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Relatos de azotes

Los secretos de Charito (segunda parte)

Autor:  Amadeo Pellegrini   

A partir de aquel verano nos veíamos sólo durante las vacaciones y de manera fugaz en algunas contadas ocasiones.

En cada una de mis visitas la encontraba mejor formada y más bella. La atracción que Charito ejercía sobre mi aumentaba con sus encantos, aunque nuestras relaciones habían tomado definitivamente un rumbo adulto, no quedaba espacio para ninguna clase de jugueteos entre nosotros, porque el tradicional tabú familiar los impedía.

Estoy seguro que si hubiéramos tenido las oportunidades de antes hubiésemos regresado a los devaneos de entonces, porque manteníamos  los sentimientos a flor de piel, sin embargo la continuada vigilancia y presiones maternas procurando hacer de ella una “verdadera señorita”  nos separaban cada vez más.

Años más tarde ambos terminamos nuestros estudios, Charito se recibió de profesora de piano y yo me incorporé a una importante empresa. Poco después falleció nuestra abuela.Esa luctuosa circunstancia consolidó nuestra unión afectiva. No obstante yo regresé a mis actividades profesionales en Buenos Aires.

Como resultaba previsible mi prima comenzó a ser asediada por una nube de galanes. A su belleza y atractivos personales unía la fortuna de su padre, razón más que suficiente para convertirla en la soltera más codiciada de la región.

A pesar del reiterado asedio masculino el tiempo transcurría sin que Charito se decidiera por ninguno de los cortejantes. Para desesperación de mi tía que deseaba verla casada, ella encontraba siempre la forma de desalentarlos y alejarlos de su entorno.

De esa manera transitaron, con pena y poca gloria, por la casona de Don Raúl los mozos más seductores, los de mejor estampa masculina, los de mayor prestigio social por sus actividades profesionales o deportivas, los ricos herederos. Todos tuvieron la misma suerte, o sea: no la tuvieron…

Los despechados aspirantes y sobre todo sus familiares, agraviados por los supuestos desdenes de Charito la convirtieron en blanco de  murmuraciones. De ese modo el comportamiento de mi prima fue calificado de altivo, altanero, soberbio, indiferente, orgulloso, engreído, presuntuoso, hipócrita y una cantidad más de adjetivos reprobatorios, que a ella, desde luego, no la afectaban en los más mínimo.

No creo que mi tía haya fallecido por los disgustos que le causaba la hija como murmuraban las lenguas viperinas en el velatorio de sus restos, decididamente tomo partido por el certificado de defunción en el que consta aneurisma aórtico como causa del deceso.

Murió, relativamente joven, es verdad, como tantas otras personas, por la rotura de las túnicas de la arteria aorta y nada más, sólo la malevolencia pueblerina podía atribuir el óbito a Charito que bien sé cuánto sufrió la pérdida de su madre.

Poco tiempo después la empresa me ofreció una excelente oportunidad de trabajo en Venezuela, acepté y salvo esporádicas visitas al país, permanecí ausente cinco años. Nunca dejé de estar en contacto con mi prima, nos escribíamos, hablábamos por teléfono y por conducto de ella tenía noticias de mi solar nativo. 

Durante mi ausencia se instaló allá un tal Andrés Valdivia, un individuo poco conocido que ofició durante muchos años como radiotelegrafista en los barcos de la flota mercante. Retirado voluntariamente de la marina llegó para hacerse cargo de la dirección y redacción del periódico semanal “La Insignia”, vacante por fallecimiento de su tío, el director fundador y propietario.

La Insignia era un pasquín de mala muerte que merced a la prédica socialistoide de su fundador se había ganado la antipatía de los notables de la ciudad y en especial de la gente de la  iglesia, quienes sarcásticamente lo llamaban: “La Insidia”.

El sujeto que tomó las riendas del cuestionado periódico, poseía una figura un tanto ridícula, alto, desgarbado, de desordenada cabellera grisácea, rostro afilado, en cuya nariz cabalgaba un par de anteojos de marco oscuro grueso con cristales de notable espesor.

La siempre alerta maledicencia popular no tardó en endilgarle un mote acorde con su aspecto, comenzaron a llamarlo “El Lechuzón” .

De todo esto vine a enterarme recién a mi regreso definitivo. No me llamó la atención que mi prima nunca mencionara a Andrés Valdivia, porque si existían en la ciudad dos personas situadas en las antípodas sociales, eran Charito y el Lechuzón.

Ambos frecuentaban círculos diferentes y hasta antagónicos, pues mi prima no dejaba de asistir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, en tanto Valdivia, reconocido masón, no tardó en convertirse en Venerable de la logia “Estrella de Oriente”. 

La muerte de su mujer afectó más que nadie a Don Raúl Deraud, que unos años más tarde, carente de un delfín a quien poner al frente sus negocios, resolvió reconvertir su actividad, vendió las haciendas, arrendó sus campos, transfirió sus negocios y por consejo de sus asesores destinó la mayor parte de su fortuna a inversiones inmobiliarias en Buenos Aires, adquirió departamentos, locales comerciales, oficinas y cocheras, formó una sociedad anónima destinada a administrar todas sus propiedades incluidas las rurales, cuyos únicos socios resultamos su hija y yo.

De esa manera, por su voluntad, añadimos ambos  al lazo familiar que nos une un sólido vínculo societario.

Debo reconocer, sin falsa modestia, que el vejete demostró apreciarme lo suficiente como para, -a falta de algo mejor: un yerno por ejemplo-, confiarme los intereses de su hija para el momento que él se marchara de este mundo.

Después de tomar aquellas providencias, a poco de iniciada la nueva vida de rentista Don  Raúl padeció un ataque de apoplejía del que se recuperó a medias, pero a consecuencias del cual abandonó las partidas de dominó en el Club Social y hasta dejó de asistir a la iglesia para quedar definitivamente recluido en su casona.

Ninguno de los cambios afectaron la existencia de mi prima que continuó asistiendo a misa los domingos, atendiendo la Biblioteca Popular en horas de la tarde, cargo que ejercía ad-honorem desde que egresara del Conservatorio y haciendo visitas mensuales al cementerio para llevar flores a la tumba de su madre.

Cuando Don Raúl murió. Acompañé a mi prima quien, como esperaba, se apoyó en mi. Sentí entonces que debía saltar por encima de todos los tabúes y convencionalismos sociales y proponerle matrimonio. Así lo hice convencido que ella compartía los mismos sentimientos.

Grande fue mi sorpresa cuando al exponerle mis intenciones escuché de sus labios que ella pertenecía ya a otro hombre. Quedé alelado y estúpidamente pregunté:

-¿Qué quiere decir que perteneces a otro hombre?

-Eso mismo, tonto, que mi cuerpo y mi alma las posee desde hace mucho tiempo un hombre: el hombre que amo.

Quizás para conformarme me dijo:

-¡Tontito! Esperaste demasiado… Llegaste tarde, soy de otro que me hace muy feliz…

Nadie puede imaginar lo que esa revelación representó para mi. Si en ese momento el suelo se hubiera abierto bajo mis pies la sorpresa y desconcierto no hubieran sido tan grandes como la que experimentaba ante las palabras y la sonrisa de Charito.

Quise saber el nombre de la persona que había ganado su corazón, pero se negó.-Todavía es un secreto.

-Pronto lo sabrás. Debemos dejar pasar un tiempo razonable de duelo antes de formalizar nuestra unión, ¿comprendes verdad?...

Lo único que comprendía era que estaba parado allí como un estúpido al que acababan de echarle encima un balde de agua helada.

-Desde luego serás el padrino -agregó con la más seductora de sus sonrisas mientras pasaba su manita por mi rostro, pero esta vez no estaba pegajosa ni de chocolate, ni de caramelo, estaba impregnada de ácido nítrico… Al menos así me sentó la caricia. 

¡Charito! ¡Mi Charito de otro hombre! Increíble… inconcebible… inaudito… Traté de imaginar que se trataba de una broma de mal gusto porque en un medio tan reducido y chismoso como aquel donde todos vivían pendientes del prójimo, nadie le conocía ningún romance, muchísimo menos un amorío.

Si la noticia me dejó estupefacto a mi, cuando el suceso tomó estado público produjo el efecto de una bomba de alto poder. La sorpresa, el asombro, el desconcierto de la población fue mayúsculo porque nadie entendía nada, mucho menos que el elegido fuera tan luego Andrés Valdivia (a) “El Lechuzón”.

¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿En qué lugar? Se preguntaban unos a otros porque jamás se los había visto juntos. 

La boda se celebró en la mayor intimidad. Naturalmente yo conduje a mi prima al altar y allí, frente al oficiante, simbólicamente la entregué a su prometido… Los recién casados partieron en viaje de luna de miel a Europa.

La maledicencia popular reemplazó inmediatamente el mote de “ El Lechuzón”  por el admirativo de: “El Braguetón”. 

 (Continuará)

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