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Relatos de azotes

TRAZOS DE MI ALMA

Autor: Cars

El día se va abriendo camino lentamente, desplazando en su camino las silenciosas sombras de la noche. Respiro hondo y dejo que los cientos de aromas del amanecer entren en mi alma empapándola hasta lo más profundo.

En este instante medio mágico, aprovecho para recordar... para recordar el calido tacto de tu piel, para recordar el sabor de los besos de esta noche, pero sobre todo para recordar que mi alma yo no es mía, que mi ser a claudicado sin resistencia, y sobre todo, para rememorar el sublime instante en que mi mente lo decidió.

La noche había empezado bien, estuve puntual ante tu puerta, hasta me había sobrado tiempo para comprar unas flores. -Es cursi, ya lo sé.- Abriste la puerta, y pude ver tu figura esbelta, recuerdo tu sonrisa, tus ojos verdes al mirarme. Después paseamos hasta el restaurante. Cientos de veces, había pasado por delante de aquella cristalera que dejaba ver las mesas y a sus comensales, así que cuando entramos, era como si ya hubiera estado antes allí. Recuerdo la mezcla de olores que emanaban de la cocina, y la suave música que pugnaba por sobre salir de las conversaciones. Durante los postres nuestras manos se rozaron por accidente. Fue un roce fugaz. Tímido, pero cargado de cientos de sensaciones diferentes. Te había tocado otras veces pero ésta vez era distinto, y ambos lo sabíamos.

Cuando salimos de nuevo a la calle, el aire nos golpeó el rostro, mi mano buscó la tuya, y nuestros dedos se cruzaron.

                                   -Conozco un bar donde podemos tomar una copa, o podemos ir a mi casa y tomarla allí. -Me dijiste mirándome a los ojos.- ¡Yo prefiero mi casa! -aseveraste sin pestañear, antes de que yo pudiera contestar.-

                                   -Yo también. -Te susurré.-

            Habíamos dado apenas unos metros, cuando sucedió algo, un punto de inflexión que marcaría el rumbo no solo de esa noche, sino que su alcance aún esta por definir. Como digo, en ese momento, dos chicas se pararon ante nosotros, mirando la carta del restaurante expuesta en un sencillo atril. Mis ojos, dotados de vida propia, recorrieron las curvas de aquellas féminas que estaban ante nosotros.

                                   -¿Qué miras? -Me preguntaste alzando la voz lo suficiente para que ellas te oyeran.-

                                   -¡Nada! -Te respondí, mientras sentía como una oleada de calor subía hasta mi rostro.

                                   -¿Cómo que nada? Algo mirarías ¿no?

                                   -Lo siento -susurré-

                                   -¡No te he preguntado si lo sientes! Te he preguntado qué mirabas.

Tu enfado iba en aumento, por lo que no me quedo más remedio que reconocer el hecho de que había mirado a las chicas. Ellas nos miraron divertidas mientras que se alejaban de nosotros en medio de unas carcajadas. Yo me encontraba inmerso en una nube, sentía que la noche se había estropeado, y que sin duda la velada iba a llegar a su fin. Sin embargo y para mi sorpresa, no soltaste mi mano, sino que comenzaste ha caminar tirando levemente de mi, que me había parado.

                                    -¡Cuando lleguemos a casa zanjaré el tema.

                                    -¿Que quieres decir?

                                   -No creerás que esto ha acabado aquí ¿verdad?

Te paraste. Te pusiste delante de mí. Tus ojos tenían un brillo distinto, parecías sentirte satisfecha de mi metedura de pata, era como si eso te otorgara cierta ventaja sobre mí. Depositaste un beso en mis labios, y tus manos acariciaron mis mejillas. Me  besaste de nuevo. Mi corazón se aceleró. El tacto cálido de tus manos, y la suavidad de tus labios, me llenaron de excitación.

Continuamos caminando, hasta llegar al piso. No volvimos a hablar del incidente, y tras unos minutos pensé no sería más que una anécdota. Entramos en la vivienda. Ya había estado otras veces pero en esta ocasión todo se me antojaba nuevo. Llegamos al salón, y tú seguiste de largo entrando en otra habitación.

                                    -¡Prepara un par de copas y ponte cómodo, enseguida salgo!- me indicaste y después, reinó el silencio roto únicamente por el suave tintineo del hielo golpeando el cristal. Miré de nuevo a mí alrededor. Tuve el impulso de poner música pero lo consideré demasiado atrevido. Estaba terminado de servir las copas, cuando te oí entrar. Me giré con los dos vasos en las manos. Cuando te vi, casi se me resbala la bebida.

Estabas hermosa. Habías cambiado la ropa que traías por un vestido de gasa negra por encima de las rodillas. No llevabas medias, por lo que tus piernas dejaban ver el bronceado que habías adquirido este verano. Llevabas unos zapatos negros de charol. Tus hombros estaban descubiertos, y tus formas se dibujaban bajo aquel vestido, y la luz que se filtraba desde tu espalda realzaba tu figura. Ante mi anonadamiento, esbozaste una sonrisa y te acercaste a mí. Tomaste un vaso de mi mano, y le diste un sorbo sin dejar de mirarme. Yo era incapaz de reaccionar.

                                      -¡Eres preciosa!- Susurré al final.

                                       -¡Ya! Pero no parece que para ti sea suficiente, ya que tienes que mirar a otras cuando estas conmigo. -Me soltaste sacándome de mi ensimismamiento.-

                                       -¡Lo siento! Yo no....

                                       -El momento de las disculpas ya pasó, -me interrumpiste- ya solucionaremos esto, ahora brindemos por esta noche, y por lo que el futuro nos tenga preparado.

            Ambo alzamos la copa y los cristales tintinearon al chocar. Después bebimos. Te encaminaste a la cadena de música, y tras unos segundos una suave melodía comenzó a llenar los interminables silencios que había entre nosotros.

                                   -¡Sonia! -Te llamé mientras me acercaba a ti, y dejaba que tu pelo rozara mis mejillas.-

                                    -Dime, -te giraste y nuestras miradas se sostuvieron.-

                                   -Esta noche es lo mejor que me ha sucedido en mucho tiempo, no me imagino queriendo estar en ningún otro sitio. -Tú sonreíste, y respondiste al beso que dejé en tus labios.

                                   -Veremos si piensas lo mismo al final de la noche. -Me respondiste en medio de una sonrisa mientras me guiñabas un ojo.- Te recuerdo que aún me debes algo.

                                   -No te entiendo

                                   -Una compensación por tu falta de tacto en  la calle.

            Yo estaba confundido, no entendía tus palabras. Entonces un brillo distinto apareció en tu mirada, por el rabillo del ojo vi tu mano, se alzaba un poco, unos milímetros antes de llegar a mí mejilla, la detuve con mi mano. Me miraste desafiante. -¿Qué haces?- Te pregunté extrañado y algo excitado.

                                   -Si vamos a tener algo, tienes que aprender que tus actos tendrán consecuencias, y que me gusta la disciplina.

                                   -No sé si te entiendo.

                                   -He sido clara: cuando te comportes como un crío, te tratare como un crío, y cuando te comportes de una forma adulta, pues te tratare como tal. -Tú voz era serena, no mostraba enfado, pero a la vez era firme.- Hoy te has comportado como un crío malcriado y me has faltado al respeto, y por lo tanto mereces un castigo.

            Tus palabras resonaron en mi alma, y sin ser conciente de ello, solté tu mano. Un segundo después la primera bofetada restalló en el salón. Tu mano permaneció unos instantes sobre la mejilla. Pude sentir su tacto a medida que sentía el calor mi piel. Unos segundos después, otra y otra bofetada se fueron sucediendo. Tras unos minutos que parecieron eternos, cesaste. Mis mejillas me ardían, y yo adivinaba el tono rojizo que debían tener. Después me besaste en los labios, y tu mano acarició ahora con dulzura la zona castigada.

            Me encontraba como en una nube, mis pies parecían flotar. Tal vez por eso tardé en notar la enorme excitación que sentía.

                                   -Desvístete, y quédate sólo con los slips. -Me indicaste mientras que yo obedecía como un autómata.-

            Cuando terminé me quede allí, mirándote como un colegial, con mis manos intentando tapar mi excitación. Tú esbozaste una  leve sonrisa, y te acercaste a mí con pasos lentos, te recreabas en mi indefensión. No sé porque, pero no era capaz de sostenerte la mirada. Por primera vez sentí un aire frío que hizo erizar mi piel. Tu mano acarició mi torso mientras te ponías a mi espalda. La recorriste con la yema de tus dedos, y yo sentí un excitante escalofrío. Tu cálido aliento rozó mi nuca.

                                   -¿Por qué estas aquí?

                                   -¿Cómo? -intenté girarme pero no me dejaste.-

                                   -No te muevas, y dime por qué te has quedado después de que te abofeteara.

                                   -No lo sé. -Musité un poco avergonzado.-

                                   -Si no lo sabes, ya puedes vestirte y salir de mi casa.

            Aquellas palabras me traspasaron como ciento de agujas afiladas. ¿Irme? No quería irme. Era cierto que no sabía expresar lo que me sucedía, pero la sola idea de alejarme de ti me producía un inmenso desasosiego.

                                   -Yo.... -Comencé a decir, aunque realmente no tenía claro lo que hacía.- Necesito estar aquí.

                                   -Explícate. -Me exigiste. Tu tono no me daba el más mínimo respiro.- 

                                   -No puedo, solo sé que cuando pienso en alejarme de ti me duele el corazón.

                                   -Pero quedarte tiene un precio -Tu tono se había relajado, y ahora tu mano volvía a rozar mi piel.

                                   -¿Qué precio?

                                    -El que yo desee. -Fue tu respuesta.- Y hoy lo primero que vas a aprender es que yo soy la única a la que debes mirar. Sígueme.

            Pasaste a mi lado, y tiraste de mi mano. Aun puedo sentir el tacto de la tuya. Suave, cálida; cientos de mariposas se liberaron en mi estómago. Comencé a caminar tras de ti, hasta llegar al dormitorio. Miré a mí alrededor. Era una alcoba normal, aunque su decoración era exquisita.  Por un momento me había imaginado un lugar plagados de artilugios para el castigo. Sonreí al ver lo ridículo de mis pensamientos.

            Nada más entrar, me indicaste que me quedara de rodillas. Te obedecí en el acto. Bajé la vista, y te sentí caminar a mi alrededor. En esos minutos en los que solo oía tus pasos me inundó un extraño sentimiento. Jamás me había imaginado encontrarme en aquella situación, y mucho menos cuando me imaginaba mi primera cita contigo.

                                   -Hoy te has portado como un maleducado, me has faltado al respeto. -Tu voz sonaba distante, fría. Y tus palabras infundían un sentimiento de culpa.- Este es mi secreto, así soy yo.  -Hiciste una pausa y me levantaste la barbilla para que nuestras miradas se cruzarán.- Lo cierto es que no pensaba introducirte en mi mundo tan pronto, pero tu actitud esta noche sólo me dejaba dos opciones. La primera era dar por terminada la velada en la puerta del restaurante y no volver a verte más fuera del trabajo. La segunda es tenerte donde estás ahora. Hace mucho que me interesas como persona, y por eso he optado en darte esta oportunidad.

                                   -¡Gracias! -En un segundo, tu mano me cruzó la cara con dos bofetadas.-

                                   -No te he dado permiso para hablar. De ahora en adelante cuando estés ante mí como sumiso, solo hablaras si te doy permiso para hacerlo. ¿Entendido?

                                   -Sí.

                                   -Bien, y cuando te dirijas a mi hazlo con respeto. Debes tratarme como MI SEÑORA. Solo cuando yo te diga que eres mío, podrás llamarme AMA. Por el momento solo estás a prueba, y si no la pasas, jamás volveremos a hablar de esta noche. ¿Está claro?

                                   -Sí MI SEÑORA.

                                   - Pues comienza a demostrarme que no me equivoque contigo.

            Tras estas palabras, te sentaste en una silla de respaldo alto que estaba justo enfrente de la cama. Estaba tapizada en un beige suave. Te contemplé allí sentada, cruzaste la pierna y tu pie se movía rítmicamente. Observé una argolla en la pared, que quedaba como a cuarenta centímetros de tu cabeza. Sentía tu mirada taladrándome, esperabas algo, algo que yo desconocía. Los minutos se hicieron eternos y el silencio caía pesadamente. Sabía que debía actuar, porque tú no pensabas dar ninguna indicación. Empecé a buscar cualquier información, de mí alrededor y de mi mente. Sabía que me quedaba poco tiempo, y que si no hacía algo te perdería para siempre. La pregunta era precisamente esa, ¿Qué debía hacer? ¿Cómo saber que esperabas de mí? Intente buscar imágenes en mi mente. Entonces, con movimientos tímidos me acerque a ti, miré al suelo y comencé a besar tus pies. Alcé la mirada, y una leve sonrisa me indicó que por el momento había acertado, por lo que me dediqué a besar cada centímetro de piel.

            Me sentía en una nube. Te descalcé y comencé a besarlos. Los minutos pasaron y yo cada vez me fui relajando más.

-¡Levántate! -Me ordenaste. Cuando al fin estuvimos cara a cara, me regalaste una sonrisa.- Has empezado bien. Termina de desnudarte.

            Mientras que yo me quitaba los calzoncillos, tú extrajiste de un cajón de la cómoda varios objetos, unas esposas, una cadena, fusta, un látigo pequeño de varias tiras, una raqueta de pin-pon, y varias piezas de cuero con forma de paleta, de diferentes grosores y colores. Yo parecía extasiado, como hipnotizado ante la visión de aquellos artilugios. Tus dedos chasquearon ante mí y me sacaron de aquella nube para devolverme a aquella sublime realidad.

            Me colocaste las esposas y le enganchaste la cadena, después me condujiste hasta la pared pasaste la cadena por la argolla y la tensaste. Tus movimientos eran enérgicos. Contenían una gran vitalidad aunque no eran en absoluto precipitados. Después, colocaste algunos objetos que no puede ver más cerca de ti. Volviste a sentar en la silla, y tu pierna izquierda quedo entre las mías. Aflojaste la cadena y me indicaste que me sentará en tu muslo. Sentí el calor de tu piel en la mía, e instintivamente note como crecía mi excitación. Tiraste de la cadena, hasta que mis brazos quedaron totalmente estirados, y después enganchaste el extremo de la cadena a un punto en la pared. Tras unos minutos en los que tus manos recorrieron mi espalda y mis brazos, comenzaste a golpear rítmicamente mis testículos con tu muslo. Primero eran casi caricias, pero poco a poco el golpeteo fue aumentando, y con el mi dolor. No puedo precisar cuanto duró aquello, pero la primera palmada en mi trasero me hizo saltar. A eso le siguieron otras, golpeabas fuerte, tu mano izquierda me rodeaba la cintura, mientras que tu diestra me golpeaba una y otra vez. Habías apoyado tu mejilla en mi costado, -me imagino para tener una mejor visión de lo que hacías,- el dolor fue en aumento, mientras que tu mano me golpeaba desde la parte alta de las nalgas hasta los muslos. Tras casi veinte minutos, las lágrimas estaban por aflorar. Entonces sustituiste los azotes por suaves caricias.

                                   -¿Te duele?

                                   -No mucho Mi Señora, -te dije con los ojos apunto de rebosar, intentando agradarte.-

                                   -¡Vaya! Se ve que hoy no estoy haciendo bien mi trabajo.

            Tras esas palabras que me desconcertaron por completo, sentí el primer azote con la raqueta de pin-pon. La madera restalló en mi piel ya dolorida, acentuando cada vez más aquel dolor. Mi respuesta no te había gustado, y me lo estabas haciendo saber de una manera contundente. Descargabas una veintena de azotes rápidos y enérgicos en una nalga, para después hacer lo propio en la otra. Mis lágrimas brotaron con fluidez, y mi resistencia se desvaneció mientras que continuabas con el castigo. Tras un período de tiempo que no supe determinar, te detuviste. Tus labios besaron mi costado, y tu mano acarició ahora con dulzura la piel castigada. En medio de aquel dolor electrizante que sentía, la calidez de tus labios y la suavidad de tus caricias hicieron que naciera en mí una excitación como no había sentido nunca.

            Al igual que el ave fénix de la mitología resurgía una y otra vez de sus cenizas, un alma nueva estaba resurgiendo del dolor y las caricias que me infligías. Mi antigua alma había saltado en pedazos para, al reconstruirse, transformarse en una distinta. Pero esa metamorfosis no era nada en comparación con la que experimentaría unos minutos más tarde.

            Te levantaste, tus manos recorrieron mi piel, cogiste mi cara entre tus manos, y me besaste en los labios, enjugaste mis lágrimas con tus besos y nuestros ojos se miraron. Pero lo hicieron de una forma distinta, era como si nos descubriéramos de nuevo. Hasta ese instante habíamos sido sin saberlo dos desconocidos, que ahora se redescubrían a cada paso.

                                   -Ya te he castigado por lo que hiciste en la calle. -Me susurraste al oído.- Ahora te soltaré, y te marcharas a casa para meditar lo que ha pasado esta noche. Ya hablaremos algún día de estos. -Tus labios me besaron suavemente.-

                                   -¿Irme? -Aquella idea me provocó un gran vacío en mi interior. No sabía porque, pero no deseaba alejarme de ti.-

                                   -Sí,

                                   -Mi señora, ¿porque no puedo quedarme? -Mi voz iba cargada de una enorme tristeza, y un indudable tono de suplica.-

                                   -¿Quieres quedarte?

                                   -Sí -musité-

                                   -Pero si te quedas, el castigo seguirá, y tendrás que dormir en el suelo.

                                   -No me importa Mi Señora, si me permite hacerlo en la misma habitación.

            Tu sonrisa me dejó ver que no me apartarías de tu lado. Después, te apartaste de mí, y te acercaste a los utensilios que había sobre la mesa. Hiciste restallar el látigo en el aire, y después acariciaste con él mi espalda. El tacto del cuero en mi piel hizo que el vello se me erizara. Después, con suaves movimientos fuiste azotando mi espalda, aunque lo hacías sin golpear con demasiada fuerza. Pero aun así con la sucesión de azotes, el calor de la piel golpeada fue dejando paso a un dolor  creciente.

            Tras un largo periodo de tiempo, tus manos volvieron ha adueñarse de mi piel. Me hiciste girar. Aflojaste la cadena hasta que me permitía sentarme en la silla en la que habías estado sentada tú antes. Después, con un fuerte tirón tensaste de nuevo mis brazos por encima de mi cabeza. Mi erección era notable, me colocaste un condón, y  te sentaste ahorcajadas en mis muslos. Lo hiciste lentamente, dejándome sentir las inmensas sensaciones que tu piel me producían, hasta que me sentí dentro de ti.

            Mi boca buscó la tuya, y cuando la encontró estalló en mi interior una oleada de serenidad. Te movías rítmicamente mientras que yo ansiaba acariciarte, pero mis manos estaban demasiado lejos de ti. El dolor de mi trasero y mi espalda se mezclaron con el inmenso placer que sentía. Sentí cómo llegabas al clímax mientras que suspirábamos. Unos segundos después yo también exploté dentro de tí. Permanecimos abrazados, compartiendo a bocanadas el aire que nos rodeaba, respirando nuestro propio aliento.

            Cuando me soltaste eran apenas las doce y media de la noche. Sentía mis brazos entumecidos. Te metiste en la ducha, y tras secarte, me ordenaste que me duchara yo. Al regresar al cuarto, tú ya estabas metida en la cama. Toda la casa estaba en penumbra, a excepción de una pequeña lámpara en tu mesilla de noche.

                                   -¡Acércate de una vez, que tengo sueño!

Corrí hasta tu lado, observé una sabana doblada sobre la alfombra. Rápidamente me tumbé al lado de tu cama y me cubrí con ella. Tras unos segundos la oscuridad nos envolvió por completo. -Buenas noches Mi Señora- Susurré. Y cerré los ojos.

Las luces verdes del reloj marcaban las cinco de la madrugada cuando sentí que te levantabas. Abrí los ojos, y vi cómo te calzabas unas zapatillas de apariencia lanosa, blancas y suela de goma amarilla con un ligero tacón. En el empeine tenían dibujado un corazón ribeteado con hilo dorado. Te encaminaste al baño, tus movimientos eran sigilosos con la intención de no despertarme, aunque yo te seguí con la mirada por la estancia. La luz del baño, te rodeó dibujando tu silueta en la noche. Al regresar, pasaste a mi lado, y me viste con los ojos abiertos.

                        -¿Te he despertado? -Aquella pregunta era sólo un susurro mientras te sentabas en la cama.

                        -Ya estaba despierto mi Señora. -Te respondí mientras me ponía de rodillas y recostaba mi cabeza en tu regazo.-

                        -¿Cómo estas?

                        -Jamás he estado mejor. -Tus dedos comenzaron a perderse en mi cabello.-

                        -Ven, quiero ver como está tu trasero.

Tiraste de mí, hasta colocarme sobre tu regazo. Tus manos acariciaron mis nalgas. El dolor casi había desaparecido, y únicamente quedaba un ligero picor. -Están bastante bien. Pero les pondré una crema para hidratar la piel.- Comentaste, al tiempo que estirabas el brazo y cogías un botecito de la mesilla. La frialdad de la crema hizo que diera un suspiro. Tus manos extendieron aquel ungüento por  la piel, un  suave  masaje, acompañado de algunos apretones en mis glúteos.

Miré a un lado de la habitación, y me vi reflejado en un cristal del armario, aquella visión, hizo que mi miembro viril  se despertara. La imagen de mi desnudez, colocado en aquella posición de entrega y sumisión, me produjo una enorme excitación. Lo notaste en el acto, -Ahora si que te has despertado del todo ¡eh!- Aquel comentario me hizo ruborizar. -Ya que estás despierto jugaremos un poco.- Me dijiste, al tiempo que tu mano comenzó a darme leves azotes en mis nalgas.

La intensidad fue en aumento, pero en esta ocasión, la azotaína estaba cargada de una gran dosis de erotismo. La cadencia de los azotes era escalonada, y alternada con caricias que llegaban hasta mis genitales. Tu mano descargaba una tanda de palmadas, que iban creciendo de ritmo y fuerza, para descender después, y volver a subir. Cada milímetro de piel fue adquiriendo un color rojo intenso, el dolor fue aumentando. Yo me encontraba en una nube de excitación y placer. Gemía y suspiraba. Mi mano se asía a tu tobillo, mientras que con la otra me sujetaba a la mesilla de noche para mantener el equilibrio, mientras que tú prolongabas aquel dulce suplicio con más y más azotes. Al fin te detuviste. Tu mano acarició mi trasero nuevamente. Entonces noté cómo levantabas tu pierna. Te miré de reojo y contemplé cómo te descalzabas. Sujetaste la zapatilla por el talón, y me sonreíste al tiempo que la alzabas en el aire. Golpeaste, pero para mi sorpresa lo hiciste con la parte de la tela. El sonido opaco que produjo al impactar en mi trasero llenó la habitación. El tacto de la tela sobre mis doloridas nalgas no produjo ningún dolor. Los azotes caían uno tras otros, acariciando más que golpeando. Ya me había acostumbrado a aquel tacto, cuando por sorpresa, cayó el primer zapatillazo de verdad. La suela mordió mi piel. El dolor subió exponencialmente y aquel primer azote hizo que se me escapara un grito. Te reíste. Y tu risa llenó la estancia al tiempo que era acallada por el sonido de los azotes. -Creí que estabas dormido.- Bromeaste al tiempo que me sujetabas con más fuerza sobre tu regazo para continuar con la aquella paliza.

            Comencé un llanto que se transformó en suspiros, y aquel dolor fue la antesala de un inmenso placer. Placer de estar a merced tuya. Placer al saber que eran tus deseos los que imperaban. Y satisfacción al ser yo al que  tú elegiste para vivir esta noche.

            Cuando diste por finalizado el castigo, tus manos volvieron a extender un poco de crema sobre mi trasero. Después dejaste que me deslizara hasta el suelo, y yo de una forma impulsiva, comencé a besar tus pies. Mis labios no dejaron ni una solo parte de ellos sin besar.

            Cuando te pareció, los retiraste suavemente y te acostaste. Yo me acurruque en el suelo, apoyando mi cabeza sobre tus zapatillas, que aun retenían una porción de tu calor. Y cerré los ojos.

            Te sentí moverte en la cama, tu mano tocó mi cabeza. Yo alcé la mirada. Tú te apartaste un poco y me hiciste señas para que ocupara el lugar que dejabas libre. Me deslicé bajo las mantas, y nuestros cuerpos se sintieron. Mis manos te buscaron y te acariciaron. Nuestros labios se besaron hasta la saciedad. Nuevamente me permitiste entrar en ti. Y sentirme dentro abrazado a ti fue el mayor éxtasis que jamás he sentido.

            Después llegó el silencio. Nuestros corazones latían juntos, y  mis manos recorrían suavemente tu piel.

                        -¿En qué piensas? -Preguntaste mientras recostabas tu cabeza en mi pecho.-

                        -Nada mi señora.

                        -¡Dímelo! -Alzaste la mirada.-

                        -En lo que me falta. -Le respondí.-

                        -¿Qué te falta? -Me preguntó al tiempo que se apoyaba en mi pecho para incorporarse un poco.-

            Te miré, el silencio se adueño de ambos. En mi mente se sucedían los pensamientos. Las ideas bullían sin orden. Sentía como mi alma se desmembraba fibra a fibra. Y en su lugar nacía un vacío enorme que amenazaba con engullirme y arrastrarme a la locura.

                        -¡Mi Señora! Me falta saber que esto no es un sueño, que ésta noche no es el final, sino el comienzo. -Respiré hondo y continué.- Me falta saber que no estoy perdido. Que mañana cuando despierte seguirá permitiéndome estar a su lado.- Nuevamente el silencio se acomodó entre ambos, y unas lágrimas bañaron débilmente mis mejillas.-

                        -Entonces, -Me dijiste mientras pasabas tus dedos por mis labios húmedos por las lágrimas que derramaba.- No te falta nada. Eres mío y no pienso renunciar a ti. -Tus labios me besaron.- Pero debes entender que esto no es un regalo, sino un privilegio que debes merecer cada día.

                        -¡Gracias Mi Señora!

                        -No, de ahora en adelante, Seré tu dueña, tu AMA.

            Mientras oía aquellas palabras, mi alma se iba recomponiendo trozo a trozo, para convertirse en una nueva, distinta, un alma que ya no me pertenecía. Ahora ella como todo mi ser era de su propiedad. Y yo me sentía orgulloso de pertenecer a mi AMA.

            Así que ahora, mientras duermes yo te contemplo y me estremezco al sentir la tibieza de tu piel, y el latir de tu pecho sobre el mío. Así abrazado a ti rememoro esta noche, y sueño con las que han de venir. Y vienen a mi mente los versos de un poeta:

 

...Sueño con las cadenas de tu piel, y el tormento de tu deseo

Sueño con los caprichos de tu ser, y con ser quien te obedezco

Sueño con tu fusta en mi piel, y con la suavidad de tus besos

Sueño con que el amanecer no me arrebate este sueño...

 

1 comentario

Mar -

Super hot el relato, tu blog me fascina por entero, te has ganado una admiradora.

Nos leemos pronto.

http://sietesirenasvasaquererpecar.blogspot.com/