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Relatos de azotes

El Sacachispas

Autores: Amadeo Pellegrini y Ana K. Blanco

Hasta los catorce años vivió en Montevideo con sus abuelos y la tía Clotilde, que la habían criado desde los dos meses de edad, a su madre no la conoció y a su padre lo veía cada tanto. De pronto Venancio Paunero había aparecido en la casa para llevarla con él a Carmelo.

-Estará mejor allá conmigo -había dicho. Los abuelos ya no estaban para andar ocupándose de botijas [niños], la hermana tampoco, ella tenía demasiados problemas y encima debía atender a los viejos, la ciudad resultaba peligrosa para una mocita que no tardaría en tener una bandada de gavilanes revoloteando a su alrededor. Además desde que había terminado la relación con la Fermina, disponía de lugar para ella en el inquilinato de la calle General Flores donde vivía.

No se ocupó de saber qué pensaba Balbina al respecto. Pero a ella, le entusiasmaba la idea de abandonar la casa de los abuelos, para quitarse de encima  la maniática vigilancia de la tía solterona que ni siquiera la dejaba asomar a la calle; por ese motivo la pequeña ciudad de Carmelo no la desilusionó como tampoco la austeridad de las dos habitaciones que componían su nuevo hogar, porque allí al menos tendría libertad…

De aquellos dos cuartos comunicados entre sí y con la galería que circundaba el primer patio, el más amplio servía de cocina, comedor y sala de estar, tenía una gran mesa de pino tea en el centro rodeada por seis sillas de paja, otra mesa más pequeña adosada a la pared para el calentador de kerosén, un armario antiguo y en una esquina la palangana, la jofaina y el toallero completaban el mobiliario. El otro, dividido por una deslucida cortina gris era dormitorio. De un lado estaba la cama de hierro de su padre, la mesa de noche y una cómoda: detrás de la cortina su catre y un gran baúl verde con guarniciones y herrajes de bronce. El ropero de tres cuerpos había sido colocado en el medio para bloquear las dos hojas de la puerta que daban a la galería.

Las piletas para lavar la ropa y los retretes para uso de los inquilinos estaban en el segundo patio, al fondo, eso resultaba para Balbina uno de los detalles más incómodos de aquella casona. Sin embargo más sugestivo e inquietante para ella, resultaba todavía en la cocina: el rebenque colgado del mismo clavo que sostenía también un almanaque.

Ese rebenque que había armado Venancio uniendo con alambre un trozo de rienda a un cabo de palo de escoba, no estaba allí precisamente como adorno, según le informó escuetamente su padre:

-Ese es el “Sacachispas” Mírelo bien mocita, porque cuando haga falta ese le va a ajustar bien las presillas, ¿sabe?

En ese momento Balbina no abrió la boca, se limitó a asentir con la cabeza.>

No cabía comentario ni pregunta alguna, estaba muy claro que cuando él “echara chispas” por algún motivo, emplearía el rebenque para “sacarle chispas”  a ella… y  lo de “ajustarle las presillas” significaría, claro, una azotaina. Ya se estaba acostumbrando a la forma de expresarse de su padre.

A Balbina, que, por obvias razones estaba decidida a no darle a Venancio Paunero motivos para usar el “Sacachispas”, aquel rebenque colocado de manera tan ostentosa que la mirada de cualquier visitante tropezaba enseguida con él, le resultaba desagradable pues se le antojaba algo indigno, vejatorio, poco menos que indecente.

Tenía conocimiento que muchas familias poseían también algún tipo de rebenque o zurriago parecido, tanto como elemento de disuasión como, -llegado el caso-, para castigar faltas domésticas, pero no los tenían a la vista de todo el mundo; el decoro, el buen gusto, la discreción los mantenía ocultos en  guardarropas, armarios, o en los cajones de algún otro mueble.

Paunero, nacido y criado en esa región, donde los ríos Uruguay y Paraná confluyen repartiendo sus aguas en la miríada de islas que forman el Delta de donde parte el estuario del Río de la Plata que baña las costas uruguayas y argentinas, había llevado una vida agitada por muchos amoríos y diversos oficios, algunos menos honestos que otros.

Las islas, lagunas, bañados [humedales], arroyos y riachos, sus meandros y escondrijos no tenían secretos para ese aventurero andariego que terminó haciendo del contrabando su profesión habitual.

Al comienzo fue un “bagayero” [contrabandista] como los demás, dedicado a pasar pequeños cargamentos, pero poco a poco fue ensanchando la base de operaciones hasta llegar a convertirse en un personaje importante dedicado a todos los rubros: contrabando de personas, cosas, armas, valores, lo que fuera, entre los dos países.

Esas actividades le habían proporcionado un buen pasar, pero al mismo tiempo demasiados sobresaltos. En varias ocasiones había tenido que esconderse meses enteros para eludir el brazo de la ley, por esa razón y con motivo del golpe militar en la Argentina que endureciera la vigilancia y los controles fronterizos había resuelto, finalmente, ocuparse de su única hija y llevar una vida más sosegada.

La mocita pintaba bien, tenía una figura grácil en la que comenzaban a sobresalir ciertas prominencias como esos dos pequeños bultitos de los pechos que empujaban la ropa hacia adelante o la  incipiente curva de las caderas.

En cuanto a su carácter, a Venancio le recordaba mucho a la madre, impulsiva, algo atolondrada, efusiva y temperamental. Con el tiempo seguramente se convertiría en una mujer apasionada, de reacciones ardientes y fogosas. Esto último le preocupaba bastante.

No dudaba que debía mantenerla sujeta, era consciente que si llegaba a aflojarle un poquito las riendas corría el peligro de perder muy rápido el control sobre ella.

Conocía bastante bien la hechura para no estar seguro que tarde o temprano y en más de una ocasión tendría que ajustarle las presillas…

Al principio todo anduvo sobre rieles, Balbina se mostraba dócil y obediente. Cual pequeña ama de casa, limpiaba y ordenaba las habitaciones, lavaba sus ropitas,  planchaba las camisas del padre, le cebaba mates. En poco tiempo aprendió también a guisar, a hacer el puchero y preparar otros platos sencillos.

El primer encontronazo entre ellos se produjo unas semanas más tarde. Balbina quería visitar el puerto de noche porque le habían dicho que desde allí se veían perfectamente las luces de la ciudad de Tigre en la orilla argentina.

Para hacer ese paseo había convencido a una de las muchachas del taller de costura de enfrente, sólo faltaba el permiso correspondiente.

Venancio fue terminante, el puerto no era lugar para que dos muchachas anduvieran solas de noche por ahí… La negativa soliviantó a la impulsiva Balbina que le respondió de mala manera volviéndole despectivamente la espalda.

Más le hubiera valido no hacerlo. Venancio Paunero tronó: ¡Mocita! ¡Venga para acá inmediatamente!

La inesperada orden dada en tono que no admitía réplicas ni demora alguna, detuvo en seco a la muchacha que demudada y temblorosa como hoja de papel, giró obedientemente sobre sus talones para regresar con la cabeza gacha.

¡Alcánceme el “Sacachispas”! ¡Enseguida!

No tenía intenciones de azotarla, porque la veía demasiado frágil y delicada todavía, el rebenque podía lastimarle la piel… sólo quería meterle un poco de miedo en el cuerpo.

Ya llegará la ocasión, -ensó-, de pelarle las asentaderas y hacerle sentir el gusto del cuero… De momento, para ajustarle las presillas, con la mano alcanza...

Más muerta que viva, Balbina, con mano temblona,  descolgó el rebenque y se lo alcanzó.

Paralizada por el terror, observó como Paunero enarbolando el instrumento descargaba fuertes latigazos encima de la mesa primero, sobre el asiento de una de las sillas enseguida y, por último, contra el suelo. Cada choque del cuero producía un estampido seco que la estremecía de la cabeza a los pies…

Después de esa primera demostración, el padre se entretuvo rozándole las piernas con la lonja, haciéndolo subir y bajar al rebenque por delante y por detrás. De tanto en tanto, para intimidarla un poco más, jugueteaba con la falda alzándosela hasta la cintura con el extremo del cabo.

Durante ese lapso Balbina, convencida que abrir la boca no haría más que agravar las cosas, mantuvo cerrados los ojos y las mandíbulas fuertemente apretadas esperando el chaparrón que se avecinaba…

Para su sorpresa Venancio colocó el rebenque encima de la mesa y, suavizando el tono de voz, dijo:

Vea, mocita, por esta vez voy a sofrenar al  “Sacachispas”. Pero ni se piense que se las va a llevar de arriba… Venga arrímese…

La tomó por un brazo obligándola a inclinar el cuerpo hacia adelante. Con deliberada lentitud fue atrayéndola hasta atravesarla boca abajo sobre las rodillas, enseguida nomás la acomodó bien en esa posición, luego le rodeó la cintura arrimándola más a su cuerpo con la mano izquierda.

La pasividad de la muchacha, facilitó todos los movimientos. Ni siquiera opuso resistencia en el momento que  le alzó las faldas exclamando: ¡Para esto los trapos sobran! Ni cuando agregó: Esto también está de más… al deslizar hacia abajo la bombacha [bragas] para descubrirle las nalgas.

La aparición del suave trasero adolescente retrotrajo a Venancio a épocas distantes de su existencia./p>

Mientras recorría con mirada complacida el relieve de aquellas tiernas prominencias, la estrecha hendidura, los breves pliegues y hoyuelos que adornaban el conjunto, por su cerebro desfilaban una multitud de imágenes del pasado.

La blanquecina piel de magnolia de Balbina, le recordaba el trasero de la Yoli, esa mujer de Las Lomas que lo había encaminado hacia los singulares deleites del castigo al confesarle, una lejana noche, que “se ponía así de loquita porque estaba necesitando un poco de rigor…”

Nunca olvidaría aquellas palabras ni la manera decidida como Yolanda Carrascal lo indujo a nalguearla tumbándose en su regazo; apremiándolo después para que no lo tomara a broma, porque ella pretendía  que la azotaran con ganas…

Para el inexperto joven, los sorprendentes efectos de esos primeros azotes propinados a mano abierta en el atractivo trasero de una ardorosa mujer madura constituyeron todo un descubrimiento.

La manifestación de ese aspecto velado y fascinante de los juegos amorosos lo acompañaría de por vida.

A partir de aquella lujuriosa experiencia fueron muchas las mujeres a las que, por algún motivo o simples deseos carnales, Venancio Paunero  nalgueó sobre sus rodillas.

No las olvidaría; de cada una conservaba gratos recuerdos. Mujeres como la dulce Flora Marún que a pesar de su aspecto aniñado y corta estatura se resistía con fiereza a las azotainas, obligándolo a mantenerla bien sujeta porque durante la paliza corcoveaba a lo potro lanzando recios puntapiés; en cambio pasaron otras más resueltas, de carácter áspero y fornida apariencia, que protestaban un poco, pero a los primeros azotes se doblegaban con resignada mansedumbre, no faltaron tampoco las que se entregaban blandamente sin rechistar y también aquellas que, después del estreno no tardaban en aficionarse al castigo.

Estaba seguro que ninguna de ellas le guardaba rencor y que casi todas tenían buenos recuerdos de su callosa mano…

Esto pasaba por la cabeza del hombre, mientras acomodaba el cuerpo de la hija. Aunque en la ocasión las cosas resultaban distintas, pues estaba haciendo uso de su legítima autoridad, aunque no podía sustraerse al influjo de aquellas  desprotegidas nalgas…

Cerró los ojos para alejar de la mente los turbadores recuerdos  antes de descargar la palma de la mano que se hundió en la blanda carne dejando allí una impronta rojiza…

Fue espaciando las palmadas, mientras tanto Balbina pugnando por no gritar para no alborotar al resto de los habitantes de la casa, lloraba a moco tendido. Paunero llevaba mentalmente la cuenta, al llegar a la docena suspendió el castigo y ayudó a la muchachita a recuperar la verticalidad.

Aunque estaba convencido que había obrado con mesura el llanto de Balbina lo conmovió en lo más hondo.

Aquella paliza representó un episodio trascendente en la vida del padre y también de la hija. Las emociones experimentadas en la ocasión despertaron en la muchacha sensaciones hasta entonces oscuramente intuidas, pero en Venancio avivaron inconfesables deseos férreamente reprimidos que esa misma noche fue a satisfacer en uno de los tugurios aledaños al  viejo astillero...

Durante unos días ambos evitaron mirarse a la cara. Balbina avergonzada por lo sucedido, su padre también, aunque por diferentes motivos.

A raíz de aquel suceso, ambos formularon apreciaciones equivocadas respecto de las actitudes asumidas por el otro. La muchacha atribuía los gestos adustos del padre a la permanencia del enojo que ella había provocado, en tanto el hombre imputaba la mirada huidiza de la hija al bochorno producido por la envilecedora desnudez que le impusiera al castigarla.

A Venancio, en verdad,  lo avergonzaba un turbio deseo que lo inclinaba hacia ella… Aunque, durante la tormentosa relación que mantuviera con la madre, en algún momento dudó de su paternidad

A Balbina, por su parte, la humillaban los ásperos estímulos sensuales que aquellos azotes habían despertado en su cuerpo; desde entonces la urgía un insólito afán por renovar idénticas emociones…

El transcurso del tiempo se encargó de atemperar todos los recelos y volver las cosas al estado anterior. La relación de confianza entre ambos se restableció de manera más firme.

>Día a día Balbina experimentaba mayor admiración por el padre, en tanto Venancio advertía que la hija le importaba mucho más que su propia vida y que, cuando pensaba en el futuro, el malestar de los celos lo iba carcomiendo.

Imaginar que algún día la mocita llegara a abandonarlo como había hecho la madre lo sacaba de quicio. Por esa razón extremó los controles y la vigilancia sobre ella.

Pero resultaba imposible vivir pendiente de la hija todas las horas del día, pues atender los pedidos, la clientela, los “pasadores” y comisionistas que trabajaban para él le insumía buena parte de la jornada fuera de la casa, porque en su vivienda de la calle General Flores no recibía a nadie por ningún motivo, sus despachos  en horas determinadas eran las mesas de ciertos bares del centro, allí cobraba, pagaba y cerraba todos los tratos.

Para no descuidar la vigilancia sobre la moza contaba con la complicidad de algunas vecinas que, -favores y propinas mediante-, lo mantenían al corriente de las idas y venidas de la muchacha.

Al comienzo, Balbina creyó que las ausencias de Venancio la dejaban en completa libertad sin sospechar que era objeto de un permanente espionaje por medio del cual todos sus movimientos eran registrados y debidamente informados.

Descubrir que no podía mentir, ni engañar a Venancio le valió la segunda gran paliza de su vida. En la ocasión zafó, por muy poco, de probar los efectos de “el sacachispas”, pero no consiguió evitar el balanceo boca abajo sobre los muslos de su padre, mientras éste, -luego de ventilarle el trasero-, se lo azotó con inusitada furia…

No es que cometiera una falta seria, ella simplemente había salido a dar un inocente paseo, pero le había mentido, eso era lo grave del asunto: la mocita comenzaba a mostrar la hilacha, para que no le tomara demasiada afición a la calle, el autor de sus días resolvió prevenirla de esa manera.

Al principio, la vigorosa aplicación del remedio elegido esultó bastante amargo para la muchacha que no pudo contener el llanto, pero a medida que los dolores disminuían cediendo paso al escozor en la enrojecida piel, irrumpieron los inquietantes, aunque agradables, cosquilleos en las partes más recónditas y sensibles de su cuerpo…

La cólera inicial del hombre, se apaciguó del todo con los prolegómenos de la paliza; la vista del blanco trasero de Balbina le aceleró las pulsaciones, pero no contuvo la fuerza de su mano que aplastó repetidamente la blanda carnadura de los glúteos.

Los azotó hasta enrojecerlos, sin ninguna clase de reparos, ni pausa, ni prisa… Ya dispondría más tarde del tiempo necesario para desfogarse en la barriada del astillero con alguna de las muchachas de allá…/p>

Venancio Paunero, no tardó en lamentar que el tiempo transcurriera con tanta rapidez, la mocita que había traído de Montevideo crecía demasiado rápido. La plenitud de sus formas, la cadencia de sus pasos, el acompasado movimiento de sus caderas, hasta los menores gestos prefiguraban ya una hembra hecha y derecha.

Paralelamente adquiría ella mayor firmeza e independencia, sostenía sus opiniones con vehemencia, trataba de imponer sus criterios y aunque las rebeldías y la obstinación voluntarista le acarrearan frecuentes palizas, éstas no parecían afectarla demasiado, más aun, en algunas ocasiones parecía provocarlas.

Consciente el padre que las palizas ya no la impresionaban y por ese motivo no producían los efectos buscados, estuvo por echar mano al rebenque en más de una ocasión.

Sin embargo se contuvo y continuó castigándola como siempre: boca abajo en sus rodillas, era la manera de hacerle saber que aun no había crecido lo suficiente, que todavía era una botija [niña], convencido, de paso, que ese tratamiento la humillaba más, porque terminada la paliza corría ella a tumbarse en su catre...

Rafaela llegó a Carmelo casi con la primavera. Era hermoso ver como cambiaba todo en septiembre. Volvían las golondrinas, se veían las primeras hojitas salir de los brotes, todo florecía y hasta el aire, aun frío, se hacía más respirable y energizante.

La habían contratado de un colegio privado de Carmelo, pero eso sería a partir de marzo del siguiente año. Entonces decidió irse a vivir desde ya, así podría ir conociendo la gente, costumbres, lugares y autoridades del lugar, para que una vez comenzadas las clases, todos la conocieran y también ella saber con quién estaba lidiando. Tenía 31 años, aunque representaba un poco menos.

Al llegar a la estación de autobuses de Carmelo no sabía muy bien hacia dónde dirigirse, así que contrató a Ricardo para que cargara sus valijas y hablando con algunos vecinos y haciendo preguntas sobre dónde podría alojarse, varios le recomendaron el inquilinato de la calle General Flores. Allí podría alquilar una o dos habitaciones hasta conseguir una casita, o de lo contrario quedarse allí permanentemente.

Bueno, aunque trató de disimular, se sintió algo desilusionada al ver el lugar. No era una persona demasiado ostentosa en sus gustos, pero le hubiera agradado más tener su propia vivienda con baño privado y todo eso, pero… en fin, para salir del apuro estaría bien. Rafaela era una convencida de que nada es casual, así que habló con la encargada y esta le rentó dos habitaciones: una le serviría de dormitorio y en la otra haría el área de cocina-comedor y estar. Mientras Dominga, la encargada, le mostraba su futuro hogar, Ricardo esperaba afuera con las maletas. En eso entraron en la habitación contigua, un hombre de unos cuarenta y pico de años con una muchachita que andaría por los 15 años. El hombre tenía un aspecto bastante severo, y la chica iba con la cabeza baja, pero Rafaela pudo ver perfectamente cómo la chica miraba a Ricardo por el rabillo del ojo.

Una vez arreglados los detalles con doña Dominga, le pidió a Ricardo que le ayudara a entrar los bultos a la habitación y que le trajera el resto de las cosas cuando llegaran de Montevideo. Había dejado unos cuantos bultos con libros y enseres que su familia le despacharía más tarde. El resto del día lo dedicó a organizar sus cosas y a la noche ya se sentía en su hogar. Su vecinita le golpeó la puerta y se presentó. Dijo que se llamaba Balbina, que tenía 16 años y que vivía con su papá don Venancio Paunero. Estuvieron charlando un rato y quedaron muy amigas.

Al día siguiente Rafaela se presentó en el colegio, donde por cierto la recibieron muy bien. También consiguió unas cuantas clases particulares que le servirían para mantenerse holgadamente hasta que comenzara el curso siguiente.

Cuando regresó a la pensión vio a Ricardo con una de sus cajas, parado frente a la habitación y charlando animadamente con Balbina, la joven vecina, mientras que ésta barría el patio. “Aquí hay amor en puerta”, pensó para sus adentros Rafaela.

Luego que puso la caja en la habitación, Ricardo se fue y Balbina entró con una sonrisa que no le cabía en la cara.
-¡Rafaela, Rafaela! ¿No es lindo Ricardo?
-Pero niñaaaaa… ¡cálmate! Sí, es un joven muy guapo… y a ti te gusta mucho, ¿verdad?
-Sí –confesó con su cara roja como una grana- Pero seguro que a mi papá no le parece bien que salga con él.
-¿Porqué no?
-Creo que tiene miedo de quedarse solo…

Comenzaron a conversar. Esa niña necesitaba hablar, y con un poco de psicología por parte de la maestra, Balbina le confesó una muy buena parte de su vida, sobre todo del último tiempo vivido con su papá, de lo estricto que era este, y de las azotaínas que le propinaba por cualquier razón. Más la amenaza del “sacachispas”.

En lo más animado de la conversación, pero luego de un buen desahogo, apareció por la puerta don Venancio.

-¡Balbina! ¿Qué hace usté aquí mocita, en vez de estar arreglando su casa? Deje ya de molestar a la señorita. Me presento –dijo estirando su mano- Venancio Paunerio pa’ lo que guste mandar.

-Es un placer don Venancio –le contestó Rafaela mientras su suave y delicada mano se perdía en la inmensidad de la mano de aquel hombre tosco pero… interesante sin llegar a guapo- Y no le diga nada a Balbina, si ella no me molesta para nada, todo lo contrario, es una gran compañía para mí.

Y dándose la vuelta  con un guiño cómplice a la chica y sin que él la viera, le dijo:

-Justamente estábamos hablando de trabajo para ella y para mí. Como a Balbina le quedan algunas horas libres en el día y a mí también, le estaba proponiendo un negocio.

-¿Qué clase de negocio si se puede saber?

-Uno muy conveniente para las dos, siempre y cuando usted lo apruebe, por supuesto…

-La escucho –le dijo con su tono más severo, seguramente con intención de amedrentarla, cosa que por supuesto no consiguió.

-Le ofrecía a Balbina darle clases particulares a cambio de que me ayude con la limpieza de mis habitaciones, dado que yo no estaré aquí parte del día, y el tiempo que esté lo ocuparé en impartir clases aquí mismo. Por lo tanto, necesito ayuda y ella está muy práctica con todo lo referente a la casa.

-Está bien, lo pensaré…

-¿Pero porqué no pasa usted y nos acompaña? Justo íbamos a tomar unos mates con Balbina…

Rafaela pretendía ganarse su confianza aunque no sabía muy bien por dónde entrarle a este hombre tan huraño. Finalmente aceptó y entre mate y mate lograron que don Venancio  aceptara que la maestra le diera lecciones privadas a Balbina.

Venancio era un hombre muy rígido y no estaba metido en negocios muy limpios, por lo que pudo enterarse con el correr de los días. Algo de contrabando y alguna cosita más que Rafaela no alcanzó a comprender. Quizás debido al ambiente donde se movía explicaba que fuera tan duro con su hija, al extremo de casi no dejarla salir a la calle sin su autorización o en su compañía.

Los días se fueron sucediendo uno tras otro y Balbina aprendía con una velocidad sorprendente. Las pertenencias de Rafaela tardaban más de lo creíble en juntarse con su dueña, pero ya se había dado cuenta que Ricardo las iba trayendo lentamente, día tras día, para poder ver más seguido a Balbina con una excusa. Rafaela no lo negaba ¡ella tapaba esos amores! Pero es que le daba tanta dulzura verlos juntos que… los dejaba sentados en el comedor y ella inventaba cualquier excusa para irse al dormitorio y dejarlos solos… y sentía desde allí el cuchicheo y algún beso que otro. Por supuesto que don Venancio no sabía nada de esto.

Una tarde como tantas, Ricardo apareció con una caja que ni siquiera era para la maestra, pero… ya había terminado de entregarle todas las cajas a Rafaela y la trajo “equivocadamente”. Como siempre ella se retiró al dormitorio y pasados unos minutos se abrió la puerta de golpe. ¡Era don Venancio! Y los pescó en pleno beso pasional.

-¡Ahijuna gran perra! Yo te vi’a dar por andar propasándote con la Balbina…

Y sin más se le tiró encima al pobre Ricardo, sin darle tiempo siquiera de reaccionar. Rápidamente Rafaela logró interponerse a tiempo como para que el chico huyera con apenas algún machucón.

-Cálmese Venancio. Son muchachitos y no estaban haciendo nada malo.

Su mirada la fulminó. Parecía que le saliera fuego de los ojos./p>

-¿Así que usted es la que está tapando estos amores impúdicos? ¡Balbina! ¡Caminá pa’ la pieza carajo! Hoy sí que te la ganaste.

-Pero… ¿qué va a hacer usted Venancio?

-Eso no es su problema, maestra. Usté no se meta en esto, pero…  tenga bien presente que cuando termine con ella, sigue usté –le dijo señalándola con el dedo índice.

-Ese dedito, caballero, puede usted guardárselo. A mí no me señale ¿entendió?

-Ahora no tengo tiempo de discutir, debo ajustar cuentas con mi hija.

-Espere Venancio, usted no debería pegarle estando tan enojado. Está usted fuera de sí y podría hacerle verdadero daño a la niña.

-Le dije que no se metiera en esto. Si sigue así, la primera en ser fajada [castigada] será usté maestra.

-¡Oiga!… a mí no me amenace. Lo único que le estoy diciendo es que piense antes de tocar a su hija con el enojo que tiene.

-Y que usté está haciendo crecer a cada segundo…

-¿Porqué? ¿Por qué lo hago pensar? ¿Por qué sabe que está cometiendo un error?

Venancio optó por ignorarla y salió detrás de Balbina, que imaginando lo que se le venía lloraba desconsoladamente. Entraron a la pieza y Venancio siguió de largo, tomó una silla y se sentó mirando hacia Balbina y hacia la puerta, por donde vio que Rafaela se asomaba tímidamente.

-¡Balbina! –Gritó en forma desaforada- Traiga p’acá el sacachispas que hoy lo va a estrenar.

La niña, muerta de miedo, descolgó aquel terrible instrumento con el que había sido amenazada tantas veces. Se dio media vuelta y se dirigió hacia su padre, cuando de repente sintió que de un tirón le arrebataban el sacachispas. En menos de un segundo con el instrumento en su mano, salió Rafaela corriendo “como alma que lleva el diablo” por la puerta y ganó la calle. Venancio, casi fuera de sí, se dirigió tras sus pasos. Al llegar a la puerta la vio que corría hacia la calle principal. Tomó su auto y la interceptó en plena avenida.

-Buenas noches señorita Rafaela. ¿La llevo hasta la pensión?

-Aléjese de mí –le dijo por lo bajo.

-Maestra –le dijo en el tono más dulce y bajo que pudo lograr- puede usté subirse al auto tranquilamente, o puedo bajarme y obligarla a subir y que sea la comidilla del pueblo por varios días –y le mostró la más bella sonrisa de inocencia de la que fue capaz.

No tuvo otra opción que obedecer. Entró al auto con un gesto de malhumor y se sentó a su lado.

-Ahhhh… cómo me gustan las mujeres cuando son obedientes! –decía mientras ponía el auto en marcha hacia las afueras de la ciudad.

-Oiga, ¿dónde cree que va? ¿Dónde me lleva? ¿Qué pretende al sacarme del pueblo?

Su cara denotaba terror y Venancio la adoró en ese momento.

-No se asuste Rafaela. Sólo la voy a llevar a un lugar que conocemos un puñado de personas. Allí estaremos solos y podremos charlar un ratito y hablar de la educación de Balbina… y de la suya también.

-¿De “mi” educación? No quiero sonar soberbia don Venancio, pero dudo que usted me pueda enseñar educación a mí.

-No me menosprecie maestra. Yo no podré enseñarle todas esas cosas que usté enseña en sus clases, pero… sí puedo enseñarle humildad, obediencia y otras cositas tan básicas en la buena educación de una dama. Sobre todo una dama como usté.

-No lo menosprecio caballero, pero permítame poner en duda sus palabras.

-La pucha que habla fino usté…  En eso la admiro, ¿ve? Pero le aseguro, buena moza, que sí tiene alguna cosita más que aprender. Una pregunta: ¿Ande está el sacachispas?

-Aquí –le dijo, sacando el instrumento de dentro de la manga de la chaqueta- No iba a permitir que la gente viera esta porquería – y sin más la arrojó por la ventanilla.

El frenazo que dio Venancio casi la hace volar a través del parabrisas. Con una rapidez que hizo sonar la caja de cambios del automóvil, puso la reversa [marcha atrás] y paró aproximadamente por donde había caído el dichoso instrumento.

Abrió la portezuela del automóvil y con una terrible cara de enojo mientras que le mostraba su dedo índice, le espetó:

-¡Bájese inmediatamente del auto y búsquelo! Y más vale que lo encuentre.

Ella hizo un gesto como para hablar…

-¡No me hable! ¡No me dirija la palabra! Bájese ya mismo carajo! Y póngase a buscar el sacachispas.

-Pero… está oscuro, no veo nada!

-Haberlo pensado antes… ¡Bájase de una puta vez!

Vaya que estaba enojado. Más le valía obedecerle, así que abandonó el auto y se puso a buscarlo. Era una hermosísima noche de luna llena y eso le ayudó a encontrarlo con más facilidad después de unos pocos momentos de búsqueda.

Venancio se había bajado del auto y la observaba. Llevaba puesta una chaqueta azul y una amplia falda del mismo tono, camisa rosada y zapatos bajos azules. Venancio la miraba a lo lejos y con la complicidad de la noche y la oscuridad, se deleitaba con aquella figura. Él veía a Rafaela como toda una dama y muy lejos de su alcance, como a las estrellas que destellaban en el cielo aquella noche. Era esa una deliciosa mujer, pero imposible para él, así que se conformaba con soñarla en las noches.

En determinado momento, se detuvo y se agachó a recoger el sacachispas. Fue el exacto momento en que el dios Eolo se apiadó de Venancio y sopló lo suficientemente fuerte para levantarle la falda y darle a este hombre un espectáculo inolvidable: un culo redondo, fuerte, firme, juvenil, cubierto por unas bragas que ocultaban lo estrictamente necesario como para dejar mucho a la imaginación. Ese maravilloso trasero estaba sostenido por dos piernas como columnas, torneadas por Dios… porque solo el Divino Creador podía haber hecho semejante belleza. Quedó mudo, atontado, boquiabierto, congelado en el tiempo y tratando de retener en su mente aquella imagen para que no se le borrara jamás. Rafaela caminó en dirección a él. Cuando estuvo a su lado:

-Aquí tiene su estúpido instrumento –le dijo Rafaela mientras le estiraba su mano conteniendo el bendito sacachispas. Venía con el rostro bajo, y aún estaban arrebolados sus cachetes debido al episodio del levantamiento de la falda, y con esos colores y aquella actitud, se veía aún más bella. Pero él era lo suficientemente caballero a pesar de su poca cultura, como para decirle nada a la dama. El oír la voz de Rafaela lo hizo salir de su ensimismamiento. Lo tomó y…

-Suba otra vez, ya falta poco para llegar.

-¿Para llegar a dónde?

-¡Suba!

No lo iba a seguir provocando. Se dio media vuelta y subió al coche, que enseguida retomó la marcha.

La luna y la noche se combinaban con el resto de la naturaleza para crear sombras fantasmales que huían presurosas cuando las luces del auto las enfocaban. Los dos iban en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, aunque no tuvieron mucho tiempo para pensar, porque Venancio, luego de diferentes y extrañas idas y venidas por distintos caminos, con una experta vuelta de volante paró frente a lo que parecía un galpón.

-Sígame…

Esta vez no preguntó. Bajó en silencio del auto y lo siguió. Él iba delante, abriendo y cerrando portones, prendiendo y apagando luces y caminando seguro como quien conoce el lugar a ojos cerrados. Hasta que llegaron a una especie de escritorio dentro de aquel enorme galpón lleno de cajas de todo tipo, tamaño y color. Evidentemente era la “guarida”, el “escondrijo”, “la cueva de Ali-Babá” donde guardaban el contrabando. Ella miraba todo pero no decía nada…

Finalmente, Venancio prendió la luz de aquella especie de despacho. Era sumamente sencillo y humilde: un escritorio de madera con varios papeles sobre él, un teléfono, un portalápices y pocos elementos de escritorio más; una silla de cada lado del escritorio, una mesa con implementos para calentar agua, unas tazas, termo y mate, yerbera, y en un costado un archivador. Ese era todo el simple el mobiliario de aquella “oficina”.

Rafaela seguía mirando todo con ojos escudriñadores, y Venancio la dejaba…

-Siéntese – le ordenó. Porque se lo ordenó, no se lo pidió.

-Estoy bien así, gracias –le dijo en tono desafiante. Venancio sonrió… pero ella no supo leer aquella sonrisa.

-Bien Rafaela… la he traído hasta aquí para poder hablar tranquilos, sin que nadie nos moleste. Tengo que agradecerle y reconocer el trabajo que ha hecho con Balbina. Ahora es una señorita fina, y eso me gusta.

-Me alegra que vea usted los cambios.

-Los veo maestra, los veo. Yo lo veo todo. Por ejemplo hoy también vi cómo usted tapa los amores bajos de estos gurises [niños].

-¡No son amores bajos Don Venancio! No ensucie de esa manera un amor juvenil tan bonito y tan puro como el de estos muchachos.

-El beso que yo vi no tenía nada de “bonito y puro”. Era un beso de deseo y de pasión.

-¿Y eso lo hace bajo?>

-Bueno… de todas formas no estamos aquí para hablar de eso.

-¿Ah… no? ¿Y… para qué estamos aquí Don Venancio?

-Estamos aquí porque me impidió usted golpear a ese sabandija de Ricardo en primer lugar, y después no me dejó castigar a mi hija. Se interpuso sin más en el camino y todavía tuvo el descaro de robar este instrumento, que tiene mucho valor para mí.

-Por supuesto. ¡Y lo volvería a hacer! En el estado en el que estaba usted, con ese ataque de ira que tenía, no podía castigar a la niña. Le hubiera hecho mucho daño.

-¿Por qué ella es muy joven?

-Exacto. Y porque estaba usted fuera de sí.

-Bueno, entonces ahora que estoy calmado, castigaré a la verdadera responsable: ¡usted! Venga para acá. A usted le toca pagar por las dos.

Los ojos de Rafaela se abrieron como el dos de oros. Las mil mariposas que tenía en el estómago comenzaron a revolotear sin cesar. Ese hombre no podía estar hablando en serio, pero por más que protestó y pataleó, terminó sobre las piernas de Venancio, que comenzó a nalguearla sin ningún reparo. A medida que los azotes caían y ella sentía el ardor propio de una azotaína fuerte, comenzó a percibir una deliciosa sensación de excitación que no sentía desde la última vez que estuvo con un hombre. Después de varias nalgadas, Venancio levantó la falda para ver el estado de las nalgas que asomaban tímidamente rosáceas a los costados de las bragas. Así que siguió azotando con  maestría y experiencia mientras que Rafaela trataba de cubrir con una mano su colita y con la otra mantener el equilibrio.

Cuando ella pensó que todo había terminado, sintió que una mano invasora bajaba sus bragas.

-¡Noooooooo! ¡No se atreva usted a hacer eso! Déjeme ir. No tiene derecho a tratarme así. Suélteme… ¡bruto, grosero!!

-Siga pataleando por favor, así se cansará más rápido y se me hará más fácil el trabajo de azotarla.

Rafaela se sentía impotente, enojada, y hasta humillada de encontrarse en esa situación, aunque muy dentro suyo, pegaditas a las mariposas de su estómago, volaban también unas cuantas sensaciones maravillosas…

Cuando Venancio terminó de bajar las bragas, no podía creer lo que veía: eran las nalgas más hermosas que hubiese visto jamás. Un grito de ella lo hizo volver a la realidad y su mano comenzó a caer con una fuerza media, pero resonaba en aquel lugar con un eco que parecía que estuvieran nalgueando a un ejército. Las nalgas se iban tornando de un rojo más fuerte y oscuro con cada azote…

En determinado momento Rafaela dejó de patalear y él se percató de sus lágrimas. Su mano seguía siendo efectiva… Sonrió.

-Levántese Rafaela…

-¡Nunca le perdonaré esto! Humillarme de esta manera, ¡no tiene perdón! ¡So bruto, ignorante!

-No me insulte Rafaela… o me veré obligado a…

-¿A qué? ¿A seguirme golpeando? Desgraciado...

-Veo que no ha tenido suficiente, todavía tiene mucha fuerza, así que…

La llevó hasta el escritorio. Con una mano arrojó al suelo todo lo que estaba en él. La tomó y la colocó con su vientre sobre el mueble. Estiró su mano y tomó el sacachispas. Levantó el brazo para descargar el implemento sobre aquellas enrojecidas carnes, cuando… ella se soltó a llorar y se aflojó por completo. La soltó para ver qué hacía, pero no se movió… solo lloraba de forma desconsolada. Y eso lo enterneció.

Bajó la mano, tiró a un costado ese instrumento que por lo que parecía jamás iba a ser estrenado.

La levantó, la abrazó y sobre su pecho dejó que se calmara.

Cuando ella comenzó a sollozar muy suavemente, lo miró a los ojos y ninguno de los dos aguantó más. Se fundieron en un beso largo, profundo, dulce y… pegajoso, porque no podían despegarse. El beso y el abrazo fueron deliciosos…

Cuando se separaron, Venancio habló:

-A partir de hoy, vos te encargarás de la educación de Balbina, y yo me haré cargo de vos…

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