Vicio Compartido
Autor: Ana K. Blanco
La boda de mi amiga Leonora estuvo llena de sorpresas. La primera la tuve durante el ensayo de bodas, cuando entré a la iglesia y lo vi. Alan y yo habíamos tenido una aventura muy particular pero nunca imaginé que lo encontraría en este lugar.
-¿Qué haces aquí? –pregunté con extrañeza.
-Soy el padrino. Ya ves, como siempre, tu contraparte, tu alter ego, tu complemento… –me dijo divertido.
-Pero… si Leonora me dijo que el padrino sería Daniel, el primo de… -Entonces comprendí. Alan jamás me había confesado su verdadero nombre. Y como dejé New York para mudarme a Miami, apenas conocía al novio y menos aún sus relaciones.
Nos reunimos a la salida del ensayo. Era noviembre. Otoño. El clima era agradable y la vista espectacular. Desde la puerta de la pequeña capilla se veía Battery Park, el río Hudson y en la mitad, la Estatua de la Libertad. Nos mezclamos con la gente que bajaba del ferry procedente de Staten Island y tras ellos, aunque a otro ritmo, comenzamos a caminar por Wall Street. De algún modo que no percibí, terminamos en un pub pequeño y atestado de gente.
-¿Dónde te estás quedando? Miami está lejos. Además –dijo sonriente-, esta noche tenemos el rehearsal dinner. No imagino que la dama de honor falte a tal acontecimiento.
-Supongo que como tú y la mayoría de los invitados, me estoy quedando en el mismo hotel que los novios y en el mismo piso que el resto de las damas y la novia.
Después del almuerzo seguimos en una de las barras del hotel y la tarde se fue con rapidez. Corrí. Tenía menos de dos horas para cambiarme, pero llegué a tiempo. La cena tuvo mucho de formal sin perder esa calidez que dan la familia y los amigos. Me senté junto al resto de las chicas y luego del postre Leonora se acercó con un
montón de bolsas en sus manos.
-Chicas, mañana las espero a las siete en mi habitación para desayunar. Habrá un equipo de peinadoras y maquilladoras para dejarnos aún más hermosas, y junto con esto –dijo levantando las manos cargadas- será mi regalo para ustedes.
En la bolsa había un par de elegantes pantuflas y un salto de cama para presentarnos al día siguiente. Pensé que ya nos íbamos, así que saqué la tarjeta de mi habitación de mi bolso cuando Alan vino a saludarnos y se sentó a mi lado hasta el final. Al regresar al hotel me ofreció ir a tomar algo, pero decliné la invitación.
-Lo siento, pero debo madrugar y no quiero parecer una zombie, así que iré directo a la cama. Y dime… -Pregunté mientras íbamos en el ascensor- ¿Aún tienes aquel artilugio plegable?
-Por supuesto, siempre me acompaña –dijo al extraer del interior de su saco un fino cilindro que, al desplegarlo, se convirtió en la vara que recordaba. Sonreí en silencio y me acerqué para susurrarle un hasta mañana tan sutil como el beso que olvidé en su cuello…
Esa noche recordé nuestro fugaz ¿romance? No. No fue romance. Hubo afecto, sí, pero lo que en realidad nos unió fue los azotes y el sexo. En ese orden. Porque era más fácil conseguir pareja para el sexo que para jugar Spanking. Y Alan reunía cualidades en ambas artes, además de ser alto, rubusto, fascinante y sexy como pocos. Recordé su cuerpo encima de mí refrescando mis nalgas hirvientes... y me estremecí.
A las siete me presenté en la suite de la novia, y tres horas después regresaba a mi habitación desayunada, peinada y maquillada. En dos horas nos reuniríamos en el hall para las fotos y luego a la Iglesia. Al abrir la puerta encontré a Alan estaba allí sentado, esperándome con la vara plegable en la mano.
-Pero… ¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste?
Alzó la tarjeta y supe por qué la noche anterior no la había encontrado. Seguro que la tomó de la mesa cuando nos vino a saludar.
-Estoy aquí porque tenemos una charla pendiente -se puso de pie y comenzó a caminar a mi alrededor-. Ayer a la tarde te fuiste corriendo, a la noche me rechazaste, esta mañana te escabulliste…
-No es así. Te dije que…
-¡Silencio!
Se movía con lentitud. Desplegó la vara y sin decir palabra me señaló el sofá. Yo sabía que eso significaba apoyar las manos en el asiento y levantar las nalgas.
-No hay mucho tiempo. Tu cúmulo de faltas te ha conducido a una sentencia de treinta azotes, aunque merezcas muchos más.
-Pero… Alan… yo…
-No hables. Obedece, a menos que quieras aumentarlos y llegar tarde.
El solo hecho de tenerlo cerca e imaginar que algo podía pasar, me excitó. Lo observé vestido con su bello traje, blandiendo la vara mientras caminaba a mi alrededor y decía su discurso acerca de mi sentencia, y me sentí feliz. Acaté sus órdenes por dos motivos. El principal era que ambos disfrutáramos este juego que tanto nos satisfacía, y el segundo era porque nadie empuñaba la vara como él. Ya en posición, respiré hondo y me entregué… Pasaron unos segundos antes de sentir su voz en mi oído.
-¿Me estás tomando por tonto? Desvístete antes de que los treinta se conviertan en sesenta.
Me incorporé de inmediato y comencé a sacarme la ropa.
-Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres… –y yo apenas me estaba desabrochando el pantalón-. Treinta y ocho… y en aumento...
Por mucho que me apresuré, cuando estaba totalmente desnuda estaba en cincuenta cuatro, porque la blusa y el sostén me los quité juntos y sin desabrocharlos. Antes que pudiera abrir la boca estaba sobre sus rodillas. Comenzó a nalguearme con una potencia que casi había olvidado. Mi memoria me llevó a otras sesiones donde había usado ese método de ir de más a menos: comenzaba con nalgadas fuertes e iba disminuyendo la intensidad. Era tan doloroso como excitante, aunque poco placentero al principio. Extrañaba aquella sensación de calor, picazón y ese dolor dicotómico que le hace a uno desear que el Spanker pare en ese instante y al mismo tiempo continúe hasta la eternidad.
Los azotes disminuían en intensidad, pero se sentían igual de fuertes a pesar de las caricias masculinas.
-Ahora sí estás preparada. Ponte en posición –dijo con voz firme mientras volvía a señalar el sofá. Obedecí gustosa. Abrí mis piernas lo más que pude e hice que mi espalda formara un ángulo recto con ellas. Pensé que estaría perfecta, pero Alan empujó mi cuello hasta que mi frente casi tocó el asiento. Luego, enterró su mano entre mis piernas y tomando con su palma mi monte de Venus me alzó, dejándome más expuesta y con las nalgas levantadas.
Y la vara cayó. Y la piel se levantó dejando la marca. Uno. Dos. Cinco. Diez azotes. Descanso. Caricias. Gemidos de dolor mezclados con placer. Y vuelta a empezar.
Imagino que la visión de mis nalgas rojas cruzadas por finas líneas purpúreas, eran un deleite para Alan, que uno tras otro y con un breve descanso cada diez, terminó por completar los cincuenta.
-Los cuatro últimos los dejamos pendientes. Tienes que ducharte y empezar a vestirte porque queda media hora para las fotos.
Ducha. Panties. Vestido. Zapatos. Revisión de maquillaje y peinado. Excepto por mi sonrisa de sexo reciente, nadie adivinaría mi alegría extra durante la sesión de fotos. Todo estuvo bien hasta que tuve que sentarme en la limusina.
-¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? –preguntó Leonora al ver que me sentaba con máximo cuidado.
-No. Todo está bien –respondí presurosa-. Es que tengo miedo de arrugar mi vestido.
Me sentí radiante caminando al altar por mi querida amiga. Alan estaba junto al novio y me regaló una sonrisa cómplice. Cada vez que había que sentarse, volvía sus ojos hacía mí y su bello rostro se iluminaba.
Intercambio de anillos. Bendición, y el famoso “puede besar a la novia”. Aplausos. Alegría. Los novios hicieron su primera caminata como el señor y la señora tal. Y tras ellos los padrinos. Alan me ofreció su brazo y al llegar al atrio me condujo hasta la pared y acarició mis nalgas.
-Estamos en la iglesia, Alan. Podrías aprovechar para arrepentirte de lo que me hiciste.
-No, no. No puedo arrepentirme. Lo que te pasó fue en justo castigo por tus pecados más recientes. Debería haber continuado, pero no hubo tiempo –me dijo en tanto yo me sonreía-. ¿Y ahora de qué te ríes?
-El que solo se ríe… -Respondí, dejando el refrán sin terminar- Búscame en la fiesta y lo sabrás.
Peter Minuit Plaza era lo único que nos separaba del restaurante pegado al río, en pleno Battery Park. Más de doscientos invitados. Barra libre de bebidas y varias mesas con manjares para esperar la llegada los novios.
Pasó media hora. Fui a pedir un Bloody Mary a la barra cuando un desubicado me acarició una nalga. Me di vuelta y al verlo sonreí. Nadie lo notó, los invitados seguían apareciendo y los saludos continuaban.
-¿Dónde me llevarás? –preguntó intrigado.
-Vine aquí con Leonora y sé de un apartado que nadie usa en las fiestas. A menos eso nos dijo el encargado cuando nos lo ofreció por si queríamos algo de tranquilidad durante la recepción. Sígueme…
Con las copas en la mano, llegamos al lugar. Estaba fresco y agradable. Tenía su propio baño, un par de mesas, sillas y sofás confortables como para poder echarse en ellos y descansar. Pero no era descansar lo que queríamos en ese momento.
-Alan… -Dije apenas entramos- Tienes que terminar lo que empezaste. En la iglesia me dijiste que aún no había expiado mis pecados por completo, así que…
Me quité toda la ropa y, apoyando mi torso en la mesa, abrí las piernas y me quedé quietecita. Sabía que me dolería, que iba a sufrir, pero lo hice con gusto y confiando en él.
- Vuelve a azotarme, por favor.
-Repetiré la rutina del hotel. Te daré cinco series de diez azotes cada uno, con pequeños descansos. Solo que esta vez quiero que los cuentes en voz alta. ¿Comprendido?
-Perfectamente, Señor –respondí.
En aquel lugar cerrado, el silbido era más atemorizante. La vara comenzó su tarea. Gemidos sordos salían de mi garganta con cada varazo, e imaginé mis nalgas cruzadas de líneas recién infringidas encima de las recibidas pocas horas antes. Conté del uno al diez y respiré aliviada al sentir la mano de Alan. Cuántas sensaciones encontradas en ese instante mágico de la caricia, donde además de las nalgas, su mano continuaba su viaje por mi vulva, recorriendo los labios, deteniéndose en el clítoris, y hasta haciéndome creer que introduciría sus dedos en mi cuevita.
-No has cambiado nada… Sigues igual de caliente, perrita… Eso me complace mucho.
Me pareció, tuve la sensación de que su mano salió empapada con mis humores. Me abrió las nalgas y guardó silencio. Escuché cómo se retiraba para tomar distancia y recomenzar.
Hubo tres tandas más. Cuando entre lágrimas sollocé un entrecortado “cuare.. cuarenta y… y… dos”, sentí su miembro erecto y palpitante, apoyado entre mis nalgas doloridas e irritadas.
Confieso que no soy adepta al sexo anal, pero esa tarde lo deseé. Me di vuelta y lo ayudé a deshacerse de su ropa para volver a mi posición con un pequeño cambio. Apoyé una pierna encima de la mesa y abrí mis nalgas.
-Alan… los últimos… los quiero aquí… -dije tocando mi ano- Es mi ofrenda para ti.
Quedó mudo por la sorpresa.
-Es el mejor regalo que me han hecho. Gracias, Mina. Sabes cuánto lo he deseado.
Fueron azotes duros, tanto que a veces hasta se me cortó la respiración. Más que dolor era un ardor punzante que me hacía sentir la necesidad de ser penetrada...
Alan apoyó su miembro en mi vulva y comenzó a frotar. Mi clítoris se hinchó y los fluidos fueron aprovechados por mi verdugo para mojar su herramienta. La colocó en la entrada de mi ano y sin ningún miramiento, me poseyó.
El dolor fue menos intenso que el placer. El vaivén de los impulsos me hacía sentir que estaba viva, que al entregar lo más íntimo de mi cuerpo hacía que me sintiera muy suya.
Nos vestimos y regresamos a la fiesta antes que llegaran los novios. A partir de ese día, tuvimos un secreto más para compartir. Y otro placer que tenía la apariencia de convertirse en un vicio compartido, algo que le debería confesar cada vez que lo encontrara...
Nota: Este artículo ha sido publicado originalmente en el blog Amadeo Pellegrini y Ana Karen Blanco bajo el título Vicio Compartido, aparece hoy en nuestro blog de Relatos de Azotes con la autorización por vía telefónica de su autora Ana K. Blanco a quién agradecemos su deferencia y colaboración.
Saludos de Fer
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Dama