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Relatos de azotes

Después del carnaval

Por: Amada Correa

“…Pero el encanto de aquellas horas
al morir Momo, se disipó y con mi dolor
a solas, lloré la muerte de una ilusión…” 

“Después del Carnaval” (TANGO)
Música y letra Amuchástegui – Keen


Ese año la cosecha, había resultado excepcional, la gente disponía de dinero y muchas ganas de divertirse, por eso los carnavales prometían resultar inolvidables.

Como siempre la avenida principal de la localidad, luciría adornada para el Corso (N. del Editor: desfile de carnaval, Rúa), después el baile de disfraz con dos orquestas, se llevaría a cabo  al aire libre en las instalaciones del Sporting Club.

Para el Comisario Benítez, funcionario de gruesos bigotes y espesas cejas negras, policía “de los de antes”, cuyo apego al orden delataba la reciedumbre de su carácter, los festejos del carnaval resultaban oportunidades de desbordes y desmanes.

El Comisario con el propósito de advertir a la población, mandó fijar, una semana antes, en lugares bien visibles el “Edicto de Carnaval”, estableciendo las prohibiciones, las contravenciones, la obligatoriedad de los permisos de disfraz y, -lo más serio-, las penalidades para los infractores, que iban desde multa de cinco pesos para arriba hasta treinta días de arresto. El último apartado estaba impreso en caracteres destacados.


Santiaguito Riello y Ricardito Covacci eran amigos inseparables o sea, eran lo que vulgarmente llaman: “carne y uña”. Ninguno de los dos recordaba quién de ellos había tenido la loca idea de disfrazarse de mujer para esos carnavales. Lo que seguramente nunca olvidarían serían las consecuencias que les deparó aquel desdichado episodio juvenil…

Fanny y Nilda Covacci, hermanas mayores de Ricardito, acogieron entusiasmadas el proyecto de los dos muchachitos. Fueron ellas las que idearon  vestirlos de gitanas y las que, en el más absoluto secreto, se ocuparon de preparar los disfraces; para lo cual, a escondidas, deshicieron y tiñeron viejas cortinas, reformaron blusas pasadas de moda, remendaron y rellenaron con lana dos gastados corpiños, confeccionaron, con lienzo de color, un par de grandes pañuelos, exhumaron, de un baúl, postizos y trenzas de utilería de la época que ambas formaban parte del grupo de teatro vocacional de la Comisión de Fomento Cultural y Agrario.

La víspera del carnaval, los dos amigos se presentaron en la comisaría para sacar el correspondiente permiso de disfraz.

El policía que los atendió, después de anotar en una planilla sus nombres, direcciones y el tipo de disfraz elegido, -allí declararon que se disfrazarían de linyeras (N. del Editor: sintecho, homeless, clochard) -, les entregó la cartulina numerada que ambos debían llevar colocada en la ropa de manera visible.
  

El primer día de carnaval, desde temprano, en medio de bromas y risas, los cuatro conjurados, pusieron manos a la obra. Con las faldas en su lugar, ceñidos los corpiños debajo de las blusas; agujas e hilo en mano, las hábiles mujeres, dieron los últimos toques a las vestimentas  para pasar a componer los respectivos tocados, después fue el turno del maquillaje: rimel y sombra en los párpados, pintura en los labios, abundante carmín en las mejillas, falsos lunares alrededor de la boca, esmalte rojo en uñas de manos y pies…

Por último, collares, pulseras y aros de fantasía completaron el prodigio, el espejo mostró entonces la inequívoca figura de dos auténticas gitanitas retorciéndose de risa y a las hermanas Covacci por detrás celebrándolos.

Fue Nilda, la menor de las hermanas, quien advirtió que faltaba un detalle importante. Regresó de su habitación con dos delicadas bombachas (N. del Editor: bragas, pantaletas) de satén para reemplazar los masculinos calzoncillos.

Como todas las cosas tienen sus límites, al principio, por timidez o por vergüenza, los muchachos las rechazaron. Al cabo, a regañadientes, ante la insistencia y los burlones comentarios de las mujeres, sin mirarse entre sí, se las colocaron para terminar un rato después por recogerse las faldas delante del espejo, muertos de risa.

El Corso estaba programado para las 21 horas, pero desde un par de horas antes el público empezó a congregarse en los sitios más estratégicos para no perder ningún detalle del desfile de carrozas y de las comparsas, mientras tanto dos policías montados recorrían, de un extremo al otro, el trayecto engalanado de la avenida para impedir que la gente se estacionara en la calzada o jugara con agua.

Solos en casa de los Covacci, ambos amigos esperaban ansiosos que oscureciera por completo y comenzara el bullicio de las comparsas para sumarse a la fiesta. Llegado ese momento,  encerraron al perro para evitar ser seguidos y reconocidos por los vecinos,  se colocaron los antifaces color rosa, saltaron la tapia por los fondos hacia la casa lindera, desde allí, agazapados, cruzaron rápidamente un ancho baldío (N. del Editor: solar, terreno) hasta ganar la calle y pegados a las paredes llegaron a la esquina del palco de los organizadores y el jurado.

El Sporting Club  había instituido tentadores premios por un total de 500 Pesos distribuidos así: 250 Pesos a la mejor carroza, 150 Pesos a la mejor comparsa y dos primeros premios de 50 Pesos al mejor disfraz masculino y otro tanto al femenino.

En medio del bullicio de silbatos, matracas y tamboriles de lata entraron, balanceando las caderas al compás, como les habían recomendado las chicas, en la avenida San Martín.

Se ubicaron  detrás de la comparsa “Los Desalmados” formada por unos ocho jovencitos envueltos en sábanas con la cara cubierta por una máscara de tela blanca simulando calaveras, donde se mezclaron con otro grupito de disfrazados que venían acompañando la murga, “Las Flores del Chiquero”(N. del Editor: pocilga, cuadra para cerdos).

De entrada, las dos “gitanitas” llamaron la atención de los espectadores, al llegar frente a la confitería “La Ideal” donde estaban reunidos la mayor parte de los vagos de la localidad, la presencia de los dos amigos fue saludada con una silbatina y un coro de piropos. Desde uno de los balcones cayó sobre ellos el homenaje de una lluvia de serpentinas y papel picado.

Por un momento ambos se sintieron los ídolos de la noche, la muchachada esperaba verlos pasar nuevamente para abalanzarse sobre ellos, con intenciones de robarles besos o destinarles alguna caricia audaz matizada con propuestas obscenas.

El baile estaba en lo mejor con la pista saturada de bailarines y disfrazados estorbándolos. Allí se repitió con más virulencia el asedio que habían experimentado en el Corso. Para librarse de los cargosos no tuvieron más remedio que acercarse a los grupos de mujeres estacionadas frente a los baños, pomposamente llamados “Tocadores”.
 
Fue entonces donde no tuvieron mejor idea que entrar a la antesala de los retretes para las damas y para rematarla, por gracia Ricardito hizo estallar un petardo al grito de ¡Me matan!... ¡Me matan!...

El pandemónium que se produjo en el atestado recinto fue extraordinario; en cuestión de minutos dos agentes de policía flanquearon la salida cerrando el paso a los curiosos que se arremolinaron en torno a la puerta. Acusados por dos gruesas damas que salieron de los retretes en el momento preciso del estallido y que atestiguaron en su contra ambos fueron prendidos en el acto y trasladados a la Comisaría.

Una vez identificados fueron alojados en un oscuro calabozo. Allí adentro, los dos consternados amigos quedaron aguardando su suerte. Es decir esperando la llegada del Comisario Benítez, y de sólo pensarlo se les ponía carne de gallina…

Entre tanto desde exterior llegaban a la celda los apagados compases de una milonga, matizadas de a ratos con las suaves melodías de algún valsecito y las alegres notas de los pasodobles entreverados más tarde con las melancólicas cadencias de la selección de tangos.
 
Afuera la gente seguía divirtiéndose, en cambio para ellos y para “Jarrita” perdidamente borracho que compartía aquel sórdido alojamiento, la fiesta había terminado…

El Comisario llegó a su oficina cuando la orquesta típica anunciaba el sorteo de la Mesa Servida y a continuación la última selección de la noche…
Soria, el escribiente, que por una cruel burla del azar cortejaba a la menor de las Covacci, fue el encargado de dar el parte de novedades a su Jefe.
-Bien Soria, -aprobó el funcionario-. Ahora prepare el mate y después tráigame a esos dos mariquitas…

Desencajados y temblorosos aparecieron Santiaguito y Ricardo a quienes el acompañante ordenó quedarse de pie debajo de las tulipas que iluminaban la sala, de cara al Comisario, que ni siquiera se molestó en levantar la vista para observar a los recién llegados, simuló continuar ocupado con los papeles que tenía dispersos sobre la mesa sorbiendo con fruición los mates que le alcanzaba el  escribiente.

En absoluto silencio, la escena se prolongó por un buen espacio de tiempo. Soria, conocedor de los métodos policiales en general y los de su superior en particular, pensó: “Vaya a saber cuánto tiempo más los va tener haciendo amansadora…”

Hacerles la amansadora a los presos consistía en mantenerlos esperando en silencio, para ablandarlos. Tratamiento que, en ocasiones se prolongaba durante varias horas, lo que en la jerga policial llamaban: “juntando pis”, hasta que la víctima no pudiera resistir las ganas de orinar. A veces, algunos presos llegaban a mojarse encima, situación humillante que los colocaba ante los policías en situación de completa inferioridad.

Por fin el Comisario Benítez se puso de pie y , siempre en total silencio, comenzó a recorrer la habitación a grandes pasos sin dejar de observar de arriba abajo a los dos muchachos. Cada tanto se detenía detrás de ellos, que impedidos de volverse para mirar qué hacía se sofocaban de angustia.
 
Soria acatando una seña imperceptible de su jefe se colocó en un ángulo de la estancia fuera también de la vista de los detenidos. Desde esa misma posición el Comisario dirigiéndose a su subordinado en voz bien alta, dijo:

-¿Ve Soria? Así empiezan estos mariquitas…  Jugando, jugando se visten de nenas… Y le toman el gusto…¿Sabe?... Después, de más grandecitos se dejan el pelo largo, usan zapatos con tacones y se ponen pantalones ajustados que les marquen bien el culo… ¡Eso es lo que más les gusta! ¡Mostrar el culo!… ¿Sabe cómo se acaba la cosa, Soria? Terminan convertidos en maricones del todo;  viciosos que ya no tienen más remedio.

El escribiente, conocía su papel, por eso no respondió una sola palabra. Hubo un largo intervalo de silencio, luego del cual el funcionario retomó el monólogo:
-A estos hay que agarrarlos de chicos, Soria, cuando recién empiezan a mostrar la hilacha, entonces se les da un buen “tratamiento” y se curan… ¡Claro que se curan, se lo aseguro yo!…

En silencio nuevamente reemprendió el paseo alrededor de la sala. Hasta que por fin se detuvo delante de la ventana que daba a la calle:

-Ya está clareando… -dijo volviéndose hacia su subordinado, a quien después ordenó señalando a Santiago:

-A éste me lo mete de nuevo en el calabozo…- y añadió: A éste otro después me  lo lleva a las caballerizas… ¿Entendido?

-¡Entendido señor! –Exclamó Soria juntando los tacos (N. del Editor: dando un taconazo), tomó por el brazo a Riello obligándolo a caminar a su lado.

Cuando regresó por Ricardo, el Comisario se había marchado. El muchacho aprovechó para preguntarle al novio de su hermana a dónde lo llevaban y qué le iban a hacer allí. Soria le respondió:

-¡Callate, pibe! No preguntés nada y hacé todo lo que el jefe te ordene si querés volver enseguida a tu casa…

-Pero…¿Por qué me llevan a las caballerizas? Insistió tartamudeando.

Soria recordó con deseo a Nilda Covacci, el pibe se parecía bastante a la hermana y sintió un poco de pena por él.

-Ahí vas a conocer el monturero y ahora te callás porque ya llegamos…

Habían cruzado el desolado patio para entrar en el cobertizo de los caballos, en uno de cuyos extremos estaba el depósito de monturas y arneses, cuartito conocido como: monturero, sitio que, por hallarse aislado, alejado de miradas indiscretas se usaba también para los “aprietes” que en el argot carcelario significaban: los apremios ilegales (vejámenes muy próximos a las torturas).

El monturero no tenía ventanas, únicamente la puerta de madera, la iluminación allí provenía de una sencilla lámpara eléctrica colgada del techo, una de las paredes tenía amurados soportes de hierro para  las sillas de montar, en la del otro extremo había gran cantidad de ganchos fijados a distintas alturas del que pendían, riendas, arneses, atalajes y otros elementos ecuestres, en uno de los rincones estaban apiladas algunas bolsas de avena, cerca de ellas el Comisario Benítez, en persona, los esperaba.

-Soria ayude a la “señorita” a sacarse la ropa. Dio la orden en un tono ligero acentuando el dejo burlón al pronunciar la palabra señorita. El escribiente que no ignoraba lo que su superior se proponía hacer volvió a sentir lástima por el muchacho, pero acató la orden de inmediato.

Cayeron las sayas gitanas, al suelo fue a parar también el tocado completo junto con la blusa. Ricardo quedó expuesto sólo con las prendas íntimas de sus hermanas encima: la coqueta bombacha color salmón guarnecida de encaje y el portasenos henchido de lana. En el momento que Soria se disponía a desprenderle el corpiño su jefe le ordenó dejarlo como estaba extendiéndole un par de esposas.

-Póngale estas pulseras, que le van a quedar mejor a la señorita. Después retírese –Dijo.

El escribiente hizo lo que le ordenaba, enseguida dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta al salir.

Una vez solos, el Comisario con sarcasmo comentó:
-¿Así que te gusta adornarte el culo con calzoncitos de mujer? ¡Mirá que habías sido “coqueta”! Pero te los voy a tener que bajar para no estropearlos ¿Sabés?

Uniendo la acción a la palabra tironeó del elástico hasta dejar la prenda en mitad de los muslos.

¡Caramba! Tenés un lindo culo. Exclamó palpando groseramente ambos glúteos, para descargar sobre ellos enseguida todo el peso de su velluda mano. La palmada resonó como un pistoletazo y arrancó a la víctima un ¡Ay! profundo. Cambiando de tono agregó:

-¿Te gusta andar moviendo el culo, no?... Como no obtuvo respuesta añadió: ¡Seguro que te gusta!... Pero no te preocupes con esto –dijo mostrándole una gruesa correa- te lo voy a hacer mover de lo lindo…¡ Ya vas a ver como lo vas a sacudir para todos lados!

Mientras hablaba tomó la cadena de las esposas arrastrándolo hasta uno de los ganchos de donde lo colgó. Ricardo quedó de esa forma literalmente estampado de cara a la pared.

-¡Tomá! ¡Dale movelo con ganas ahora! Gritó al descargar el primer azote contra las blandas carnes del joven. ¡Eso es!.. ¡Así tenés que balancear el culo!... ¡Otro poco más!... ¡Dale! ¡Dale! ¡Sacudilo con ganas!... ¡Más ganas!... ¿No te gusta acaso que te hagan mover el culo?... ¿No es eso lo que buscabas?... Bueno ahí lo tenés… Gózalo entonces…¡Tomá!  Cada frase iba seguida por fuertes azotes y acompañada por los agudos sollozos y chillidos de la víctima…

Por una hendija del tablero de la puerta Soria que estaba del otro lado presenciaba la azotaina…

El Comisario Benítez pegaba como un diablo, el ayudante pensó que le agradaban los azotes porque esa tarea no la delegaba en ningún subordinado, él en persona era el encargado de las azotainas cualquiera fuera el destinatario.

El castigo terminó. El escribiente, entonces fue convocado para recibir nuevas órdenes:

-¡Sáquele las esposas, que junte todos esos trapos y así como está, me lo pone en la calle para que se mande a mudar enseguida antes que me arrepienta!... Después me lo trae al otro…

Sudoroso el policía encendió un cigarrillo y salió al patio, mientras en el interior cumplían sus órdenes…

-¡No! ¡No! ¡Dejá eso no te pongas nada encima ya lo oíste al comisario juntá todo y salí como estás! –Murmuró Soria al oído de Ricardo… Y apurate antes que se arrepienta…

Minutos después Ricardito Covacci estaba en la calle en ropa íntima de mujer huyendo a todo correr a refugiarse en su casa. Su compañero de travesuras después de pasar por el mismo trance hizo otro tanto…

1 comentario

marcos -

este relato me me parece especialmente homófobo y cruel sin sentido alguno,debería ser eliminado de los relatos de azotes