusilánime e inofensiva, incapaz de matar a una mosca, pero  más extraño me resultaba haber sentido, -a pesar mío-, un oscuro goce al descargar azotes sobre la piel desnuda… Eso, especialmente, me colmaba de vergüenza...

En vano me repetía, que ella me lo había pedido, que hasta me había obligado, ninguna razón justificaba el disfrute que yo había experimentado al azotarla…

No obstante, lo más grave de esa noche de tensiones en que el sueño estaba lejano aun, era que no podía apartar de mi cabeza la imagen de esas prominentes nalgas enrojecidas cuyo recuerdo producía hormigueos en todo mi cuerpo… Las caricias que me prodigué para aplacarlos, me procuraron el alivio y descanso esperado.

Es verdad que a la luz del día las cosas se ven diferentes. Al encontrar a Nora tan bien dispuesta, alegre y animosa como siempre, los amargos remordimientos que me habían atormentado durante la noche, desaparecieron.

Sin embargo, por más empeño que pusiéramos en disimular lo sucedido la víspera y actuar como si nada hubiera pasado, el recuerdo de la azotaina se interponía entre las dos.

Yo espiaba cada uno de sus gestos y reacciones, percibiendo, a mi vez, que era observada por ella.

Para evitar explicaciones embarazosas, fingía yo concentrarme en el estudio, por su parte Nora, ¿exageraba también el contento que exteriorizaba o realmente lo sentía? Resultaba difícil saberlo, pero en todo caso me convencí que, en mi presencia, no se encontraba cohibida ni avergonzada

Reflexionando llegué a sospechar que existía algo perverso en su proceder pues, si bien no contaba con demasiados elementos de juicio y tampoco conocimientos como para asegurarlo, disponía de alguna información acerca del sadismo y también del masoquismo.

Años atrás en la biblioteca de mi primo había encontrado varios ejemplares de la versión en español de la  revista “Sexology” que despertaron mi curiosidad.

Recordé entonces que, en una de ellas, había leído un artículo sobre los componentes del sadismo. El nombre del autor y gran parte de los argumentos desarrollados allí los tenía olvidados, sólo recordaba muy bien la ilustración que acompañaba al texto.

Se trataba de un grabado antiguo representando a una mujer sentada con una joven atravesada boca abajo sobre las rodillas, inmovilizada en esa posición con las faldas recogidas y las nalgas al aire, recibiendo azotes con una vara empuñada por la dama.

El cuadro llevaba esta inscripción al pie: “Madre castigando a la hija por regresar tarde a la casa –grabado francés del siglo XVIII-”  debajo habían añadido la siguiente frase: “En los padres que azotan a los hijos se advierten a menudo rasgos sadistas.”

Recuerdo esos pormenores porque la figura en cuestión me pareció completamente absurda y ridícula, a punto tal que me causó risa más que impresión; en cambio, de la nota, llamó mi atención una frase que también recuerdo de memoria: “por extraño que parezca hay personas que derivan gratificación sexual de los azotes recibidos, así como quienes los propinan.” 

El tema de la revista, si bien en su momento constituyó para mi una revelación, nunca llegó a interesarme del todo, otras cosas del complejo entramado del placer acaparaban mi curiosidad. Hasta que, relacioné aquellas viejas lecturas con el comportamiento de mi amiga; fue entonces, que surgieron mis recelos por las posibles implicancias sexuales…

Podía equivocarme en cuanto a las verdaderas intenciones de Nora, creo que obraba por devoción, pero yo no podía engañarme, había percibido con claridad la relación azotes-sexo, de otro modo, hubiese permanecido impasible.

De todas maneras a partir de ese hecho mi existencia cambió, la experiencia de esa noche obró como disparador, fue una puerta entreabierta hacia un mundo desconocido, que me urgía explorar.

Una oleada de interrogantes colmaba mi cerebro, aparecían durante la noche, como las mareas, paulatinamente inundaba mis pensamientos.

Como jamás en mi vida me habían aplicado castigos corporales, una de mis mayores inquietudes consistía en descubrir qué se experimentaba en esos trances. Por más que intentara colocarme en la situación de recibir azotes, -la sola idea me excitaba-, sin embargo no pasaba de ser, en todos los casos, una estéril representación mental.

Pensaba también que, si llegara a probarlos en algún momento, el dolor, con seguridad, me provocaría suficiente repulsa como para alejar de mi cabeza para siempre esas locas ocurrencias.

De la oficina convocaron a Nora con urgencia, de manera que quedé sola en su casa por espacio de unas horas, pues ella me adelantó que no regresaría hasta pasadas las once.

Ese hecho casual me proporcionó la ocasión que esperaba. Había resuelto concretar de una buena vez la experiencia aplicándome yo misma algunos azotes. Así  que una vez asegurada la ausencia de la dueña de casa, fui hasta el cajón de la cómoda donde guardaba la correa.

La desenvolví y durante unos instantes la estuve contemplando sin resolverme a empuñarla. Temblando, -ignoro si de emoción, de ansiedad, o de miedo-, la probé primero ligeramente sobre la ropa. No sentí dolor, apenas percibí el golpe, pero fue suficiente para decidirme.

Quería hacer las cosas bien, ya que sería aquella mi primera azotaina,  -quizás también la última-, debía aplicarme la correa como corresponde, es decir desnuda.

Elegí la tranquilidad del cuarto de baño, donde, movida por un incomprensible sentido de recato puesto que estaba completamente sola, trabé la puerta.

Creo que al comienzo pensé en quitarme la bombacha nada más, pero como no encontraba forma de mantener la falda recogida en la cintura y no había otra manera de aplicarme los azotes que no fuera de pie o arrodillada, opté por desnudarme casi del todo, me quité la falda y también la blusa para dar mayor libertad de movimiento a los brazos, conservé puestos solamente el sostén y las sandalias.

Con el corazón batiendo alocadamente dentro del pecho, empuñé con firmeza la correa y empleando toda la fuerza de mi brazo la hice describir un rápido giro hasta que el extremo impactó con estrépito en mi nalga derecha.

Sorpresa, dolor, calor, ardor y excitación… supongo que esa fue la secuencia de impresiones que agitaron mi ser. Dejé pasar unos segundos antes de repetir el golpe, que al dar en el mismo sitio que el primero esta vez causó bastante más dolor y, con la piel ya sensibilizada, el tercero resultó más lacerante aún.

Resolví entonces cambiar de mano para alcanzar la nalga indemne, a la que también apliqué tres recios correazos.

El dolor, pero tal vez más que éste, el deseo de contemplar el resultado en el espejo, pues la temperatura y ardor de la piel castigada me indicaban que los azotes habían dejado sus marcas, me impulsó a concluir el autoimpuesto castigo.

El espejo corroboró mis presunciones, en parte mis nalgas estaban al rojo vivo, pero el dolor inicial había cedido el paso a un ardoroso cosquilleo… A partir de ese momento un nuevo mundo se abrió para mí

La Siesta

Por: Amada Correa

“EL AMOR Y  EL ORO, RESULTAN  IMPOSIBLES
 DE  ESCONDER POR  MUCHO TIEMPO ”
Refrán Popular

Su hermana y su cuñado terminaron por convencerla.
 
A los sesenta y un años de edad y cinco de viudez, Magdalena estaba acostumbrada a vivir sola, no necesitaba ninguna clase de compañía, con Obdulia que tres veces por semana venía a ayudarla con la limpieza, además de lavarle y planchar la ropa, le bastaba.

Cuando le recomendaron tomar a su servicio una jovencita del campo, -los chacareros tenían por costumbre colocar a las hijas como domésticas en casas de familia y a los hijos como mandaderos en comercios del pueblo a condición que los enviaran a la escuela o les enseñaran algún oficio-. ella se negó de plano.
-No he tenido hijos, bueno sería que a mi edad me ocupe de criar hijos ajenos. Argüía cuando planteaban el asunto.

Una noche angustiosa a raíz de una caída que pudo ser grave, la persuadió que tenían razón aquellos que le sugerían la compañía de alguna persona joven.

De esa manera Amanda pasó a formar parte de su existencia. Se la recomendó el cuñado que tenía de arrendatarios a los padres. La chica era la tercera de nueve hermanos y estaba por cumplir catorce años cuando entró a su servicio.

Al comienzo la viuda la ocupó con reservas, pero Amanda era humilde, un poco torpe tal vez, no obstante bien dispuesta y de buen carácter, tanto que terminó por habituarse a ella y fue cobrándole cada vez más aprecio.

Poco a poco la muchacha fue ganando la confianza y el afecto de su quisquillosa patrona, que no tardó en tratarla como una hija y además de las tareas de la casa le enseñó a coser, tejer y bordar.

Pasaban el día juntas, ocupadas en las mismas tareas compartiendo todos los momentos, escuchaban los radioteatros mientras hacían labores, tomaban mate y los domingos iban a misa y al cine.

Las únicas horas que no compartían eran las de sueño, -por la noche y a la siesta-, en las que cada una se retiraba a su habitación.
Aunque la relación entre ellas no siempre resultaba apacible, Amanda era torpe y como su patrona, tenía pocas pulgas,  muchas veces corría el riesgo de recibir de ella algunos sopapos.

 En esas ocasiones Magdalena se contenía porque la chica le inspiraba lástima. Resignada, la pobrecita, hacía pucheros encogida de miedo esperando el castigo, ese gesto de sumisa indefensión desarmaba a la mujer que, conmovida, optaba por bajar el brazo.

En un medio tan pequeño como aquel, no era un secreto para nadie que en el hogar de esos chacareros brutos, hartaban de palizas a los hijos. Su madre y también el padre, -según ella misma contaba-desde chiquita la traían a latigazo limpio… A doña Magdalena tal proceder le causaba repulsión.

Algo más de año y medio llevaban viviendo juntas, en ese lapso la criatura delgaducha y macilenta recién llegada del campo se había transformado a la sombra de su patrona en una agraciada mocita de tentadoras formas y delicadas maneras.

 Doña Magdalena, que disfrutaba de un buen pasar, tenía algunas debilidades, entre las más notorias: ínfulas de mujer elegante, que la llevaban a lucir lo último de la moda. No podía por consiguiente, permitir que su doncella anduviera mal entrazada, de manera que Amanda, -merced a esa debilidad de la patrona-, disponía también de un conjunto de vestimentas que contribuían a realzar sus juveniles encantos… 
 
 La figurita de Amanda, resultaba ya la de un pimpollo que inquietaba al elemento masculino del pueblo, permanentemente atento a la floración de beldades locales. Pero así como agudas espinas resguardan las rosas, la altiva viuda custodiaba aquel capullo.

 ¿En qué momento consiguió Héctor Lamura Alias “El Flaco” atraer la atención de Amanda? ¿Cuándo consiguió eludir la pertinaz vigilancia de doña Magdalena? ¿De qué medios se valió para enamorarla? Son incógnitas que permanecerán sin resolver, ante los sucesos sólo caben conjeturas.

 Se encontraban todos los días a la hora de la siesta en el fondo del patio, a escondidas, -desde luego-. Amanda recogía la mesa, lavaba la vajilla y limpiaba la cocina a toda prisa, mientras doña Magdalena descansaba en su cuarto.
Cuando escuchaba la señal de su amado: un largo silbido modulado de manera inconfundible, daba por terminada las labores, después de secarse las manos y desembarazarse del delantal corría al encuentro del novio en el antiguo gallinero.

Allí al abrigo de miradas extrañas, en un ángulo sombrío se entregaban a las prácticas que, con mayor o menor reserva y precauciones, llevan a cabo todos los enamorados del planeta desde que el mundo es mundo, que por obvias y reiteradas no vale la pena describir.

 ¿Cómo se anotició del romance clandestino Doña Magdalena? ¿Por intuición? ¿Por advertencias? ¿Por pura casualidad? ¿Por alguna evidencia?... No se sabe, lo concreto es que del estado de sospecha pasó raudamente al de certeza.
Comprobarlo con sus propios ojos y abalanzarse como un rayo sobre la pareja le demandó a la airada señora un solo instante.

El galán, con los pantalones a medio abrochar, alcanzó trepar la tapia y, en milésimas de segundo, ganó la calle; en cambio la doncella, dispuesta como se encontraba a consumar el informal himeneo, quedó allí mismo petrificada de espanto…

La intervención de la dueña de casa, aunque desgraciada e inoportuna para los enamorados, resultó, conforme a la moral de la época, providencial al impedir consecuencias irreparables.

Desgraciada para Amanda por lo que sucedió a continuación, inoportuna para “El Flaco” quien en el preciso momento que estaba por hincar el diente, acabó en medio de la calle sin el pan y sin la torta…

La patrona, con la drástica determinación que interrumpiera el íntimo coloquio, resolvió la despedir a la doncella.

La viuda intachable que durante más de cinco años había permanecido fiel a la memoria del difunto esposo, no podía bajo ningún concepto permitir actos de libertinaje en su propia casa… ¡Delante de mis propias narices debería decir! 
-¡Puerca!... ¡Desvergonzada!...¡ Marchate inmediatamente de mi vista... Andá a preparar tus cosas porque voy a avisar a tu casa que vengan a buscarte!... ¡No quiero tenerte un minuto más aquí!

A medida que la indignación de la dama aumentaba su figura aparentaba crecer hasta alcanzar dimensiones gigantescas, por contraste el físico de la culpable parecía ir empequeñeciéndose cada vez más Tal la impresión que cada una de las protagonistas experimentaba en la circunstancia.

Al escuchar el veredicto condenatorio la infeliz Amanda, que hasta ese momento se había limitado a llorar en silencio, sin alzar la cabeza, prorrumpió en desesperadas súplicas…

-¡Por el amor de Dios, señora!...¡Por lo que más quiera!... ¡No me eche!... ¡Ay de mí, en casa me molerán a palos!... ¡Ay! ¡Perdóneme por favor!... ¡Haré lo que usted me pida!... No quiero volver a casa… ¡Ay! ¡Ay! ¡Usted no se imagina el castigo que me van a dar!

-¿Pensás acaso que merecés un premio, puerca? ¡Una gran paliza es lo menos que te corresponde desvergonzada! En el lugar de tus padres, yo te daría una soberana paliza por cada una de las veces que lo hiciste! ¿Porque esa cochinada de hoy la vienen haciendo desde hace rato, no?...

Como la muchacha enmudeciera anonadada por la filípica, la patrona exigió:
-¡Vamos contestame! ¿Cuántas veces lo hicieron?... ¡Decimelo!

Con un hilo de voz Amanda respondió:
-Nunca lo hicimos, señora…

Doña Magdalena, imprimiendo más potencia a su voz y en tono sarcástico insistió:
-¿Pretendés que te crea?... ¡Mentirosa de porquería!... ¿Te estás burlando de mi?...

La interpelada negó con la cabeza y extrayendo fuerzas de la difícil situación, exclamó:
-No, señora…No le miento… ¡Se lo juro por Dios! Uniendo la acción a la palabra formó una cruz con los dedos y la besó. “-Eso” no lo hicimos nunca  señora.
Se expresó con tanta vehemencia que la mujer le creyó, aunque se abstuvo de manifestarlo, para humillarla un poco más todavía agregó…

-¡Ah, no!... ¿Qué hacían entonces?... ¿Qué estaban haciendo recién?... Ante el silencio de su interlocutora, insistió: ¡Vamos decime que hacían a la hora de la siesta! ¡Contestame sinvergüenza!

Luego de un momento de vacilación, tratando de encontrar alguna esperanza de perdón en aquel bochornoso interrogatorio, con un hilo de voz musitó: -Me besaba…lo besaba…nos besábamos…

-¿Nada más? Tronó la voz inquisidora, para añadir: -No  creo que se besaran solamente… ¿Qué otra cosa hacían?

Tartamudeando Amanda respondió: -Nos acariciábamos…

-Eso quería oírte decir… Exclamó con aire triunfal Doña Magdalena. O sea que se toqueteaban ¿No es así? Como la chica asintiera con la cabeza que mantenía gacha, la mujer arremetió: -Y vos, -¡buena pieza!- dejabas que él te manoseara por todas partes… ¿Verdad? 

Roja como la grana, Amanda continuaba asintiendo en silencio. –Seguro que vos también lo toqueteabas a él. Dijo y sin esperar la respuesta arriesgó la pregunta clave: -¿Cuándo se manoseaban él nunca te exigió que lo hicieran?...

Volvió a apremiarla para obtener respuesta. Con voz desfalleciente la doncella declaró: -Siempre me lo pedía, pero yo tenía miedo y me negaba…El decía que si yo lo quería de verdad teníamos que encamarnos… él amenazaba con largarme si me seguía negando, entonces yo lloraba… “Tenemos que encamarnos porque nos queremos”, decía para convencerme… Yo le rogaba que esperáramos un poco todavía…Entonces…

-Entonces, ¿qué?... Urgió Doña Magdalena, impaciente con los balbuceos de la acusada. ¡Vamos de una vez!

-Entonces me pedía que…que se lo agarrara…para calmarlo, decía… y yo… yo… Los sollozos sacudían su cuerpo impidiéndole continuar.

-Y vos hacías lo que él quería, ¿no es así?... Y también, -¡asquerosa! te lo ponías en la boca…¿verdad?... Amanda asentía sollozando cada vez con más vehemencia, hasta que cayo de rodillas suplicando:
-¡Basta por Dios, señora! Le he dicho toda la verdad, me porté muy mal con usted… Sé que merezco que me castiguen por todo lo que hice, no me importaría que usted me pegara hasta cansarse… puede pegarme con lo que quiera…pero por el amor de Dios no me eche de aquí… ¡Se lo ruego señora!...

 Doña Magdalena, deseaba quedarse a solas para poner un poco de orden en sus pensamientos, por ese motivo despachó a la muchacha a su habitación no sin antes recordarle que fuera preparando sus cosas.

En su cuarto, la desconsolada Amanda, se echó de bruces sobre la cama para continuar con el llanto. Mientras en el comedor, sentada en su sillón favorito al lado del receptor de radio, la dueña de casa, repasaba los hechos y cavilaba sobre el partido a tomar.

Luego de reflexionar a lo largo de media hora, durante la cual sopesó todos los pro y los contra, resolvió conservar a Amanda con ella. El motivo principal, -se dijo a si misma- era buscar una reemplazante, porque no quería quedarse sola. Existían además otras razones, en particular el vínculo de afecto que, a pesar del disgusto, la ligaba a esa criatura era, -aunque de momento se negara a reconocerlo-, la razón principal de aquella decisión.

La congoja, el arrepentimiento y la sinceridad de la chica, la predisponían a su favor, aunque pesaban en contra los principios rectores de su existencia, así como la honorabilidad y buen nombre de su casa que indecentemente Amanda había pisoteado…

-Perdonarla, estaría bien de mi parte…razonaba. Pero no, hacer borrón y cuenta nueva como si aquí no hubiera pasado nada, eso no me convence… No sería justo, así esa descarada de alguna manera se saldría con la suya…

De manera que, para volver a lo de antes no debía concederle el perdón graciosamente, entonces, como medida previa había que hacer justicia, de una sola manera: castigándola como correspondía.

Para recordarle sus faltas, tenía para elegir varios tipos de castigos, uno de ellos, mantenerla confinada en el cuarto después de cumplir con sus tareas sin permitirle salir de la habitación ni escuchar radio, otro imponerle trabajos desagradables o humillantes como obligarla a permanecer de plantón con la cara vuelta hacia la pared todos los días durante varias horas y, en ese lapso, no permitirle compartir  la mesa con ella…

Ninguna de esas variantes la conformaban, pues carecían de la severidad suficiente para escarmentarla… -¡Un escarmiento!…¡Esa es la palabra adecuada!  -se dijo- Llegó así a la conclusión que el único tratamiento adecuado para el caso era propinarle la severa paliza que tantos temores le inspiraba.

Fue así como la idea de la paliza la convenció por completo. Doña Magdalena no poseía experiencia alguna en materia de palizas, no recordaba haberlas recibido nunca, menos aún haberlas propinado, pero disponía, en cambio, de un enorme sentido práctico, que le permitió programar minuciosamente todos los pasos a seguir.

Por de pronto, resolvió no anticiparle su propósito, dejaría que en soledad continuara Amanda ignorando su suerte, la posibilidad que la decisión de echarla se mantuviera debía afligirla hasta el momento mismo de proponerle el castigo.

Entretanto se dedicó a preparar los elementos necesarios. Con la tijera de podar en mano se encaminó al laurel de jardín que adornaba un rincón del patio, seleccionó allí una vara del grosor de su dedo pulgar, la cortó en ambos extremos, e inmediatamente la curvó con ambas manos para comprobar su flexibilidad.

Del ropero sacó después el cinturón de tela de una de sus batas y un pañuelo de gasa. Con la vara debajo del brazo y los otros dos elementos en la mano se presentó en el cuarto de Amanda, quien al oír la puerta se incorporó de golpe.

Sin darle tiempo a reflexionar, la señora le dijo: -Amanda, veo que todavía no has preparado tus cosas… ¿Estás pensando que puedo perdonarte, verdad? Yo he pensado bastante en tu mal comportamiento y a pesar de todo estaría dispuesta a perdonarte, pero… Hay un inconveniente, si yo te perdono así porque sí, vos te vas a salvar de una paliza lo que sería muy injusto. ¿No te parece?... Entonces tendrás que elegir: o te vas a tu casa y la paliza te la dan allá o te quedás conmigo y en ese caso la paliza te la doy yo ahora mismo… ¿Qué decís?...

-Que me quedo, señora. Respondió la muchacha con resolución mientras sus distendidas facciones revelaban el alivio que sentía. La mujer la observó unos instantes para agregar después:

-Para que no te confundas, te prevengo que sigo tan enojada con vos como al principio y que la paliza que pienso darte te va a resultar muy, pero muy dolorosa…¿Ves esta vara? Puso delante de los ojos de la doncella la rama del laurel de jardín. Acabo de cortarla, parece hecha de goma, ¿ves qué blandita es? Para demostrarlo la hizo cimbrar en el aire. Todavía estás a tiempo de marcharte… Una vez que te desnudes y te ate al pie de la cama ya no vas a poder arrepentirte…

Ella sabía de antemano que la muchacha no se echaría atrás, continuaba hablándole sólo para prolongarle el sufrimiento moral que a su criterio formaba también parte del castigo y para informarle además la manera cómo había resuelto aplicarle la vara.

-Bueno, ¿qué hacemos, te vas o te quedás?

-Me quedo, señora… Me quedo.

-Entonces empezá a sacarte la ropa…¡ Todita la ropa!…

Amanda, estaba descalza, llevaba encima apenas un sencillo delantal de algodón estampado cuyos botones comenzó a desprender con  mal reprimido nerviosismo. Era la primera vez que se mostraría completamente desnuda delante de la señora.
Cuando estaba dentro de la casa debajo del vestido no llevaba corpiño, ni medias, únicamente la bombacha, de manera que desnudarse le llevó muy poco tiempo.
Durante la operación Amanda mantuvo la vista baja esquivando la mirada de su patrona, cuyos ojos en cambio recorrían con un dejo de envidia el cuerpo desnudo de la muchacha.

Doña Magdalena que en su juventud poseyera una cuidada figura era consciente de los estragos del tiempo: la elasticidad de sus formas y la tersura de su piel  iban perdiendo día a día firmeza y lisura. El espejo, que consultaba a menudo, le revelaba de manera impiadosa e inapelable todas esas señales de decrepitud.
Pensaba en todo eso mientras observaba las espléndidas carnes de la joven… De pronto, un sentimiento ruin, -del que no tardaría en avergonzarse-, le proporcionó la satisfacción de saber que tenía en sus manos el instrumento y el modo de apabullar la insolente soberbia de ese cuerpo.

La mujer depositó en la cama la vara de laurel y el pañuelo, enseguida ordenó: -¡Estirá los brazos! La chica, con la vista clavada en el suelo obedeció…

Magdalena rodeó con el cinturón de la bata ambas muñecas e hizo un nudo no demasiado ceñido aunque lo suficientemente firme para que los tirones no pudieran aflojarlo ni deshacerlo, después la hizo girar para enfrentarla a los pies de la cama de hierro, haciendo que pasara los brazos por encima del primer travesaño, después ligó los extremos del cinturón al segundo, de esa manera el cuerpo de Amanda quedó pegado a los barrotes de la cama y a causa de la escasa longitud de la improvisada cuerda quedó ligeramente curvada hacia adelante.

Aunque en aquella posición se hallaba prácticamente inmovilizada, la mujer reparó que no había tenido en cuenta sujetarle las piernas… En medio del dolor de la paliza en un intento desesperado por librarse de los azotes podía alcanzarla a ella con un puntapié. Para subsanar el olvido, extrajo de la cómoda de la chica un par de medias, con ellas le rodeó los tobillos anudándolas también.

El aspecto que ofrecía Amanda era lastimoso. El último detalle fue el pañuelo.
 
–Me imagino, -le susurró al oído-, que no querrás que los vecinos oigan tus gritos, ¿no es así?... Entonces vas abrir bien la boca para que te coloque el pañuelo…Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de la doncella, preludio de las que no tardarían en aflorar…

Doña Magdalena esperó unos minutos antes de comenzar con el vapuleo. Había resuelto actuar sin prisa, tomarse un tiempo entre varazo y varazo y observar las consecuencias, de ese modo, -pensaba-, la paliza surtirá el efecto buscado…
La vara describió una parábola antes de impactar en el medio de ambas nalgas… el cuerpo de la muchacha se crispó, la cama chilló y de su boca salió un gemido ahogado por el pañuelo…

-Esto te pasa por desfachatada, por puerca, por indecente, por sinvergüenza. Declamaba con voz calma la mujer mientras aprontaba el segundo golpe que, como el anterior dio de lleno en las convulsionadas nalgas dejando en ellas una estría rutilante provocando renovados estertores de dolor… -Para que no se te olvide… Remachó la dama sentenciosamente.

Uno…dos…tres… Diez varazos, matizados por consejos y reproches… Diez más no fueron suficientes para agotar el repertorio y los Diez sucesivos tampoco… La fuente de las lágrimas agotó su caudal… Amanda era un guiñapo de carne temblorosa y congestionada cuando Doña Magdalena se declaró satisfecha…

 Liberada de las ataduras, Amanda cayó despatarrada en la cama con el cuerpo sacudido por hondos sollozos. A pesar del convencimiento de haber obrado como correspondía, doña Magdalena no pudo evitar condolerse de la pobre muchacha… Al fin de cuentas la carne es débil… A su edad también me pudo haber sucedido a mi…El lejano recuerdo del asedio de un primo con quien jugaban a ser novios en lugares oscuros, apareció de repente arrancándole una tierna sonrisa…

Volvió del cuarto de baño con un pote de crema, se sentó en el borde de la cama y con mano maternal comenzó a untar las partes más dañadas de la piel. Comprobó que no había lastimaduras, aunque si numerosos cardenales y moretones.

La patrona le aplicaba la crema con delicadeza, con la misma suavidad de una caricia. Amanda había dejado de llorar aunque a veces el roce de la mano le provocaba contracciones involuntarias.

-¿Cómo te sentís?... Preguntó.

-Un poco mejor señora…

-¿Duele mucho?

-Un poquito, señora… ¿Sigue enojada conmigo?...

-No, Amanda, ya no estoy enojada con vos…

-Entonces me siento mejor…¡Gracias señora!

…………………………………………………………

-¿Podés levantarte?

-Creo que sí…

-Te ayudo a vestirte…Apurate, está por empezar el radioteatro de las cuatro…Mientras yo prepararé el mate…
 
Epílogo

A pesar de los buenos propósitos de ambas mujeres las cosas no volvieron a ser exactamente como antes, consciente de la debilidad de la carne, a la hora de la siesta Doña Magdalena tomaba la precaución de encerrar a Amanda bajo llave en el dormitorio cuya ventana tenía rejas y, por si acaso, mantuvo siempre a mano una vara de laurel de jardín…

Cinco años después de los sucesos narrados, Amanda, virgen todavía, se casó con un buen hombre… 

El Convento

Autora: Shevishana

Durante el año de recopilación de datos y pruebas el profesor Herrera me enseño multitud de técnicas, TAT, Test de Roscshtar, entre otros. Y por fin llego la hora de lleva a cabo un trabajo de campo.

A lo largo del año anterior, todos los miércoles en su descolorido despacho había sido inevitable hablar sobre el instrumento que presidía el despacho, aquel enorme paddle, asimismo me enseño otros que tenia guardados, en un cajón con llave por ser estos muy antiguos. Poseía tawses, paddles, y todo tipo de armas de castigo. Se notaba que le entusiasmaba el tema, y a mi se me debía notar a la legua, aunque lo tratara en vano de tapar con un interés meramente intelectual. Pero tener esas paletas en las manos, uf. No podían por menos que hacerte temblar.

Incidimos sobre los castigos físicos y la repercusión que estos tienen en la conducta humana, de una parte la redención, y en otra menos conocida el placer. Estudiamos conductas sadomasoquistas, y como estas habían sido utilizadas en la publicidad. Mujeres de cuero para anunciar colonias, pequeñas lolitas, susceptibles de recibir unos azotes, una joven caperucita que roba el perfume Chanel, mientras el masculino lobo se somete y se limita a aullar. Todo tenia un objetivo básico. La persuasión usando el fetichismo como instrumento.

Así de este modo decidió indicarme que el tema de mi trabajo de campo serian los azotes, los castigos físicos, y las instituciones donde se han usado o aun se usan. Para ello me proporcionaba la universidad una beca, para visitar lugares donde se estudiase el tema, o bien sitios donde aun se llevaran a cabo.

Comencé, pues mi trabajo. En primer lugar me mando a Salamanca. Al parecer existía un convento en las afueras, donde aun hoy día se impartían castigos físicos. Se trataba de un lugar de recogida de muchachas de familia bien, que por una u otra razón necesitaban ser enmendadas. Habían madres prematuras, chicas cazadas por sus progenitores fumando o realizando el acto sexual, chicas que habían confesado su homosexualidad en un retrogrado seno materno, etc. Si bien antiguamente hubieran reconducido la vida de estas jóvenes hacia las contemplaciones seglares, en este caso se limitaban a impartirles catequesis, y clases de historia, álgebra, y literatura. Las mantenían limpias y aseadas, y libres de pecado, confesaban ante el cura de modo secreto y ante sus tutoras con castigo corporal como penitencia.

Por supuesto que no habéis iodo hablar de este lugar. No pensareis que viene en sitios Google o en la agencia de viajes de spankofilos, no? El lugar sitúa los castigos físicos dentro de la clandestinidad, hoy día seria impensable que se permitieran estas licencias según la constitución actual. Y yo me dirigía a el por el amplio conocimiento en la materia del doctor Herrera, quien conocía a la abadesa profundamente.

Así fue como llegue al convento, haciéndome pasar por una de esas chicas descarriadas que habían sido pilladas in fraganti en actitud poco decorosa con un varón. Me puse en manos de la Madre Superiora. Por supuesto que en ningún momento pensé que yo fuera blanco de castigos, la superiora conocía mi calidad de espectadora por lo que yo espere encontrar un trato favorable. Al fin y al cabo estaba allí por trabajo.

Aunque me excitaran los azotes, la angustia que me trasmitían los muros no me inspiraban para imaginar un correctivo placentero. El convento en su fachada exterior era plateresco, corriente muy común en la zona, pero se hallaba realizado sobre un monasterio anterior de orden románico, del que conservaba la disposición y materiales del interior. Era mucho mas antiguo, mas oscuro, mas retraído. Las paredes de piedra eran húmedas y frías, el suelo también, andar con una suela fina ponía los pelos de punta. Olía por todas partes a piedra y arena, a cirios y a iglesia cerrada.

Las internas dormían todas juntas en un amplio dormitorio de camas dispuestas una al lado de la otra, muy cerca, casi el espacio justo para andar de canto entre una cama y otra. Había unas 20 aproximadamente, y venían de todas partes de España, pero por lo que vi, mucho apellido noble, y mucha familia pía.

Yo ocupe una cama del final, junto a una chica de Alicante de 20 años, era simpática, pero no decía porque estaba allí, y actuaba con cierta timidez, al igual que el resto de las jóvenes, se comportaban de manera muy recatada y sin excesos.

Como llegue por la noche únicamente presente mis respetos a la Madre superiora quien me indico que acomodara en mi catre. Venia cansada del viaje, y sin prestar mucha atención me puse un pijama de verano cortito y fino, y me eche a dormir, bien tapadita hasta el cuello.
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De repente, sentí una sacudida, una mujer vestida sin hábitos pero con bata de religiosa me zarandeaba y me gritaba no se que, de si era aquella una manera correcta de dormir. Con el sueño no me enteraba de nada, y a causa del viaje ni siquiera sabia aun donde me encontraba. Cuando si reaccione fue cuando me saco a tirones de la cama y abrí los ojos para contemplar el enorme dormitorio comunal a oscuras, con las paredes bañadas por la luz de la luna entrecortada por los barrotes de las ventanas. Hasta ella se encontraba encerrada en aquel lugar sombrío.

La hermana que me zarandeaba, de repente se sentó en mi cama, tiro de mi brazo y con el de mi cuerpo amodorrado por el sueño, y me deposito en sus rodillas, ahí sí me desperté, ¿qué c*** hacia esta tipa???? Pero cuando resolví mi duda fue a causa de un impacto fuerte sobre mi trasero que hacia que este ardiera. Me estaba azotando!!!! Me tenia agarrada por un brazo y con el otro no se que demonios estaba usando pero picaba como el diablo. Instintivamente alargue mi brazo a la nalga donde recibí el azote, a lo que sentí un fuerte tirón de la misma, quedando inutilizada. Con una sola mano, me sujetaba las mías, era una mano fuerte y grande para ser de una mujer. Me reprendía por dormir tapada hasta el cuello. “Los brazos fuera de la manta!!!” Me indicaba “así no podréis caer en la tentación” “y no se duerme bocabajo” “conozco todos vuestros trucos para satisfaceros”. Mientras me regañaba note que me desprendía de un tirón seco de mi pantaloncillo del pijama para después hacer lo mismo con mis braguitas. Yo me intentaba zafar, pero era ducha en su propósito la jodida. Sentí un azote fuerte en el trasero, ahora si sabia que me azotaba con la mano, era una mano recia, fuerte, de exprimir coladas a mano, de recolectar la huerta y arrancar las malas yerbas, curtida y encallecida. Los azotes eran rápidos y enérgicos, me azotaba profusamente en la parte mas baja de la nalga, donde escocía horrores.

Después de darme unos 30 azotes con la mano, mi grupa ardía, reposo la mano sobre ella, mientras me reñía de nuevo, me explicaba que eso era por haberme interpuesto en el castigo, que el castigo en si venia a continuación. La mano no solo estaba apoyada sobre mi nalga, la muy ***** me sobaba, me palpaba a gusto, parecía que disfrutaba. Bollo reprimida... pensé.

No fue mucho el tiempo de pensar. De mis deducciones me saco a base de un buen paletazo en el trasero. Ahora si sabia que había utilizado, era una paleta. Con el tiempo averigüe que utilizaban el instrumento en cuestión para golpear la ropa para que se secara, además de para indicar el buen camino a jovencitas.

Me rocío 20 paletazos lentos, espaciados, con orgullo. Estoy segura que se sentía orgullosa de su trabajo, de su buen hacer, porque se deleitaba en ellos.

PLASSS tiempo PLASSSS tiempo PLASSSSS tiempo PLASSSSS

Se me escapaban las lagrimas, no estaba llorando de rabia sino se me escapaban de escozor. De impotencia de no poder parar ese tremendo dolor que recaía sobre mis nalgas.

Después me proporciono otros diez por llevar esa indumentaria poco adecuada y me indico que ya me proporcionarían un camisón decente. Además, me insto a seguir dos de las normas mas importantes en la cama, no dormir bocabajo, en ningún caso; y los brazos fuera de la manta para que se puedan ver en una revisión.

Sin mas se fue. Según avanzaba por el pasillo con la paleta en la mano, yo empezaba a asimilar lo que me costaría dormir con semejante escozor en mis nalgas, que me ardían, no podía apoyarlas contra el lecho, y lo húmeda que me encontraba.

Cuando abandono el habitáculo, algunas de las chicas levantaron la cabeza primero hacia donde se había perdido la hermana y después hacia mi. Mi compañera de al lado me alcanzo la mano, y me la acaricio con suavidad. “Intenta dormir con la almohada en los riñones, eso alzara el trasero y te rozara menos con el colchón”

Así lo hice y al poco y tremendamente escocida y dolorida me quede dormida.

Continuara ...

La Abadesa

Autor: Jano

Hoy, 12 de Octubre del año del Señor de 1.492, reinando sus Católicas Majestades Doña. Isabel y D. Fernando, la anciana Abadesa, tras larga y penosa enfermedad, habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Extremaunción, ha entregado su alma al Supremo Hacedor.

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Esa noche, las hermanas velaron y rezaron por su querida madre abadesa que había pasado a mejor vida.

A la mañana siguiente, Fray Onésimo ofició la misa de réquiem acompañada por los cánticos de todas las hermanas y, en su homilía, ensalzó las virtudes de la difunta madre.

Pasado un día de rezos, como exigían las reglas, se reunieron a votar para nombrar nueva abadesa todas las hermanas -- exceptuando las novicias--

En ello estaban cuando llegó un emisario del Arzobispo con una misiva. En ella, se leía lo siguiente:

"Queridas hijas en Cristo nuestro Señor:
Conocido el fallecimiento de nuestra hija, Sor Lucía del Justo Nombre de Jesús, he decidido que sea nombrada Madre Abadesa del convento mi sobrina Sor Inés que se presentará allí en la mañana del domingo después de maitines.
Confiando en vuestra obediencia y caridad, quedad con Dios nuestro Señor y con mi bendición.

Firma y sello ut supra.

El asombro se dibujó en las caras de las hermanas: era harto irregular aquella imposición. Las Reglas de la Orden establecían claramente las normas que regulaban el nombramiento de la nueva abadesa. Sin embargo, el mandato no admitía interpretación ni discusión alguna. Debían acatarla sin la menor vacilación o discrepancia: el obispo ordenaba y debía ser obedecido.

Como anunciaba la carta de Su Ilustrísima, la mañana del domingo, después de maitines, en una severa carroza negra, llegó Sor Inés: envuelta en su blanca capa. Se dirigió a la entrada del convento donde se encontraban todas las hermanas, incluidas las novicias, esperando su llegada. Fue recibida con deferencia y acompañada hasta la celda destinada a ella.

El asombro y cierto enojo se reflejaba en sus rostros; Sor Inés, que no tendría más allá de los 21 años , con ojos en los que se reflejaba un cierto temor, no dejaba de mirar a uno y otro lado como buscando donde esconderse.

La dejaron sola en la celda y se retiraron murmurando contra aquella imposición tan absurda.

Sor Inés, sin fuerzas para pensar en la tarea impuesta por su tío y a la que trató de negarse sin éxito, se acostó a descansar aunque sólo fueran unos minutos.
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Pasaron varias semanas y aquello era peor de lo que se había temido. Las monjas no hacían caso a sus indicaciones; ni siquiera las novicias.

Cada domingo, Fray Onésimo pasaba por el convento para oír las confesiones de las que lo habitaban. Sor Inés no le decía nada del tormento que estaba pasando. Al fin y al cabo, en la confesión no tenía porque hablar de ello puesto que no se trataba de pecados o faltas suyas.

Alguna noche de insomnio, paseando por el corredor, escuchaba risas y murmullos apagados que trascendían las puertas de algunas celdas. Inquieta, no sabía que pensar de aquello.

Aún pasaron dos semanas más cuando se atrevió a contarle al fraile lo que ocurría y lo referente a los ruidos que escuchaba algunas noches en las celdas de las monjas.

Él la amonestó severamente por soltar las riendas de la situación y no saber manejar a sus hermanas. Ella era quién debía mantener el orden y la disciplina en el convento y hacer cumplir las reglas con todo rigor. En cuanto a los ruidos nocturnos no sabía qué pensar: Sor Inés debería vigilar y enterarse de lo que en las celdas ocurría a unas horas en que todo debería estar en silencio. Ella prometió que así lo haría y le informaría de lo que descubriera.

Noche tras noche, procurando no hacer ruido, paseaba arriba y abajo por el pasillo, aguzando el oído para tratar de enterarse de lo que ocurría en el interior de las celdas de donde procedían los sonidos.

Algunas veces, oía risas apagadas y murmullos; otras, jadeos que no sabía identificar.

Seguían pasando los días y no avanzaba en su investigación.

Todos los domingos, Fray Onésimo le preguntaba por sus averiguaciones a lo que ella contestaba que, desde el corredor, no conseguía saber que ocurría en el interior de las celdas. Además, no sólo era eso: la abadesa le confió que no lograba hacerse obedecer.

Cada monja iba por su lado, holgazaneando, durmiendo en los rezos, robando en la cocina, yendo desaliñadas e incluso, riñendo entre ellas por el asunto más baladí.

Fray Onésimo se enfurecía y le recriminaba su falta de autoridad que, por todo lo oído, redundaba en perjuicio de la buena marcha de la comunidad. A él le preocupaba todo: la falta de disciplina de las monjas y lo que pasaba en las celdas durante la noche. Ordenó, irritado, a Sor Inés que tomara medidas en todos los sentidos o se lo comunicaría a su tío el Arzobispo. Incluso, le ordenó que entrara en alguna de aquellas celdas de las que procedían los sonidos y se enterara directamente de lo que allí ocurría. Tenía autoridad para hacerlo en beneficio de la comunidad. No debería dejar pasar ni un día más sin averiguarlo. Ella asintió y prometió hacerlo.

Sin valor para cumplir su promesa, aún pasaron varios días hasta que, haciendo acopio de valor, la noche del sábado entró sin aviso en una de las celdas.
Lo que presenció le heló la sangre y a punto estuvo de caer al suelo desvanecida por la impresión. Dos novicias, totalmente desnudas, intercambiaban besos mientras se azotaban mutuamente en las nalgas y la espalda con las manos y unas cuerdas entre risas hasta que se dieron cuenta de la presencia de Sor Inés.

Sorprendidas por la abadesa, las dos jóvenes trataban sin éxito de tapar su desnudez.

En tanto, Sor Inés, petrificada, no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Sin reaccionar, seguía allí, sujetando la puerta con una mano y sin dejar de mirar la escena como hipnotizada.

Al fin, pudo articular unas palabras que le sonaron como dichas por otra persona: salían de sus labios atropellada e incoherentemente.
Las amenazó con la condenación eterna, con proclamarlo a los cuatro vientos, con decírselo al Arzobispo para que fueran expulsadas. Les ordenó que se acostaran advirtiéndoles que se tomarían medidas contra ellas.

Abrió otras puertas y, horrorizada, encontró escenas similares. Novicias y monjas, desnudas o semidesnudas, se abrazaban, se besaban, se manoseaban, se lamían, hurgaban los sitios más recónditos de sus cuerpos.

Trastornada, enfebrecida, encolerizada, abrió violentamente las puertas de todas las celdas y a grandes voces ordenó a las mujeres que salieran al pasillo tal como estaban.

De su celda, Sor Inés tomó las disciplinas que usaba para purgar sus pecados y, avanzando por el pasillo, golpeaba con ellas a todas las que, a ambos lados, arrimadas a las paredes, encontraba a su paso, sin sus hábitos o con ellos tratando de taparse.

Cuando se fue calmando, no sin antes haber azotado a muchas de ellas, ordenó que cada una se encerrara en su celda.

Una vez que el pasillo quedó vacío y en silencio, Sor Inés se encerró en la suya. Las manos le temblaban y un calor desconocido, unas sensaciones nunca sentidas le recorrían la espalda y, en suma, todo el cuerpo entero. Con la boca abierta notaba el temblor de sus labios.

Su cabeza era un caos, un torbellino de emociones encontradas. Algo insólito no sentido nunca le atormentaba: algo que no sabía definir.
Se acostó vestida con el hábito, temblando desde la punta de los pies hasta la nuca.
Las escenas vistas, el recuerdo de ella misma azotando sin piedad a sus hermanas se cruzaban por su imaginación desbocada. Escalofríos le recorrían la columna vertebral y el temblor no abandonaba su cuerpo ni su espíritu.
No comprendía cómo había podido llegar a tales extremos, aunque las faltas de sus hermanas fueran tan graves.

Una laxitud nunca sentida se apoderó de ella.

El sueño la venció al fin. Cayó en un sopor y los sueños, como un vendaval de emociones, poblaron su espíritu. Se veía de nuevo azotando a monjas y novicias sin discriminación y disfrutando de ello. La escena le producía cosquilleos y espasmos en el vientre.

Al fin, las imágenes se diluyeron en su cerebro y cayó en un profundo sueño reparador.

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A la mañana siguiente, domingo, Sor Inés encabezó la fila para el rezo de maitines con una extraña sensación en su cuerpo y su mente.
Tras ella, monjas y novicias, avanzaban en silencio, cabizbajas. Ninguna de ellas levantó la cabeza durante los rezos en la capilla.

Fray Onésimo, oyó en confesión a las monjas. Cuando le llegó el turno a la abadesa, le preguntó si había averiguado algo a lo que contestó que no, sintiéndose culpable por la mentira. Nada había sucedido digno de mención.

Llegado el momento de la comunión, Sor Inés, le hizo una seña al fraile como que se encontraba indispuesta para recibirla.

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A partir de aquella noche, la Abadesa fue obedecida en todo lo que mandaba durante un tiempo. Ella mantenía ante el fraile que nada ocurría ya que había tomado las riendas de la comunidad: no se oía nada por las noches y todo empezaba a marchar de la mejor manera.

Sus hermanas iban aseadas, estaban atentas a los rezos y no habían vuelto a discutir. No tenía motivos de queja y se sentía satisfecha.

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Pasaron los días y una noche, la abadesa salió al pasillo. De una de las celdas salían risas y gemidos de nuevo: balbuceos, como quejidos, jadeos.
Abrió la puerta con firmeza y encontró juntas a dos monjas tumbadas en la litera, semidesnudas, abrazadas una sobre otra, besándose y acariciando sus cuerpos. Les obligó a salir de la celda y llamó al resto de las hermanas. Todas se colocaron a ambos lados del pasillo con la espalda apoyada en la pared.

Algunas salían de la celda de otras, a medio vestir. A las primeras que sorprendió, les ordenó que, tal como estaban, sin ropa, se colocaran en el centro. Mandó a las que no estaban decentemente vestidas que se pusieran también junto a las primeras.
Sin vacilar un punto, se dirigió a su propia celda de la que volvió con las disciplinas en la mano agitándolas en el aire. Dijo a las infractoras,--ocho en total --, que se colocaran frente a frente, juntas.

Avanzando por el pasillo, primero una fila y más tarde la otra, fue recorriendo una a una a las monjas y novicias, azotando sus culos, uno a uno veinte veces.

Mientras esto hacía, extrañas sensaciones le acometían; una a modo de satisfacción invadía su cuerpo y su mente, dándose cuenta de que algo en la acción de los azotar a sus hermanas le producía un gran placer: se regodeaba con el color que iban adquiriendo sus traseros por efecto de los azotes.

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De tiempo en tiempo, la escena se repetía con variantes.

Sor Inés se hizo de un pequeño látigo y una regla de dura madera de haya que utilizaba a su entera discreción sin que en la grey se alzara voz alguna de protesta.

En ocasiones, cuando el castigo era en presencia de todas las monjas, algunas risas ahogadas se escuchaban por parte de las más jóvenes.

Otras veces, el castigo se producía en la intimidad de la celda de Sor Inés. Después de azotar con firmeza a las infractoras, le rendía la ternura y las abrazaba, las besaba y acariciaba su enrojecido culo mientras ellas descansaban la cabeza sobre su pecho, llorando blandamente.

Cuando el castigo era en privado, prefería hacerlo sólo con la mano.

La paz reinaba en el convento y se veían resplandecer los rostros de la mayoría.

Durante el día, se ocupaban con diligencia en la cocina, en el huerto, haciendo dulces, etc.

En la noche, las idas y venidas de unas celdas a otras, eran más que frecuentes. Los castigos se sucedían casi a diario. Siempre había alguna que había cometido una pequeña falta y Sor Inés sospechaba que lo hacían a propósito.

No faltaban las visitas a la celda de la propia Abadesa donde se escuchaban los mismos sonidos que en las otras.

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A Fray Onésimo, jamás le dijo nada de lo que pasaba entre aquellas paredes. Sólo le contaba lo bien que marchaban las cosas. A esto, él felicitaba a la Abadesa por haber encauzado a las hermanas y lograr la paz y el bienestar para ellas, y para el convento a mayor gloria de Dios.

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La Abadesa llegó a una provecta edad antes de rendir cuentas ante su Creador con el cariño y la devoción de sus hermanas.

F I N

Escrito en el año del Señor de 2.005.