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Relatos de azotes

La Baguala

La Baguala

Autora: Carla Rot

 


A mi Spanker Lati

- ¡Yo te voy a dar "ambas cosas" a vos! - lo escuchó sentenciar con voz firme, rebenque en mano. El inapelable fallo resonaría en breve sobre sus voluptuosas nalgas. 
Cerró los ojos, apretó los dientes, hundió la cabeza en el almohadón y contuvo el aire. Como si estos movimientos inconscientes pudieran amortiguar el rosario de azotes que rezaría durante la vigilia.
- ¡Plassss!!!- El rebenque impactó certero sobre su ya enrojecido trasero.  No pudo evitar un gemido acompañado de un respingo, consecuencia más de la sorpresa que del dolor. - ¡Aghhh!- De inmediato, advirtió la mano robusta posarse sobre su espalda presionando con suavidad. Su columna retomó la concavidad característica de la postura que debía adoptar cuando recibía una disciplina de tal magnitud. 
El flagelo prosiguió su faena.  La sensación era nueva, diferente. Sutilmente intensa. El cuero lamía su piel, aterciopelaba su epidermis, a la vez que su indómito espíritu. La lección iba tomando cuerpo. 
- ¡Vas a aprender a respetarme! ¿Quedó claro? -   prorrumpió él, mientras la lonja estallaba sin cesar sobre glúteos y muslos.
Se sumergió en sus pensamientos. Aún no acababa de comprender cómo había terminado en esa posición. O sí. Su insolencia le solía jugar una mala pasada. 

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Apenas un rato antes, la amena conversación entre ambos interrumpía la calma en el casco de la estancia. Disfrutaban de la puesta de sol enmarcada por el ventanal del estar. Franjas escarlatas matizaban el lienzo anaranjado del cielo que descansaba sobre la monotonía del campo. A lo lejos, el monte abrazaba al río.
El expresionismo del atardecer contrastaba con el hierro y la madera de la rústica decoración del estar. Dispersos en la pared colgaban, a modo de adorno, algunos objetos propios de la fajina criolla: una colección de herraduras, facones de plata antigua, una fusta y un rebenque. 

La vivienda era austera, pero confortable. La estufa de leña atemperaba los últimos días de invierno. Habían arribado la noche anterior desde la capital, y tenían previsto permanecer durante todo el fin de semana en “La Baguala”, la hacienda propiedad de un íntimo amigo. Era su primera visita al lugar y estaban maravillados con la armonía del paisaje y lo acogedor del predio.
-O yo soy un ignorante, o este lugar es un hallazgo- comentó él, en tanto paladeaba los penetrantes taninos de un reserva descorchado hacía unos instantes. 
- Ambas cosas- disparó ella en forma categórica, al tiempo que apoyaba la copa de tannat sobre la mesa de pinotea, sin calibrar demasiado su respuesta.
- ¿Cómo? ¿Qué quisiste insinuar? -  le espetó él. 
-Bueno, en realidad... fue un decir...- titubeó ella con una pícara sonrisa, a sabiendas de que no tendría escapatoria. 
No quiso tratarlo de desconocedor, y tampoco consideraba que lo fuera en absoluto. Ambos lo sabían. Pero ese lapsus fue la excusa propicia, que él estuvo aguardando durante toda la jornada.  La tomó firme del brazo y la acostó boca abajo sobre sus rodillas.  Con un ágil movimiento le subió la pollera y a continuación le bajó los calzones, dejando sus redondas formas al descubierto. Constató que cada curva del delicioso cuerpo calzaba a la perfección sobre la geografía de su regazo. Acarició la blancura de sus nalgas sobre las cuales quedaría estampado un rojo ardor. Comenzó a zurrarla acompasadamente con la mano. 
- ¡No es justo! - protestó ella, pataleando con brío.
-Acá, quien decide qué es justo y qué no, soy yo- respondió él. - ¿Cómo es eso de "ambas cosas"?  ¿Así que te parezco un tonto? - la reprendía con una cuota de severidad impostada. Cada tanto, se detenía y la sobaba, pudiendo corroborar la temperatura en ascenso.  
- ¡Nooo, por favor! Se me escapó, no quise decir eso- y soltó una carcajada, a pesar que la azotaína se intensificaba. 
- ¿Así que estamos de graciosa hoy? - continuaba retándola. Los regaños se intercalaban con la suculenta zurra, y no daban lugar a las inútiles protestas de ella. 
Las palmadas se alternaban de una nalga a la otra, coloreando toda la superficie de piel expuesta. Luego que cobraron el rubor suficiente, sentó sus posaderas desnudas sobre la falda de él. La pana del pantalón que vestía contribuía a aumentar el picor de sus cuartos traseros. En dicha posición, ella podía advertir con regocijo, la creciente excitación que le provocaba a su verdugo. Él la abrazó con indulgencia. En respuesta, ella lo miró a los ojos y ensayó una cara compungida. A pesar del intento, no pudo disimular una risita.  
- ¡Caramba! Veo que seguís con ganas de reírte. ¿Es que acaso parezco un payaso o el correctivo no ha sido suficiente? - le inquirió él. 
-Ambas cosas- Respondió ella con sorna; su rictus altivo acentuaba aún más el desafío.

El semblante de él se transformó, no sin cierto dejo de satisfacción. Ella había subido la apuesta, llevando el juego al terreno donde él dominaba las reglas. 
 -No voy a tolerar ese tonito tuyo. Creeme que no vas a zafar tan impune de tus burlas- le susurró grave al oído, mientras la tomaba de la cintura, alzándola. Sin darle tiempo a reaccionar, en un santiamén le quitó el resto de la ropa, y la condujo hacia el medio del estar, donde la esperaba un sillón de cuero. La inclinó con el vientre sobre el posabrazos; las manos apoyadas en el duro almohadón hacían que sus prominentes pechos colgaran indecentes. Luego separó en ángulo sus piernas temblorosas.
-Por favor, ¡fue una broma! - imploró ella, al escuchar cómo él se desabrochaba con su habitual protocolo el grueso cinturón.  
-Ya sabés cuáles son las consecuencias de tus altanerías- fue su única respuesta.
No mediaron más palabras. El cinto doblado comenzó con su labor, curtiendo las prominentes nalgas. Pretendió contabilizar los azotes para sus adentros, pero luego de los cuarenta perdió la cuenta. El vigor del cinto era casi insoportable, y sus ojos intentaron en vano contener las lágrimas. Sus súplicas se convirtieron en balbuceos incoherentes. El cinto se detuvo.  
- ¡No te muevas!...  ni tampoco te atrevas a masajearte.  Esperame en esa posición. - le ordenó. Ella sentía el palpitar de su piel, pero en esta oportunidad prefirió evitar palabras y movimientos que la comprometieran todavía más. Por primera vez en la velada, se hallaba demasiado expuesta.

La espera pareció eterna.  Afuera en la intemperie, la solemnidad de la noche se imponía sobre la naturaleza, mientras cubría el cielo de estrellas. En el interior de la casa, la soberbia estufa iluminaba el estar con su flamear caótico.  
-Puesto que te gustan "ambas cosas", te voy a dar una muestra de su real significado. Además del cinto, hoy vas a tener el placer de degustar algo diferente- le anticipó él.  Ella giró la vista, y pudo atisbar cómo él descolgaba el rebenque de la pared. La sola idea de estar a merced de semejante instrumento, la estremeció.

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Volvió en sí. Los chasquidos del rebenque se confundían en una rítmica sinfonía junto al crepitar de los troncos de la estufa.  Las brasas se convertían en una perfecta alegoría de sus nalgas.  El fuego no sólo era externo, sino que una singular excitación encendía su entrepierna.
Cuando creyó que no podría soportar más el tormento, le pidió que contara los últimos diez rebencazos, algunos de los cuales rozaron sus relieves más íntimos. 
-Nueve, Señor... Ahhhghhh, diezzzz, Señor!!!- soltó un sordo alarido y cayó rendida sobre el sofá; su espíritu bravío había sido domado. El cuerpo desnudo yacía dócil, lo que contribuía a resaltar el esplendor de su esencia femenina. 

Aún en posición de ser disciplinada, sintió el rebenque escudriñar su entrepierna. El canto del cuero se deslizaba entre sus pliegues, expuestos y húmedos; el roce de la áspera lonja estimulaba sus cavidades turgentes. Sus gemidos inundaban la estancia. El lascivo instrumento la abrasaba esta vez por dentro, y toda ella se ofrecía en una fusión de diferentes ardores.
Seducido, se paró detrás de la sensual mujer.  Antes de hacerla totalmente suya, se detuvo un instante para contemplar el territorio cimarrón domesticado.  No podía precisar qué era lo que más le atraía de ella, si su fogosa entrega o su porfiada irreverencia. Se rió por dentro: -Indudablemente, ¡ambas cosas! - 

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