Un esposo ofendido
vara y sumisión
Autora: Mayte Riemens
Inglaterra. 1890.
Tenía 17 años cuando mis padres me casaron con un hombre de 35, guapo y elegante, muy rico y noble pero, a mis ojos de niña, muy viejo.
Al principio, Edward, mi esposo, no hizo mucho por ganarse mi afecto o mi respeto. Yo tenía la sensación de que era para él como un artículo necesario que había adquirido para completar su mobiliario. Su indiferencia hacia mí era casi absoluta, y aunque era cortés y educado, no me daba el trato y la atención que se merece una esposa. ¡Ni siquiera hizo nada por llevarme a la cama y concretar así el matrimonio!
Su indiferencia me hizo pensar que yo no le interesaba como mujer y, por lo tanto, a mí no me pareció inconveniente continuar con la amistad que tenía con un joven apenas un par de años mayor que yo. A veces nos veíamos en un parque cercano a la casa de mi esposo, nos carteábamos o asistíamos a la misma función de teatro.
Llevábamos tres o cuatro meses sosteniendo esa relación, bastante inofensiva, pues no pasábamos de tomarnos discretamente por las manos o darnos, ocasionalmente, un beso en la mejilla. Sin embargo, alguien comentó a mi esposo que me había visto en el teatro con un joven y pareció que me estallaba una bomba en las manos.
Edward me hizo subir a su estancia privada. Yo no sabía nada y acudí confiada.
- ¿Me hizo usted llamar, señor?
- Sí me contestó desde su sillón en el que fumaba indolentemente. Noté que mis doncellas personales, las que el propio Edward había asignado a mi servicio, se encontraban presentes, estaban de pie en un área poco iluminada de la habitación en donde había una mesa.
- Me han dicho que te vieron anoche en el teatro principal ¿Asististe a la función? preguntó mi esposo sin dar ninguna expresión a su voz
- Sí, lo hice, señor. Daban una obra que me interesaba...
- ¿Fuiste sola? me interrumpió. Sentí un ligero escalofrío
- Sí, señor respondí en la forma más natural que pude
- ¿No te encontraste con alguien en el teatro?
- Yo... no... no sé a qué se refiere usted, mi señor balbucee tratando de ocultar mi nerviosismo y la vergüenza infinita que me producía el estar siendo reprendida frente a mis sirvientas.
- ¡Me refiero al mequetrefe con el que te has estado viendo, Isabel! exclamó sin gritar pero evidentemente enfadado - ¡¿Crees acaso que soy un idiota?! ¿Quieres ponerme en ridículo ante todo el mundo? ¿Qué en la calle me llamen cornudo?
Temblé asustada. Nunca lo había visto exaltado. Parecía furioso y dispuesto a todo. Yo no sabía qué decir y sabía, en cambio, que mis citas con Eugene eran reprochables por mi condición de mujer casada.
- ¡Respóndeme, Isabel!
- Señor... yo... sí, vi a Eugene en el teatro pero fue una casualidad... usted sabe que habíamos sido amigos y...
- ¿Y ahora quieren ser amantes?
- ¡Oh, no! ¡No, señor! Yo no me atrevería...
- ¡Basta, Isabel! ¿Crees que soy estúpido?
- ¡No! ¡No, señor! Discúlpeme. No volveré a...
- ¡Yo me encargo de que no vuelvas a mirar a ese vago! ¡Serás castigada como te mereces! ¡Aprenderás a respetarme y a obedecerme! ¡Después del castigo besarás mis manos y hasta el suelo que piso!
- ¡Señor...! exclamé alarmada y humillada por lo que me parecía un atropello a mi dignidad.
- ¡Cállate! De ahora en adelante vas a hacer lo que yo diga y te vas a comportar como yo quiera Ante su furia y las amenazas, me pareció que lo más prudente era someterme y mostrarme dócil, pues de todas maneras no tenía escapatoria.
- Sí, mi señor murmuré con la cabeza baja y los ojos clavados en el ruedo de mi falda.
- Muy bien. ¡Llévenla a la mesa! ordenó a las doncellas y éstas se acercaron a mí.
Yo estaba tan sorprendida y asustada que no pude evitar que me tomaran cada una por un brazo y me hicieran caminar hasta la mesa que se hallaba en media penumbra. Pese a mis esfuerzos por librarme, las chicas me hicieron tumbarme boca abajo sobre aquella mesa y entonces mi esposo encendió una bujía cercana. Me aterroricé al ver que una de las doncellas me ataba las muñecas con unos grilletes de cuero que salían de la mesa. ¡Estaba atrapada! ¡Qué clase de castigo me iban a aplicar! Lo que parecía seguro era que sería un castigo corporal, esta certeza me aterrorizó. Aún más cuando la otra doncella inmovilizó mi cintura con una correa que igualmente salía de la mesa.
- ¡No! ¡¿Qué hacen?! ¿Qué van a hacerme? ¡Por favor, Edward! ¿Qué castigo va usted a aplicarme?
- ¡Cállate! Ya lo sabrás y lo sentirás, jovencita. Te aseguro que quedarás totalmente escarmentada.
Mi posición era incómoda y vergonzosa. Mi vientre quedaba sobre la mesa pero mis piernas colgaban hacia el piso. Apenas podía levantar la cabeza pues mis brazos estaban estirados hacia adelante e inmovilizados con las pulseras de cuero, lo mismo que mi cintura. Obviamente, en esa postura parecía que la parte castigada sería mi espalda pero ¿qué pensaba hacerme aquel hombre? ¿Azotarme como a un criminal? Estaba aterrorizada, avergonzada, humillada, comencé a llorar desconsolada.
- Descúbranle el trasero ordenó mi verdugo con severidad.
La orden fue como un baño de agua helada para mi ánimo. ¡No sería castigada como criminal, sino como una chiquilla traviesa! ¡Sería azotada en las nalgas desnudas!
- ¡Oh, no! ¡No pueden hacer eso! ¡Por favor, Edward! ¡Se lo ruego, señor! ¡Moriré de vergüenza!
- Si no dejas de gritar, todo va a ser peor para ti, señorita. ¡Descúbranla!
Ante mi inmensa vergüenza, mis faldas fueron levantadas y volcadas sobre mi espalda. Sentí el aire a lo largo de mis piernas, en mis muslos y, sobre todo, en mis nalgas que apreté instintivamente.
¡Era horrible esa sensación de estar en el cadalso sin posibilidad de huir! Nunca nadie se había atrevido a tocarme ¡ni siquiera mis padres! Y la vergüenza infinita de ser desnudada por las sirvientas que, para colmo de males iban a presenciar el castigo. Ya las imaginaba corriendo el chisme entre toda la servidumbre de mi casa y de las residencias vecinas.
Sentí que mis medias eran retiradas y después, con un gemido, sufrí la vergüenza de perder mis bragas. Ahora mis nalgas estaban siendo exhibidas ante los ojos de mi esposo que jamás me había visto desnuda y ante las doncellas que yo imaginaba divertidas y morbosas, viendo cómo todos mis desplantes de soberbia niña rica iban a ser vengados frente a sus ojos.
- ¡Vaya! ¡Qué hermosas nalgas, cariño mío! Es una pena tener que dañarlas.
Yo sólo gemía ante esas expresiones y procuraba ocultar mi ruborizado rostro, pues la vergüenza no me permitía mirar ni a la pared.
- Pero no hay remedio, tú lo has pedido. Tus hermosas nalgas quedarán enrojecidas, marcadas y amoratadas
- ¡Oh no! ¡Por favor, señor! ¡Le ruego que tenga piedad!
- No. No la tendré. Te azotaré con esta hermosa vara me dijo caminando frente a mí con un haz de varas de abedul, grueso y largo, atado con una cinta de terciopelo azul cielo que resultaba absurda y ridículamente cursi en un instrumento tan aterrador. Simplemente gemí y traté de ahogar un sollozo.
Edward caminaba alrededor de la mesa, rozó mis nalgas con la vara e incluso jugueteó con ella insertándola entre mis piernas, lo cual por supuesto me hizo escalofriarme de terror pero también me provocó una extraña sensación sensual, totalmente nueva para mí.
- Tendrás cien... no, ciento veinte azotes
- ¡Oh, no! ¡No, por favor! ¡No soportaré...!
- Lo aguantarás, querida. Verás que será terrible pero no es mortal. Nadie muere por una tunda. sollocé asustada y casi deseando que comenzaran los golpes para que terminaran lo más pronto posible.
Pero mi verdugo parecía un experto torturador. Me tuvo en aquella vergonzosa postura, en aquella espantosa espera, por algo así como una hora. Colocó un espejo frente a mí, así que lo vi sentarse justo atrás de mí, como a observar un espectáculo, fumó un cigarrillo y jugueteó con la vara golpeando suavemente sus botas. Después se levantó para acercarse a mí y sin mayor anuncio, levantó la terrible vara y comenzó a azotarme.
Aullé, me agité, lloré y supliqué, pero los severos golpes continuaban pausados, uno tras otro, el silbar de la vara en el aire era seguido por el sonido seco del azote y después, por mi aullido.
Una extraña excitación sensual se apoderó de mí, en medio del agudo dolor (la vergüenza había pasado a segundo término), amé al hombre que me castigaba de forma tan cruel. Lo amé y lo justifiqué: me merecía esa azotaina, había sido infiel, desleal y descarada, mi amor debía castigarme severamente, pero mis nalgas no resistían más, mi piel ardía, dolía y palpitaba. Temblaba al adivinar el siguiente azote y mi cuerpo entero se rebelaba contra el dolor agitándose violentamente, tanto como mis ataduras me lo permitían. Pese a todo, mentalmente conté los azotes. Hubiera deseado que me pegara más rápido, pero no fue así, entre cada varazo dejaba pasar unos segundos, y cuando yo empezaba a recomponerme, me daba el siguiente.
¡Se detuvo! Sesenta golpes. La mitad de los que había prometido. ¿Sería compasión o algún refinamiento de crueldad? Por supuesto, se trataba de esto último.
- Me cansé dijo Más tarde tendrás el resto. Desátenla ordenó a las sirvientas. Cuando pude levantarme me sentí algo aliviada, pues mis faldas cayeron cubriendo mis nalgas y mis piernas. Pero el alivio fue sólo instantáneo, ni siquiera tuve tiempo de frotarme el trasero para tratar de menguar el dolor que me quemaba.
- Ahora ven aquí frente a mí me ordenó y no me atreví a desobedecer. Se había sentado en un lujoso sillón, fumaba con la vara en las manos, vara que había quedado tan maltrecha como mis nalgas.
- Arrodíllate me ordeno. Dudé un segundo, eso era humillante, pero después de los severos azotes no me atrevía a desobedecer, así es que me arrodillé frente a él, crucé mis manos sobre mi falda y bajé la cabeza.
- Ahora pon la frente sobre el tapete - ¡Extraña instrucción! Me obligaba a una postura aún más humillante, pero no me pude resistir.
Hice lo que me ordenaba, apoyando las palmas de mis manos en el suelo, cual un musulmán en oración.
- Levántenle las faldas ordenó y con el rostro oculto pero enrojecido sentí que mis nalgas aún más enrojecidas, volvían a quedar en vergonzosa exhibición. Suponía que estaban en un estado lamentable, pues me escocían terriblemente. Edward se puso de pie y dio la vuelta para mirarlas.
- Muy bien. Ahora tienes un trasero tal como lo mereces. Pero esto no es más que un principio jovencita. Serás castigada por semanas hasta que mi orgullo de esposo quede reparado. ¡Después de lo que me has avergonzado, me lo debes! ¡Deseo ver tus nalgas amoratadas y a ti rogándome que te discipline! ¡No dejaré de castigarte hasta lograrlo!
Sólo sollocé y temblé por la horrible perspectiva, pero continué inmóvil en la incómoda y vergonzosa postura.
- Tendrás las nalgas expuestas durante todo el día, para que yo pueda azotarlas cuando me apetezca
- Sí, mi señor murmuré casi inaudible
Después, Edward despachó a las doncellas, lo cual agradecí infinitamente, pues su presencia era la parte más vergonzosa del castigo.
Sentí que Edward se arrodillaba tras de mí.
- Abre las piernas me ordenó en tono áspero. Obedecí temblando e inmediatamente sentí el cuerpo de mi esposo tocando el mío.
- ¡Vaya! ¡Parece que los azotes te han gustado, querida mía! exclamó al sentir mi sexo humedecido.
Me penetró mientras pellizcaba mis nalgas, haciéndome gemir y gritar de placer y dolor. Era evidente que a él le excitaba azotarme tanto como a mí me excitaba el ser castigada.
Cuando mi esposo estuvo satisfecho, se alejó de mí y volvió a su sillón a fumar, dejándome a mí temblorosa de pasión, de placer, de dolor y de miedo, en la misma vergonzosa postura.
Al cabo de un rato, volvió a hablar.
- Sostén tus faldas y levántate, pero si no quieres que te desnude por completo, procura mantener tus nalgas al descubierto.
- Sí, mi señor murmuré y obedecí, sintiendo que todos los líquidos que me fluían de la vagina iban a chorrear a lo largo de mis piernas.
- Creo que ahora podemos continuar con la azotaina.
- ¡Oh, no! ¡No, por favor! exclamé involuntariamente
- No te lo estoy preguntando, querida. Es una orden. Ponte en posición sobre la mesa. ¡Y sin chistar, si no quieres que empecemos a contar de cero!
- No, no, mi señor me apresuré a responder, y moviéndome con dificultad por el inmenso dolor, me dirigí a la mesa y me tumbé boca abajo, luchando con mis amplias y largas faldas para evitar que cayeran sobre mis nalgas.
- ¿Debo atarte o sabrás comportarte como se debe? me preguntó casi amable
- Yo... no sé si podré... prefiero que me ate, señor
Ante mi petición, Edward procedió a atarme de muñecas y tobillos, dejando libre mi cintura, bajo la cual colocó un almohadón, no sé si lo hizo como un rasgo de amabilidad o para que mis nalgas se levantaran a mejor altura.
- Esta vez golpearé primero de un lado y después del otro. ¿Cuántos golpes faltaban?
- Sesenta, mi señor murmuré temblando
- ¿Sesenta? ¿Es que quieres engañarme? Estoy seguro que eran ochenta
- ¡No! ¡No, mi señor! ¡Le aseguro que...!
- ¡Cállate! ¡Por contradecirme tendrás noventa azotes más!
Sollocé aterrada. ¡Lo había enfadado otra vez! ¡Justo cuando empezaba a ser un poco más amable! Me merecía los noventa azotes, además, cualquier cosa que alegara sería en mi perjuicio, así que me sometí.
- Sí, mi señor. Será lo que usted mande.
- Eso está mucho mejor. Pero es un pena que la vara haya quedado inservible, tendré que usar esta hermosa paleta de madera. Es de las que se usan para sacudir el polvo de las alfombras ¿sabes? Se la tomé prestada a Thomas, el criado. Y se mostró muy interesado en el uso que le daría.
Oír esto me hizo gemir de vergüenza y de pavor. Imaginaba el dolor que provocaría aquella paleta.
- Entonces ¿quedamos en cuarenta y cinco de cada lado?
- Sí, mi señor
- Bien, para evitarnos problemas de números, como los que ya tuvimos, contarás en voz alta y clara cada azote.
- Sí, señor
Comenzó el castigo. ¡Ay! ¡Aquello sí que dolía! Mi trasero, ya adolorido de por sí, ardía como si me volcaran cera hirviente. No podía controlar el aullido que seguía a cada azote y que acompañaba con un número.
- ¡Aaaaay! ¡Ocho!... ¡Aaaaaay! ¡Nueve!... ¡Aaaaaay! ¡Diez!... la obligación de contar me impedía suplicar que se detuviera, que tuviera compasión, que no me azotara tan fuerte. Sentía mi sexo chorreando y sólo el obligado conteo contuvo mi orgasmo.
- ¡Aaaaay! Treinta y nueve..... ¡Aaaaaay! ¡Cuarenta! exclamaba húmeda de la cara y la entrepierna.
Sentía que mis nalgas ya estaban sangrando, aunque después pude comprobar que esto sólo era una sensación derivada de los fuertes golpes, pues aunque, cuando mi castigo terminó, tenía el trasero enrojecido, marcado e hinchado, no había ninguna herida, sólo algunos pequeños puntos más rojos si eso cabe que el resto de la piel, en donde la sangre se había agolpado pero sin llegar a brotar.
- ¡Cuarenta y cinco! exclamé y solté un fuerte sollozo de alivio, de placer y de dolor mezclados, sentía que mi sexo iba a estallar de placer.
- ¿Quieres más? - me preguntó notablemente excitado. Y sin saber por qué, pese al dolor tan intenso, pese al sufrimiento extremo de mi pobre trasero castigado, respondí totalmente fuera de mí y sin dejar de llorar a lágrima viva:
- ¡Sí, sí, mi señor! ¡Castígueme más! ¡Me lo merezco!
- ¡Vaya! ¡Aprendes rápido, querida! pareció tomar aliento y después, con nuevos bríos, me ordenó: ¡A contar jovencita!
Comenzó a azotarme la otra nalga y yo a contar entre aullidos de placer y dolor, pero al undécimo golpe me llegó el orgasmo y me hizo callar. Edward se detuvo y segundos después sentí nuevamente un inmenso placer, acompañado igualmente por dolor; mi esposo me estaba penetrando por el sitio en el que yo hasta ese momento aún era virgen, me transportaba a un mundo de dolorosa sensualidad, por fin yo era su esposa, se había convertido en mi dueño, me había hecho suya ingresando a todos mis espacios y doblegando mi orgullo, mi voluntad, mi rebeldía.
Cuando alcanzó el orgasmo, se dejó caer ruidosamente en el sofá. Lo pude ver a través del espejo. ¡Estaba tan atractivo! Se veía cansado y satisfecho y miraba mis nalgas extasiado. Mis nalgas que deben haber sido un espectáculo lamentable, pero no para él, y como supe después, cuando tuve oportunidad de verlas, tampoco para mí. Mi trasero tan severamente castigado ofrecía una vista excitante que me recordaba y seguramente también a él- que yo era de él, que se había ganado mi amor, mi respeto y mi obediencia por lo mejores medios. ¿Quién podía pensar en el remilgado Eugene cuando tenía a ese hombretón en casa? Edward había logrado lo que quería, aquello con lo que me había amenazado: me había hecho suya, me había amoratado las nalgas y me había hecho suplicar que me castigara. Por mi parte, me había enamorado perdidamente de él y deseaba que hubiera más oportunidades futuras para ser castigada. ¡Por supuesto que besaría sus manos y el suelo que pisaba! Tal como él lo había sentenciado unas horas antes.
Finalmente, cuando se recompuso, Edward se puso de pie y se dirigió hacia mí con aire decidido. Yo sabía que el castigo no había terminado, pues en lugar de cuarenta y cinco azotes, había recibido sólo once. Tuve miedo, mucho miedo. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, pues pese al placer que me reportaban los azotes, me dolía tanto el trasero que no deseaba que ese placer continuara, no en aquel momento, al menos.
- Ya no me castigue, mi señor. Se lo ruego supliqué llorando como una niña pequeña
- ¿Cómo? ¡Hasta hace un momento me rogabas que lo hiciera! Debo atender a ese primer ruego. No me gusta dejar las cosas inconclusas.
Además del miedo infinito a ser azotada nuevamente, debo confesar que mis llantos y súplicas también eran una especie de coqueteo. En poco tiempo había aprendido a jugar el juego de Edward. A él le excitaba que yo tuviera miedo (¡y vaya que lo tenía!), que suplicara piedad, que llorara como niñita. Desempeñaría mi papel con maestría para satisfacer a mi dueño.
- Voy a concederles un descanso a tus nalgas me dijo mientras me desataba Toma tus faldas y sin dejarlas caer, ven acá
Obedecí lentamente sin dejar de llorar. Ni siquiera podía frotarme mi adolorido trasero pues mis manos estaban ocupadas en levantar las voluminosas faldas. Cuando estuve frente a él, me tomó el rostro con delicadeza, era casi tierno, besó mis labios, mis ojos y mis mejillas. Yo correspondí loca de alegría, pero supongo que no debí hacerlo. Me abofeteó ambas mejillas y señaló una esquina de la habitación.
- Vas a estar de pie en ese rincón, como una niña mala a la que hay que corregir, porque no eres más que eso: una mocosa malcriada a la que yo debo educar
- Sí, señor murmuré Necesito el castigo, el que usted disponga. Nunca nadie me había castigado
- ¿Lo ves? ¡Cuánta falta te hacía! Anda al rincón y quédate ahí hasta que yo te llame. No te atrevas a cubrirte las nalgas ni a girar la cabeza ni un centímetro.
- Sí, mi señor obedecí lentamente sosteniendo mis faldas y durante un rato sentí su fuerte mirada sobre mí. Después escuché que abandonaba la habitación, pero a pesar de saberme sola no me atrevía a moverme, aunque sí a frotarme un poco mis adoloridas nalgas que me escocían como si me hubiera sentado sobre carbones ardientes.
Pasada una media hora, Edward volvió. Lo escuché entrar y temblé involuntariamente, seguramente ahora vendrían el resto de los azotes.
- Ven aquí y arrodíllate a mis pies me ordenó. Yo obedecí sumisa. - Vas a besar mis manos y mis botas lo hice con verdadera pasión y amor - Muy bien, la niña malcriada se está corrigiendo. ¡Lo bien que te ha caído la azotaina, mi pequeña esposa! no respondí, me sentía muy avergonzada y no pude más que clavar la mirada en el suelo.
- Ahora levántate y túmbate boca abajo sobre el sofá. Obedecí despacio, estaba realmente aterrada por lo que me sucedería a continuación, pero no era para ponerse a discutir después de todo lo que ya me había pasado. Acomodé bien mis faldas para ofrecer mis nalgas a la vista de mi señor.
- Bueno, creo que nos quedamos en el número once del lado izquierdo ¿no es así?
- Sí, mi señor
- Es decir que aún faltan treinta y cuatro azotes
- Sí, mi señor, aunque los que usted disponga, son los que merezco.
- Levanta bien alto las nalgas y abre un poco las piernas obedecí palpitando de excitación y temor.
- No bajes las nalgas, no trates de huir ni de darte la vuelta. Tendrás tus treinta y cuatro azotes, pero como ya me aburrí de la paleta de madera, voy a usar este latiguillo. me giré apenas para verlo. ¡Dios mío! Aquella correa terminaba en dos puntas, lo cual duplicaba el castigo. ¡Pero si mis nalgas ya no toleraban ni una suave nalgada aplicada con la mano!
- ¡Por favor, mi señor! ¡Serán el doble de azotes!
- ¿No te los mereces? me preguntó fingiendo sorpresa
- Sí, sí mi señor. Será como usted mande respondí a media voz
- En lugar de contar, mi malcriada niña, esta vez darás las gracias después de cada azote. ¿Entendido?
- Sí, mi señor
Y comenzó la tercera tanda de azotes. ¡Qué dolor tan intenso! ¡Qué placer delicioso!
- ¡Gracias! ¡AAAAAY! ... ¡Gracias! ¡AAAAAAY! .... ¡Gracias! gritaba, aullaba, me bebía mis lágrimas y mis labios inferiores chorreaban placer sobre el brocado del sofá. Yo ya no podía más y empecé a suplicar que se detuviera - ¡Por favor, señor! ¡No me pegue más! ¡Ya no, por favor! ¡Seré buena! ¡Lo obedeceré en todo! ¡Ya no! ¡Ya no me pegue! ¡Se lo ruego!
No sirvió de nada, me dio los treinta y cuatro azotes y me hizo rabiar de dolor. Lloré como una niña arrepentida, que finalmente eso era en lo que Edward me había convertido.
Cuando terminó el castigo, mi severo esposo se tumbó a mi lado en el sofá, yo seguía en aquella postura vergonzosa pero ahora podía frotarme suavemente mis ardientes nalgas, lloraba a mares y gemía. Edward me hizo volver la cara para mirarme.
- Eres hermosa, Isabel. Tienes unas nalgas deliciosas y... me ha encantado hacerte mía en medio del castigo Me dijo con ternura y no supe qué contestar Debes prometerme que nunca jamás volverás a verte con otro hombre, porque si lo haces, no podré castigarte así, me darían ganas de matarte.
- Nunca más lo haré, mi señor, es un juramento.
- También promete que serás dócil y obediente conmigo
- Lo seré, señor.
- Muy bien, pues de otra manera, a la más mínima falta, tendrás una tunda de azotes. dijo volviendo a su tono severo y no tendré miramientos contigo, jovencita, si he de azotarte frente a toda la servidumbre, lo haré.
- Sí, mi señor. No daré motivo para tal cosa.
- Muy bien. Por hoy hemos terminado, mi preciosa niña. Puedes irte. Pero no deberás salir de tu habitación durante tres días. Y en las próximas dos semanas no llevarás bragas. ¿Has entendido bien?
- Sí, mi señor. ¿Puedo preguntar por qué?
- Pues porque vas a tener que levantarte las faldas cuando yo lo diga para permitirme inspeccionar el estado de tus nalgas. Quiero saber cuando empiecen a sanar para arrearte otra paliza. Durante dos semanas quiero ver esas hermosas nalgas totalmente amoratadas y marcadas. La perspectiva me escalofrió, pero asentí con el rostro ruborizado.
- Sí, mi señor. Será como usted manda.
- Y ahora vete. Podría antojárseme darte otra veintena de azotes Ante la amenaza, me levanté rápidamente, compuse lo mejor que pude mi indumentaria y me dirigí a la puerta de la estancia. Desde ahí, me giré a verlo.
- Gracias, mi señor. Me merecía los azotes y... lo amo no di tiempo a que me contestara, salí y cerré la puerta.
Camino a mi habitación traté de aparentar que no había pasado gran cosa, pero me costaba caminar con naturalidad. Mis nalgas eran sólo dolor y ardor. Ante el espejo las inspeccioné y volví a excitarme. Deseé que el castigo se repitiera. Ojalá mi trasero sanara pronto, así antes de dos semanas yo volvería a ser azotada y, suponía, volvería a hacer el amor con mi adorado dueño.
Autora: Mayte Riemens
Inglaterra. 1890.
Tenía 17 años cuando mis padres me casaron con un hombre de 35, guapo y elegante, muy rico y noble pero, a mis ojos de niña, muy viejo.
Al principio, Edward, mi esposo, no hizo mucho por ganarse mi afecto o mi respeto. Yo tenía la sensación de que era para él como un artículo necesario que había adquirido para completar su mobiliario. Su indiferencia hacia mí era casi absoluta, y aunque era cortés y educado, no me daba el trato y la atención que se merece una esposa. ¡Ni siquiera hizo nada por llevarme a la cama y concretar así el matrimonio!
Su indiferencia me hizo pensar que yo no le interesaba como mujer y, por lo tanto, a mí no me pareció inconveniente continuar con la amistad que tenía con un joven apenas un par de años mayor que yo. A veces nos veíamos en un parque cercano a la casa de mi esposo, nos carteábamos o asistíamos a la misma función de teatro.
Llevábamos tres o cuatro meses sosteniendo esa relación, bastante inofensiva, pues no pasábamos de tomarnos discretamente por las manos o darnos, ocasionalmente, un beso en la mejilla. Sin embargo, alguien comentó a mi esposo que me había visto en el teatro con un joven y pareció que me estallaba una bomba en las manos.
Edward me hizo subir a su estancia privada. Yo no sabía nada y acudí confiada.
- ¿Me hizo usted llamar, señor?
- Sí me contestó desde su sillón en el que fumaba indolentemente. Noté que mis doncellas personales, las que el propio Edward había asignado a mi servicio, se encontraban presentes, estaban de pie en un área poco iluminada de la habitación en donde había una mesa.
- Me han dicho que te vieron anoche en el teatro principal ¿Asististe a la función? preguntó mi esposo sin dar ninguna expresión a su voz
- Sí, lo hice, señor. Daban una obra que me interesaba...
- ¿Fuiste sola? me interrumpió. Sentí un ligero escalofrío
- Sí, señor respondí en la forma más natural que pude
- ¿No te encontraste con alguien en el teatro?
- Yo... no... no sé a qué se refiere usted, mi señor balbucee tratando de ocultar mi nerviosismo y la vergüenza infinita que me producía el estar siendo reprendida frente a mis sirvientas.
- ¡Me refiero al mequetrefe con el que te has estado viendo, Isabel! exclamó sin gritar pero evidentemente enfadado - ¡¿Crees acaso que soy un idiota?! ¿Quieres ponerme en ridículo ante todo el mundo? ¿Qué en la calle me llamen cornudo?
Temblé asustada. Nunca lo había visto exaltado. Parecía furioso y dispuesto a todo. Yo no sabía qué decir y sabía, en cambio, que mis citas con Eugene eran reprochables por mi condición de mujer casada.
- ¡Respóndeme, Isabel!
- Señor... yo... sí, vi a Eugene en el teatro pero fue una casualidad... usted sabe que habíamos sido amigos y...
- ¿Y ahora quieren ser amantes?
- ¡Oh, no! ¡No, señor! Yo no me atrevería...
- ¡Basta, Isabel! ¿Crees que soy estúpido?
- ¡No! ¡No, señor! Discúlpeme. No volveré a...
- ¡Yo me encargo de que no vuelvas a mirar a ese vago! ¡Serás castigada como te mereces! ¡Aprenderás a respetarme y a obedecerme! ¡Después del castigo besarás mis manos y hasta el suelo que piso!
- ¡Señor...! exclamé alarmada y humillada por lo que me parecía un atropello a mi dignidad.
- ¡Cállate! De ahora en adelante vas a hacer lo que yo diga y te vas a comportar como yo quiera Ante su furia y las amenazas, me pareció que lo más prudente era someterme y mostrarme dócil, pues de todas maneras no tenía escapatoria.
- Sí, mi señor murmuré con la cabeza baja y los ojos clavados en el ruedo de mi falda.
- Muy bien. ¡Llévenla a la mesa! ordenó a las doncellas y éstas se acercaron a mí.
Yo estaba tan sorprendida y asustada que no pude evitar que me tomaran cada una por un brazo y me hicieran caminar hasta la mesa que se hallaba en media penumbra. Pese a mis esfuerzos por librarme, las chicas me hicieron tumbarme boca abajo sobre aquella mesa y entonces mi esposo encendió una bujía cercana. Me aterroricé al ver que una de las doncellas me ataba las muñecas con unos grilletes de cuero que salían de la mesa. ¡Estaba atrapada! ¡Qué clase de castigo me iban a aplicar! Lo que parecía seguro era que sería un castigo corporal, esta certeza me aterrorizó. Aún más cuando la otra doncella inmovilizó mi cintura con una correa que igualmente salía de la mesa.
- ¡No! ¡¿Qué hacen?! ¿Qué van a hacerme? ¡Por favor, Edward! ¿Qué castigo va usted a aplicarme?
- ¡Cállate! Ya lo sabrás y lo sentirás, jovencita. Te aseguro que quedarás totalmente escarmentada.
Mi posición era incómoda y vergonzosa. Mi vientre quedaba sobre la mesa pero mis piernas colgaban hacia el piso. Apenas podía levantar la cabeza pues mis brazos estaban estirados hacia adelante e inmovilizados con las pulseras de cuero, lo mismo que mi cintura. Obviamente, en esa postura parecía que la parte castigada sería mi espalda pero ¿qué pensaba hacerme aquel hombre? ¿Azotarme como a un criminal? Estaba aterrorizada, avergonzada, humillada, comencé a llorar desconsolada.
- Descúbranle el trasero ordenó mi verdugo con severidad.
La orden fue como un baño de agua helada para mi ánimo. ¡No sería castigada como criminal, sino como una chiquilla traviesa! ¡Sería azotada en las nalgas desnudas!
- ¡Oh, no! ¡No pueden hacer eso! ¡Por favor, Edward! ¡Se lo ruego, señor! ¡Moriré de vergüenza!
- Si no dejas de gritar, todo va a ser peor para ti, señorita. ¡Descúbranla!
Ante mi inmensa vergüenza, mis faldas fueron levantadas y volcadas sobre mi espalda. Sentí el aire a lo largo de mis piernas, en mis muslos y, sobre todo, en mis nalgas que apreté instintivamente.
¡Era horrible esa sensación de estar en el cadalso sin posibilidad de huir! Nunca nadie se había atrevido a tocarme ¡ni siquiera mis padres! Y la vergüenza infinita de ser desnudada por las sirvientas que, para colmo de males iban a presenciar el castigo. Ya las imaginaba corriendo el chisme entre toda la servidumbre de mi casa y de las residencias vecinas.
Sentí que mis medias eran retiradas y después, con un gemido, sufrí la vergüenza de perder mis bragas. Ahora mis nalgas estaban siendo exhibidas ante los ojos de mi esposo que jamás me había visto desnuda y ante las doncellas que yo imaginaba divertidas y morbosas, viendo cómo todos mis desplantes de soberbia niña rica iban a ser vengados frente a sus ojos.
- ¡Vaya! ¡Qué hermosas nalgas, cariño mío! Es una pena tener que dañarlas.
Yo sólo gemía ante esas expresiones y procuraba ocultar mi ruborizado rostro, pues la vergüenza no me permitía mirar ni a la pared.
- Pero no hay remedio, tú lo has pedido. Tus hermosas nalgas quedarán enrojecidas, marcadas y amoratadas
- ¡Oh no! ¡Por favor, señor! ¡Le ruego que tenga piedad!
- No. No la tendré. Te azotaré con esta hermosa vara me dijo caminando frente a mí con un haz de varas de abedul, grueso y largo, atado con una cinta de terciopelo azul cielo que resultaba absurda y ridículamente cursi en un instrumento tan aterrador. Simplemente gemí y traté de ahogar un sollozo.
Edward caminaba alrededor de la mesa, rozó mis nalgas con la vara e incluso jugueteó con ella insertándola entre mis piernas, lo cual por supuesto me hizo escalofriarme de terror pero también me provocó una extraña sensación sensual, totalmente nueva para mí.
- Tendrás cien... no, ciento veinte azotes
- ¡Oh, no! ¡No, por favor! ¡No soportaré...!
- Lo aguantarás, querida. Verás que será terrible pero no es mortal. Nadie muere por una tunda. sollocé asustada y casi deseando que comenzaran los golpes para que terminaran lo más pronto posible.
Pero mi verdugo parecía un experto torturador. Me tuvo en aquella vergonzosa postura, en aquella espantosa espera, por algo así como una hora. Colocó un espejo frente a mí, así que lo vi sentarse justo atrás de mí, como a observar un espectáculo, fumó un cigarrillo y jugueteó con la vara golpeando suavemente sus botas. Después se levantó para acercarse a mí y sin mayor anuncio, levantó la terrible vara y comenzó a azotarme.
Aullé, me agité, lloré y supliqué, pero los severos golpes continuaban pausados, uno tras otro, el silbar de la vara en el aire era seguido por el sonido seco del azote y después, por mi aullido.
Una extraña excitación sensual se apoderó de mí, en medio del agudo dolor (la vergüenza había pasado a segundo término), amé al hombre que me castigaba de forma tan cruel. Lo amé y lo justifiqué: me merecía esa azotaina, había sido infiel, desleal y descarada, mi amor debía castigarme severamente, pero mis nalgas no resistían más, mi piel ardía, dolía y palpitaba. Temblaba al adivinar el siguiente azote y mi cuerpo entero se rebelaba contra el dolor agitándose violentamente, tanto como mis ataduras me lo permitían. Pese a todo, mentalmente conté los azotes. Hubiera deseado que me pegara más rápido, pero no fue así, entre cada varazo dejaba pasar unos segundos, y cuando yo empezaba a recomponerme, me daba el siguiente.
¡Se detuvo! Sesenta golpes. La mitad de los que había prometido. ¿Sería compasión o algún refinamiento de crueldad? Por supuesto, se trataba de esto último.
- Me cansé dijo Más tarde tendrás el resto. Desátenla ordenó a las sirvientas. Cuando pude levantarme me sentí algo aliviada, pues mis faldas cayeron cubriendo mis nalgas y mis piernas. Pero el alivio fue sólo instantáneo, ni siquiera tuve tiempo de frotarme el trasero para tratar de menguar el dolor que me quemaba.
- Ahora ven aquí frente a mí me ordenó y no me atreví a desobedecer. Se había sentado en un lujoso sillón, fumaba con la vara en las manos, vara que había quedado tan maltrecha como mis nalgas.
- Arrodíllate me ordeno. Dudé un segundo, eso era humillante, pero después de los severos azotes no me atrevía a desobedecer, así es que me arrodillé frente a él, crucé mis manos sobre mi falda y bajé la cabeza.
- Ahora pon la frente sobre el tapete - ¡Extraña instrucción! Me obligaba a una postura aún más humillante, pero no me pude resistir.
Hice lo que me ordenaba, apoyando las palmas de mis manos en el suelo, cual un musulmán en oración.
- Levántenle las faldas ordenó y con el rostro oculto pero enrojecido sentí que mis nalgas aún más enrojecidas, volvían a quedar en vergonzosa exhibición. Suponía que estaban en un estado lamentable, pues me escocían terriblemente. Edward se puso de pie y dio la vuelta para mirarlas.
- Muy bien. Ahora tienes un trasero tal como lo mereces. Pero esto no es más que un principio jovencita. Serás castigada por semanas hasta que mi orgullo de esposo quede reparado. ¡Después de lo que me has avergonzado, me lo debes! ¡Deseo ver tus nalgas amoratadas y a ti rogándome que te discipline! ¡No dejaré de castigarte hasta lograrlo!
Sólo sollocé y temblé por la horrible perspectiva, pero continué inmóvil en la incómoda y vergonzosa postura.
- Tendrás las nalgas expuestas durante todo el día, para que yo pueda azotarlas cuando me apetezca
- Sí, mi señor murmuré casi inaudible
Después, Edward despachó a las doncellas, lo cual agradecí infinitamente, pues su presencia era la parte más vergonzosa del castigo.
Sentí que Edward se arrodillaba tras de mí.
- Abre las piernas me ordenó en tono áspero. Obedecí temblando e inmediatamente sentí el cuerpo de mi esposo tocando el mío.
- ¡Vaya! ¡Parece que los azotes te han gustado, querida mía! exclamó al sentir mi sexo humedecido.
Me penetró mientras pellizcaba mis nalgas, haciéndome gemir y gritar de placer y dolor. Era evidente que a él le excitaba azotarme tanto como a mí me excitaba el ser castigada.
Cuando mi esposo estuvo satisfecho, se alejó de mí y volvió a su sillón a fumar, dejándome a mí temblorosa de pasión, de placer, de dolor y de miedo, en la misma vergonzosa postura.
Al cabo de un rato, volvió a hablar.
- Sostén tus faldas y levántate, pero si no quieres que te desnude por completo, procura mantener tus nalgas al descubierto.
- Sí, mi señor murmuré y obedecí, sintiendo que todos los líquidos que me fluían de la vagina iban a chorrear a lo largo de mis piernas.
- Creo que ahora podemos continuar con la azotaina.
- ¡Oh, no! ¡No, por favor! exclamé involuntariamente
- No te lo estoy preguntando, querida. Es una orden. Ponte en posición sobre la mesa. ¡Y sin chistar, si no quieres que empecemos a contar de cero!
- No, no, mi señor me apresuré a responder, y moviéndome con dificultad por el inmenso dolor, me dirigí a la mesa y me tumbé boca abajo, luchando con mis amplias y largas faldas para evitar que cayeran sobre mis nalgas.
- ¿Debo atarte o sabrás comportarte como se debe? me preguntó casi amable
- Yo... no sé si podré... prefiero que me ate, señor
Ante mi petición, Edward procedió a atarme de muñecas y tobillos, dejando libre mi cintura, bajo la cual colocó un almohadón, no sé si lo hizo como un rasgo de amabilidad o para que mis nalgas se levantaran a mejor altura.
- Esta vez golpearé primero de un lado y después del otro. ¿Cuántos golpes faltaban?
- Sesenta, mi señor murmuré temblando
- ¿Sesenta? ¿Es que quieres engañarme? Estoy seguro que eran ochenta
- ¡No! ¡No, mi señor! ¡Le aseguro que...!
- ¡Cállate! ¡Por contradecirme tendrás noventa azotes más!
Sollocé aterrada. ¡Lo había enfadado otra vez! ¡Justo cuando empezaba a ser un poco más amable! Me merecía los noventa azotes, además, cualquier cosa que alegara sería en mi perjuicio, así que me sometí.
- Sí, mi señor. Será lo que usted mande.
- Eso está mucho mejor. Pero es un pena que la vara haya quedado inservible, tendré que usar esta hermosa paleta de madera. Es de las que se usan para sacudir el polvo de las alfombras ¿sabes? Se la tomé prestada a Thomas, el criado. Y se mostró muy interesado en el uso que le daría.
Oír esto me hizo gemir de vergüenza y de pavor. Imaginaba el dolor que provocaría aquella paleta.
- Entonces ¿quedamos en cuarenta y cinco de cada lado?
- Sí, mi señor
- Bien, para evitarnos problemas de números, como los que ya tuvimos, contarás en voz alta y clara cada azote.
- Sí, señor
Comenzó el castigo. ¡Ay! ¡Aquello sí que dolía! Mi trasero, ya adolorido de por sí, ardía como si me volcaran cera hirviente. No podía controlar el aullido que seguía a cada azote y que acompañaba con un número.
- ¡Aaaaay! ¡Ocho!... ¡Aaaaaay! ¡Nueve!... ¡Aaaaaay! ¡Diez!... la obligación de contar me impedía suplicar que se detuviera, que tuviera compasión, que no me azotara tan fuerte. Sentía mi sexo chorreando y sólo el obligado conteo contuvo mi orgasmo.
- ¡Aaaaay! Treinta y nueve..... ¡Aaaaaay! ¡Cuarenta! exclamaba húmeda de la cara y la entrepierna.
Sentía que mis nalgas ya estaban sangrando, aunque después pude comprobar que esto sólo era una sensación derivada de los fuertes golpes, pues aunque, cuando mi castigo terminó, tenía el trasero enrojecido, marcado e hinchado, no había ninguna herida, sólo algunos pequeños puntos más rojos si eso cabe que el resto de la piel, en donde la sangre se había agolpado pero sin llegar a brotar.
- ¡Cuarenta y cinco! exclamé y solté un fuerte sollozo de alivio, de placer y de dolor mezclados, sentía que mi sexo iba a estallar de placer.
- ¿Quieres más? - me preguntó notablemente excitado. Y sin saber por qué, pese al dolor tan intenso, pese al sufrimiento extremo de mi pobre trasero castigado, respondí totalmente fuera de mí y sin dejar de llorar a lágrima viva:
- ¡Sí, sí, mi señor! ¡Castígueme más! ¡Me lo merezco!
- ¡Vaya! ¡Aprendes rápido, querida! pareció tomar aliento y después, con nuevos bríos, me ordenó: ¡A contar jovencita!
Comenzó a azotarme la otra nalga y yo a contar entre aullidos de placer y dolor, pero al undécimo golpe me llegó el orgasmo y me hizo callar. Edward se detuvo y segundos después sentí nuevamente un inmenso placer, acompañado igualmente por dolor; mi esposo me estaba penetrando por el sitio en el que yo hasta ese momento aún era virgen, me transportaba a un mundo de dolorosa sensualidad, por fin yo era su esposa, se había convertido en mi dueño, me había hecho suya ingresando a todos mis espacios y doblegando mi orgullo, mi voluntad, mi rebeldía.
Cuando alcanzó el orgasmo, se dejó caer ruidosamente en el sofá. Lo pude ver a través del espejo. ¡Estaba tan atractivo! Se veía cansado y satisfecho y miraba mis nalgas extasiado. Mis nalgas que deben haber sido un espectáculo lamentable, pero no para él, y como supe después, cuando tuve oportunidad de verlas, tampoco para mí. Mi trasero tan severamente castigado ofrecía una vista excitante que me recordaba y seguramente también a él- que yo era de él, que se había ganado mi amor, mi respeto y mi obediencia por lo mejores medios. ¿Quién podía pensar en el remilgado Eugene cuando tenía a ese hombretón en casa? Edward había logrado lo que quería, aquello con lo que me había amenazado: me había hecho suya, me había amoratado las nalgas y me había hecho suplicar que me castigara. Por mi parte, me había enamorado perdidamente de él y deseaba que hubiera más oportunidades futuras para ser castigada. ¡Por supuesto que besaría sus manos y el suelo que pisaba! Tal como él lo había sentenciado unas horas antes.
Finalmente, cuando se recompuso, Edward se puso de pie y se dirigió hacia mí con aire decidido. Yo sabía que el castigo no había terminado, pues en lugar de cuarenta y cinco azotes, había recibido sólo once. Tuve miedo, mucho miedo. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, pues pese al placer que me reportaban los azotes, me dolía tanto el trasero que no deseaba que ese placer continuara, no en aquel momento, al menos.
- Ya no me castigue, mi señor. Se lo ruego supliqué llorando como una niña pequeña
- ¿Cómo? ¡Hasta hace un momento me rogabas que lo hiciera! Debo atender a ese primer ruego. No me gusta dejar las cosas inconclusas.
Además del miedo infinito a ser azotada nuevamente, debo confesar que mis llantos y súplicas también eran una especie de coqueteo. En poco tiempo había aprendido a jugar el juego de Edward. A él le excitaba que yo tuviera miedo (¡y vaya que lo tenía!), que suplicara piedad, que llorara como niñita. Desempeñaría mi papel con maestría para satisfacer a mi dueño.
- Voy a concederles un descanso a tus nalgas me dijo mientras me desataba Toma tus faldas y sin dejarlas caer, ven acá
Obedecí lentamente sin dejar de llorar. Ni siquiera podía frotarme mi adolorido trasero pues mis manos estaban ocupadas en levantar las voluminosas faldas. Cuando estuve frente a él, me tomó el rostro con delicadeza, era casi tierno, besó mis labios, mis ojos y mis mejillas. Yo correspondí loca de alegría, pero supongo que no debí hacerlo. Me abofeteó ambas mejillas y señaló una esquina de la habitación.
- Vas a estar de pie en ese rincón, como una niña mala a la que hay que corregir, porque no eres más que eso: una mocosa malcriada a la que yo debo educar
- Sí, señor murmuré Necesito el castigo, el que usted disponga. Nunca nadie me había castigado
- ¿Lo ves? ¡Cuánta falta te hacía! Anda al rincón y quédate ahí hasta que yo te llame. No te atrevas a cubrirte las nalgas ni a girar la cabeza ni un centímetro.
- Sí, mi señor obedecí lentamente sosteniendo mis faldas y durante un rato sentí su fuerte mirada sobre mí. Después escuché que abandonaba la habitación, pero a pesar de saberme sola no me atrevía a moverme, aunque sí a frotarme un poco mis adoloridas nalgas que me escocían como si me hubiera sentado sobre carbones ardientes.
Pasada una media hora, Edward volvió. Lo escuché entrar y temblé involuntariamente, seguramente ahora vendrían el resto de los azotes.
- Ven aquí y arrodíllate a mis pies me ordenó. Yo obedecí sumisa. - Vas a besar mis manos y mis botas lo hice con verdadera pasión y amor - Muy bien, la niña malcriada se está corrigiendo. ¡Lo bien que te ha caído la azotaina, mi pequeña esposa! no respondí, me sentía muy avergonzada y no pude más que clavar la mirada en el suelo.
- Ahora levántate y túmbate boca abajo sobre el sofá. Obedecí despacio, estaba realmente aterrada por lo que me sucedería a continuación, pero no era para ponerse a discutir después de todo lo que ya me había pasado. Acomodé bien mis faldas para ofrecer mis nalgas a la vista de mi señor.
- Bueno, creo que nos quedamos en el número once del lado izquierdo ¿no es así?
- Sí, mi señor
- Es decir que aún faltan treinta y cuatro azotes
- Sí, mi señor, aunque los que usted disponga, son los que merezco.
- Levanta bien alto las nalgas y abre un poco las piernas obedecí palpitando de excitación y temor.
- No bajes las nalgas, no trates de huir ni de darte la vuelta. Tendrás tus treinta y cuatro azotes, pero como ya me aburrí de la paleta de madera, voy a usar este latiguillo. me giré apenas para verlo. ¡Dios mío! Aquella correa terminaba en dos puntas, lo cual duplicaba el castigo. ¡Pero si mis nalgas ya no toleraban ni una suave nalgada aplicada con la mano!
- ¡Por favor, mi señor! ¡Serán el doble de azotes!
- ¿No te los mereces? me preguntó fingiendo sorpresa
- Sí, sí mi señor. Será como usted mande respondí a media voz
- En lugar de contar, mi malcriada niña, esta vez darás las gracias después de cada azote. ¿Entendido?
- Sí, mi señor
Y comenzó la tercera tanda de azotes. ¡Qué dolor tan intenso! ¡Qué placer delicioso!
- ¡Gracias! ¡AAAAAY! ... ¡Gracias! ¡AAAAAAY! .... ¡Gracias! gritaba, aullaba, me bebía mis lágrimas y mis labios inferiores chorreaban placer sobre el brocado del sofá. Yo ya no podía más y empecé a suplicar que se detuviera - ¡Por favor, señor! ¡No me pegue más! ¡Ya no, por favor! ¡Seré buena! ¡Lo obedeceré en todo! ¡Ya no! ¡Ya no me pegue! ¡Se lo ruego!
No sirvió de nada, me dio los treinta y cuatro azotes y me hizo rabiar de dolor. Lloré como una niña arrepentida, que finalmente eso era en lo que Edward me había convertido.
Cuando terminó el castigo, mi severo esposo se tumbó a mi lado en el sofá, yo seguía en aquella postura vergonzosa pero ahora podía frotarme suavemente mis ardientes nalgas, lloraba a mares y gemía. Edward me hizo volver la cara para mirarme.
- Eres hermosa, Isabel. Tienes unas nalgas deliciosas y... me ha encantado hacerte mía en medio del castigo Me dijo con ternura y no supe qué contestar Debes prometerme que nunca jamás volverás a verte con otro hombre, porque si lo haces, no podré castigarte así, me darían ganas de matarte.
- Nunca más lo haré, mi señor, es un juramento.
- También promete que serás dócil y obediente conmigo
- Lo seré, señor.
- Muy bien, pues de otra manera, a la más mínima falta, tendrás una tunda de azotes. dijo volviendo a su tono severo y no tendré miramientos contigo, jovencita, si he de azotarte frente a toda la servidumbre, lo haré.
- Sí, mi señor. No daré motivo para tal cosa.
- Muy bien. Por hoy hemos terminado, mi preciosa niña. Puedes irte. Pero no deberás salir de tu habitación durante tres días. Y en las próximas dos semanas no llevarás bragas. ¿Has entendido bien?
- Sí, mi señor. ¿Puedo preguntar por qué?
- Pues porque vas a tener que levantarte las faldas cuando yo lo diga para permitirme inspeccionar el estado de tus nalgas. Quiero saber cuando empiecen a sanar para arrearte otra paliza. Durante dos semanas quiero ver esas hermosas nalgas totalmente amoratadas y marcadas. La perspectiva me escalofrió, pero asentí con el rostro ruborizado.
- Sí, mi señor. Será como usted manda.
- Y ahora vete. Podría antojárseme darte otra veintena de azotes Ante la amenaza, me levanté rápidamente, compuse lo mejor que pude mi indumentaria y me dirigí a la puerta de la estancia. Desde ahí, me giré a verlo.
- Gracias, mi señor. Me merecía los azotes y... lo amo no di tiempo a que me contestara, salí y cerré la puerta.
Camino a mi habitación traté de aparentar que no había pasado gran cosa, pero me costaba caminar con naturalidad. Mis nalgas eran sólo dolor y ardor. Ante el espejo las inspeccioné y volví a excitarme. Deseé que el castigo se repitiera. Ojalá mi trasero sanara pronto, así antes de dos semanas yo volvería a ser azotada y, suponía, volvería a hacer el amor con mi adorado dueño.
26 comentarios
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Anónimo -
Gabriela Sánchez -
Gaby Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Gabriela Sánchez -
Les vengo a contar de cómo me fue
Gabriela Sánchez Barrionuevo -
Gaby -
PD: la paliza me la dio por llegar tarde a mi casa y además de eso era muy enojón
Wendy -
Mar♥ -
Mar♥ -
-jeremy te duchas tu primero y luego yo
-yo no kiero primero, mejor tu
-nono tu antes
-nooo tu
los dos eramos unos crios pekeños yo de 11 y el de 5 , yo llevava unos pantalones tejanos cortos y una camiseta rosa, y jeremy unos pantalones amarillos cortos y una camiseta roja. estuvimos mucho rato discutiendo y vino Justino a decirnos k nos decidiesemos pero no havia manera
empezamos a pelearnos, el me cojia de las coletas y yo a él lo empujaba y nos davamos patadas. Justino intentaba separarnos pero no podiamos, el no defendia a ninguno ni a su hermanito ni a su "niña consentida", todo el rato pelearnos sin parar tirandonos de los pelos, rebolcandonos x el suelo y Justino decia k parasemos ya pero no le escuchabamos, se sento en una silla cn las manos juntas esperando a k parasemos, el se sneto en una silla para esperar a k parasemos, el tenia mucha paciencia. pero llego el gran momento, de tanto pelearnos empuje a jeremy contra la paret y al estamparse muy fuerte mente contra la paret ejremy vino a mi corriendo cn lagrimas y me metio unmordisco muy grande en la mano aciendo k me slaiera sangre. Justino cojio a jeremy x los pantalones y mientras yo lloraba x mi mano , Justino le deba muy fuerte a jeremy y jeremy lloraba mucho, luego lo solto y le dijo a jeremy k se kitara ala ropa k le tocaba ducharse, pero yo no me libre. Justino me cojio de la cintura y me dio ami tambien azotes, muy pero k muy fuertes. yo le decia k havia empezado él, y él me decia k yale havia dado su merecido a su hermano, ahora me tocaba ami. despues de llorar yo mucho me solto y me dijo k me kitara la ropa, k NOS IVAMOS A DUCHAR JEREMY Y YO JUNTOS AL MISMO TIEMPO, ninguno antes k otro. Nos kitamos la ropa jeremy y yo llorando como magdalenas y al kitarnos toda la ropa pudimos experimentar k teniamos el culo super colorado. Justino nos aviso k no keria escuchar ni una keja mas, esas experiencias no me las kitare nunca de la cabeza, por k son muy dolorosas, las reucerdo como si fueran ayer.
Mar♥ -
Justino era un chico de 15 años, con una cara preciosa, piel blankita, pelo castaño claro y lo tenia de lado, ojos marrones cn miradas preciosas...el chico mas guapo que havia visto yo en mi vida. El tuvo muchas novias pero las dejaba rapido, y sabia tocar la guitarra y el piano.
yo siempre he sido rubbbia, de ojos azules, solia llevar falda casi siempre y el pelo suelto. Tenia 11 años recien cumplidos y estaba perdidamente enamorada de Justino, ademas yo era su consentida, siempre etaba con él y me tocaba canciones, tenia una voz muy preciosa. pero jamas me imagine lo que me izo.
Resulta que mis padres se tenian que ir a un sitio, y yo no tenia hermanos asi que me iva a quedar sola bastantes dias, asi que el se ofrecio a venir a verme para que iciese los deberes y que no estuviera completamente sola. Un día me quede a dormir en casa de una amiga, y no se lo avise, él se asustó muchisimo y como yo no tenia movil no me podia llamar. Y eso que vine al dia siguiente que era sabado a las 10 de la mañana, hacia mucho sol y yo venia cn mi mochila. Abri la puerta y subi al piso de arriva que havian unos cuadros que dibujaba mi padre y un sofa cn una tele, al subir estaba justino leyendo un libro. Subi con un poco de miedo, porque se me habia olvidado decirle que no iva a dormir en casa, y yo cn 11 años. Sin soltar el libro, ni levantarse, me dijo que me pusiera de cara a la paret y yo le ice caso, pero eso que le dije:
-Justino, enfadado?
él sin apartar la vista del libro dijo:
-Tu que crees
-Pero me perdonas esque no me di cuenta porque...
no me dejo terminar y me dijo:
-Shhh, callate, no tengo ganas de escuchar tus tonterias.
Él estaba muy serio, pero a la vez sexy , movia su pelo para un lado y se lo tocaba pero no apartaba la vista del libro, aveces me miraba.
yo me estaba aburriendo mirando a la paret y un poco avergonzada, y le dije:
-Justino me aburro, puedo sentarme cntigo?
-No
-Me tocas una cacion cn la guitarra?
-No
-jooooo, puedo...
-No mar, kedate hay, y no digas nada. ( me lo decia cn voz normal, sin chillar)
-joooooo joder Justino vaya mierdaa
-Shhh, mar ya esta bien
le di una patada a su guitarra y se levanto dejando el libro en la mesa, luego coji una piedra de decoracion k tenia mi madre y la tire, rompiendo uno de los cuadros k tenia mi padre, entonces Justino vino ami , con su mirada me miro como nunca nadie me abia mirado, una una mirada amenazadora, yo me asuste mucho cuando me cojio del brazo y me dirigio al armario, y alli cojio una chancla cn mucha suela.
-k aces a donde me llevas? Justino me haces pupa en el brazo
- mira mar no keria hacerlo pero tu as kerido, ya esta bien de ser una niña mimada.
no sabia a lo k se referia cn eso, pero me lo fui imaginando.
se sento en una silla y me tiro hacia sus rodillas.
-Justino no porfavor.
me miro cn la mirada de amaneza y no me dijo nada.
cojio la chancla y empezo a darme azotes, cada vez me daba mas fuerte y se notaba, cn esa suela me picaba en las nalgas y cuando yo keria hablar me dba mas fuerte. Me dolian , pero no lloré, me kede un rato en sus rodillas y finalmente me levanté, aunke me dolian bastante, luego me tiro del brazo al sofa y me agarre a la parte de arriva, cojio su cinturon ( k era de marca, toda la ropa y todo lo k el llevava era de marca siempre) y empezó a darme, no me bajo la falda ni las bragas pero me dolia bastante. Me daba y me dolia y haveces gritaba yo un poco pork me dolia, se me escapo alguna lagrima pero no lloré del todo. Justino me miro cn sus ojazos marrones, y no me decia nada, se hacercaba ami y se ponia las manos en la cintura como en tetera. Finalmente me cojio y se volvio a sentar en la silla, esta vez me subio la falda y me bajó las bragas, me dio azotes esta vez cn la mano, no me imagine k me doliera mas cn la mano k cn el cinturon, cn el conturon no me dio muy fuerte porque sabe k me podia romper el culo, cn la chancla me daba fuerte pero no muy rapido, aunke dolia igualmente, pero cn la mano abierta me empezo a dar azotes y cn su fuerza me hacia mucho mas daño, yo esta vez llore y mucho, porque él no paraba, yo no le decia nada porque sabia muy bien k no me hablaria. me daba muy fuerte y esta vez las nalgas se me ponian super coloradas, mas k cn la chancla y el cinturon ( pero eske esta vez no tenia ni falda ni bragas) me daba muy fuerte, pero k muy ferte y empece a llorar mucho, me agarre a su pierna y mis ojos estaban llenos de lagrimas, y cada vez k me daba me temblaba todo el cuerpo, jamas me imagine k Justino tenia tantisima fuerza, me dejo la marca de su mano puesta, se veia todo mi culete rosado y una mano en cada nalga. Cuando me dio unos 200 azotes ( sin exagerar) me dejo un rato en sus rodillas y yo lloraba y me dijo entonces:
- La proxima vez te acordaras de k tienes k avisar antes de irte a ningun lado y mas a dormir a otra casa.Mar, te lo mereces.
y me dio un azotes muy fuerte el mas fuerte de todos lo k me abia dado este era exajeradamente fuerte.
empece a llorar y a decirle k lo sentia, yo estaba enamorada de él pero me daba mucha verguenza estar cn el culo muy rojo en cima de sus rodillas, me ayudo a levantarme y cuando yo me subia las bragas y me ponia bien la falda llorando, mas k nunca, me dio un abrazo muy cariñoso, y un beso en la mejilla, y me acariziaba el pelo, y me hablaba:
-No vuelvas ha ahcer estas cosas vale? venga k me tenias muy preocupado, yo te kiero chikitina no dejaria k te pasara nada, eres la unia prima k tengo. pero la proxima vez piensatelo dos veces por te dare mas fuerte si vuelva a pasar. y yo me asuste y llore xq me dolia muchisimo y me abrazo nuevamente.
Me sente en el sofa cn él y vimos un poco la tele, el me cojio en brazos en el sofa y me miraba y me sonreia, pero ami se me caian las lagrimas, y de vez en cuando volvia a llorar x me dolian muchisimo y em me abrazo y me puso su mano en mi barriguita, tenia una mano muy bonita, era blankita no mucho, cn unas uñas perfectas y muy bonitas las manos pero muy pero k muy fuertes. Me kede dormida y el una manta sobre mi.
ahora tengo 20 años y aun recuerdo akello, creo k aun tengo la amrca y me duele solo de pensarlo, desde ese dia tuve mas cuidado cn mis formas de contestas y de no abisar. Ahora se como se sentia una guitarra sobre sus rodillas. espero k os aya gustado :)
ANGELICA -
gavi -
Más un consejo gratuito... Sácate tú las ganas... que para ello hay miles de miles de Sitios web donde seguramente sí encontrarás ESO que a TÍ sí te saca las ganas.
Saludos... gruñona.
Vitabar -
Eso o que se busque a alguien que le saque las ganas.
Fer -
De buen rollito
Fer
Ladyspanker -
Me parece que la que necesita que le "saquen las ganas", como "elegantemente" comentas, eres tu. Estás muy amargada.
Tanta pena.
Daniela -
Eso o que te busques alguien que te saque las ganas.
Jano -
Haces todo tan....verosimil y excitante!.....
Gracias.
Jano.