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Relatos de azotes

Los secretos de Charito (primera parte)

Autor: Amadeo Pellegrini  

Para Rosario, como muestra de afecto.  

Salí del sanatorio, con renovadas esperanzas y el pensamiento puesto en Charito que, con inevitable lentitud, se repondría allí en la habitación 101. 

El lugar había cambiado mucho; las sucesivas ampliaciones y remodelaciones lo transformaron en un establecimiento de primer nivel. Nada quedaba del antiguo sanatorio, sólo la placa de bronce recordatoria de la fundación y los retratos de los primeros médicos en las paredes del hall central, invadido a esa hora por médicos, enfermeras, pacientes y visitantes que deambulaban por los silenciosos corredores.

Cuarenta años atrás, -lo recordaba con absoluta claridad- había entrado allí de la mano de mi madre para conocer a mi recién nacida primita, tenía yo siete años y creo que en esa época prefería los varones; porque el hermanito que me habían prometido se demoraba en llegar… Tanto que al final nunca apareció.

Supongo que no les presté demasiada atención ni a la madre ni a la hija, atraído como estaba por otros objetos más novedosos para mí, como la perilla del timbre sobre la cabecera de la cama de la tía, que en un  descuido de los presentes pulsé consiguiendo la inmediata presencia de una solícita enfermera y una reprimenda de mi madre junto con la exhortación de mi abuela a comportarme como un “hombrecito”.

De aquella primera visita a mi prima, -única hija tardía del ricacho Don Raúl Deroud y de la hermana de mamá-, la imagen que conservo es su cara colorada como un rabanito, nada más.  

Los visitantes la veían hermosa, rozagante y qué sé yo qué, pero para mi era una cosa deforme y sin gracia. Claro que me cuidé bien de expresar ese pensamiento en voz alta para no ganarme una nueva reprimenda, un coscorrón materno, o ambas cosas.

Probablemente debido a aquella impresión inicial no tengo registrados los primeros tiempos de María del Rosario, nombres con los que fue bautizada, recién comencé a tenerla en cuenta cuando andaba por la casa balbuceando su nombre “Charito” por Rosarito como le decíamos los demás.

Obstinada desde el vamos, logró identificarse ante todo el mundo como Charito, lo cierto es que a partir de entonces consiguió que la llamáramos así y empezó a brillar con luz propia no solamente por su terquedad, sino también por su inteligencia y, -quizás para contradecir mi primera impresión-, por su belleza.

Afirmar que mi prima nació en cuna de oro y la criaron entre algodones no es ninguna exageración. Deseada, esperada hija de padres maduros, única heredera de la sólida fortuna amasada centavo a centavo por su padre, tuvo desde que abrió los ojos a la vida todo lo que una personita puede tener: mimos, riquezas y prestigio familiar, porque si bien nuestra rama materna provenía de un añejo tronco burgués, el ascendiente social paterno lo tenía adquirido el vejete Don Raúl a base de surtidos billetes de banco que le abrieron de par en par las puertas de la iglesia y de todas las demás instituciones  como destacado benefactor, además las autoridades locales y aun provinciales lo distinguían como hombre de consulta y la comunidad lo consideraba la figura más representativa de sus valores.

Por cierto que a Charito todas esas cosas le importaban un bledo, me atrevo a asegurar que no sólo las ignoró desde la niñez sino que mantuvo la misma actitud indiferente a lo largo de toda su existencia.

En lo que a mi respecta mi única prima representó al principio un gran fastidio. Me seguía, -mejor dicho me perseguía- a todas partes, con las manos pegoteadas de chocolate o de caramelo se prendía a mis pantalones, me adhería sus mocos en las mejillas cada vez que me besaba, pretendía que participara de sus juegos, cosa muy poco honorable para un varoncito.

En fin, como la mocosita mimada hasta el hartazgo que era, hacía cuanto estaba a su alcance para importunar a un chico crecido como yo que miraba con mayor interés a sus compañeritas de colegio.

De más está decir que la mayor parte de las veces Charito lograba sus propósitos, o bien porque, aun a regañadientes, terminaba por rendirme a su persistente acoso o para obedecer a los mayores que me inculcaban el deber de proteger, atender y complacer a la primita que me quería tanto…

Ni falta hace que reconozca que los juegos los conducía ella y que disponía de mí como hacía con sus muñecas, a las que dejaba en penitencia en los rincones o le alzaba las falditas para aplicarles palmadas por “portarse mal” . Sólo que para mi no había rincón ni castigos, al contrario a veces mi papel consistía en mandarla en penitencia al rincón también a ella, algo que, -lo confieso-, hacía a menudo y de muy buena gana.

Pero si a mí me perseguía para compañero de juegos, a nuestra abuela, que vivía con ellos, la abrumaba exigiéndole que le leyera o le contara cuentos. 

Rosario evidenció desde muy pequeña un extraordinario interés por todo lo relacionado con castigos corporales, en especial penitencias y azotainas, algo que a todos les llamaba poderosamente la atención porque ella jamás había recibido castigos de ninguna naturaleza.

No obstante, nadie encontraba anormal en ese interés y si alguno murmuraba: “¡Qué curiosidad tan rara la de esta nena!”  Los de la familia acostumbrados a las extravagancias de mi prima, respondían indiferentes: “Ya se le va a pasar…

Sospechaba yo, que nuestra abuela, quien filosóficamente sostenía que las historias en las cuales los protagonistas no corrieran peligros o sufrieran, no despertaban ningún interés, estimulaba las inclinaciones de su nieta y de alguna manera determinaba sus gustos.

Mi suposición se basaba en que, para complacerla, modificaba ella los finales de los cuentos infantiles, así Caperucita Roja recibía después una buena paliza de su mamá por haberse detenido en el bosque a hablar con el lobo, el pastorcillo mentiroso se llevaba una buena tunda por engañar a los demás pastores,  el trasero de la lechera pagaba por el cántaro roto, las respectivas posaderas de Hansel y Gretel padecían las iras familiares por empacharse de chocolate, así, con azotainas, ponía siempre punto final a todos los cuentos.

Charito entonces festejaba ruidosamente cada narración exigiéndole a la abuela mayores detalles y precisiones acerca de las palizas.

Ignoro el momento preciso en que las demandas de mi prima dejaron de fastidiarme, cuando mis sentimientos se modificaron y comencé a prestarle mayor atención. Es posible que esto sucediera cuando ella, cercana ya a los diez años, se perfilaba como una hermosa mujercita en ciernes y empezaba a ejercer con más soltura el innato arte de la seducción y manipulación del prójimo.

Fue de esa manera que entre nosotros se estableció de a poco, más que una clase de camaradería una suerte de complicidad que nos llevaba a alejarnos de los mayores para incorporar a nuestros juegos variantes menos inocentes o más procaces, según se mire.

No está en mi ánimo eludir las responsabilidades que como varón y  unos años mayor me cabían, pero debo aclarar a su vez que gran parte de esas, un tanto impúdicas, variantes las sugería y promovía la misma Charito con absoluto desenfado.

A modo de ejemplo, -puesto que no corresponde en esta oportunidad detenerme en esta clase de detalles-, diré que en cierta ocasión me presentó una figurita que representaba a una niñita boca abajo sobre las rodillas del papá quien la castigaba sobre el calzoncito con la mano abierta y después de preguntarme si sabía qué significaba aquello, me propuso que hiciera otro tanto con ella.

Charito misma se colocó en esa posición sobre mi regazo, instándome a que le pegara. La palmeé con suavidad sobre el coqueto calzoncito amarillo, mientras ella se burlaba del “castigo” diciendo: “¡No me duele!... ¡No me duele! Lo hacía con el evidente propósito de obligarme a proceder con mayor energía, la amenacé entonces con bajarle el calzoncito. Me desafió a que lo hiciera.

Yo tenía mis reservas, no por decencia precisamente, si no por temor a una acusación posterior, de manera que le dije que no lo hacía porque ella se lo contaría a su mamá.

Me aseguró que no lo haría, de inmediato me provocó llamándome “¡Tonto!... ¡Tonto!”  Con lo que consiguió la rápida remoción de la prenda y  que, al asomar su culito, le estampara allí una sonora palmada que la sobresaltó.

-“¡Ayyyy!... – chilló- “¡Me hiciste doler, tonto!...”  

Pero no hizo ningún amago de abandonar mis rodillas, retorciéndose de satisfacción cuando mi mano volvió a tomar contacto con su piel…No sigo.

Esta clase de jueguitos continuaron hasta que un par de años después ella viajó con sus padres a Europa, en cuyo ínterin yo me inscribí en la universidad de Buenos Aires y comencé a cursar mi carrera. 

Mi prima estuvo ausente nueve meses. Mis tíos regresaron cuando en Europa comenzaba el invierno boreal en tanto nosotros empezábamos a gozar del verano austral. De manera que volvimos a vernos durante las vacaciones.

Charito se empeñó en demostrarme, a fuerza de regalos, que durante su ausencia me había tenido presente en cada lugar donde habían estado: De Ginebra me trajo un cromómetro “Omega”  de oro, de Florencia una agenda de cuero repujado, de Roma media docena de corbatas de seda, de París lociones, de Toledo una navaja, de Barcelona una billetera y un cinturón de cuero, de Francfort una cámara fotográfica “Leica”, de Niza un par de anteojos para el sol y una multitud de obsequios más como un alfiler de corbata de oro, una estilográfica “Mont Blanc”  y otras cosas de no me acuerdo dónde.

(Continuará)

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