El don
Por: Amadeo Pellegrini
In memorian G.H.E.
Todas las personas traen, desde la cuna, al menos algún don particular, es decir alguna cualidad, aptitud, talento o disposición especial. De ese modo existen personas muy dotadas para las artes, o las matemáticas, o el trabajo manual, etc. Los dones a su vez son innumerables, los hay elementales o complejos, unos son más comunes o frecuentes que otros, pero todos ellos resultan dones al fin.
Cuando en una persona su don principal alcanza un desarrollo gigantesco, acostumbra a decirse de él que se trata de un “superdotado”, como lo fueron Beethoven, Bach, Mozart y tantos otros genios de la música, por otra parte a los que no alcanzan un grado aceptable de desenvolvimiento de sus aptitudes se los llama “infradotados”.
Normalmente los dones se ponen de manifiesto a muy temprana edad y, si se tiene la suerte de crecer en un medio propicio, comienzan a desarrollarse de manera rápida, dando lugar a casos de precocidad.
Me ocupo de esto, porque el mío es algo bastante fuera de lo común, pues vine a este mundo con el don de la percepción extrasensorial.
Para quienes no están familiarizados con el tema debo decir que consiste en llegar a conocer o descubrir algo por una vía distinta a la de los sentidos. La persona que lo posee adquiere conocimientos sin la intervención directa del tacto, la vista, el olfato, el oído o el gusto.
Vulgarmente se suele hablar de “sexto sentido” o “premonición” otros con más precisión agrupan y designan los casos bajo el nombre de “fenómenos paranormales” .
Muchos estudiosos han destinado enormes esfuerzos a desentrañar y explicar estos fenómenos, produciendo innumerables obras científicas que los desmenuzan y teorizan acerca de ellos.
No deseo abrumar a nadie con la exposición de tales teorías, simplemente me propongo contar mi historia.
Mi percepción extrasensorial se manifestó tempranamente. No tenía más de seis años cuando “vi” morir a mi abuelo paterno que residía a más de 200 kilómetros de nuestro hogar.
Sucedió así: estaba durmiendo y soñé que mi abuelo Juan caía al suelo y no se movía. Me desperté en el acto sabiendo que estaba muerto, entonces me puse a gritar: ¡El abuelo está muerto! ¡El abuelo está muerto!
Al instante acudieron mis padres para tranquilizarme.
-Es una pesadilla, querido -decía mi madre tratando de calmarme.
-Si, estabas soñando… Aseguraba mi padre.
-¡Está muerto! ¡Lo vi! ¡Lo vi! – continuaba insistiendo yo.
Media hora más tarde sonó el teléfono en el vestíbulo. Papá fue a atender la llamada y al cabo volvió para confirmarnos que su padre acababa de morir de un infarto.
Otra oportunidad en la que sucedió un caso parecido, fue viajando en tren, tendría entonces unos ocho años cuando de pronto “vi” como un automóvil atropellaba a nuestro perro, lancé entonces un grito que sobresaltó a los pasajeros del vagón.
-¡Lo mataron al Cachilo!... ¡Fue un auto verde!... ¡Lo pisó un auto verde!...
Ese hecho también se confirmó, aunque no el detalle del color del auto, puesto que quienes se acercaron al perro no consiguieron ponerse de acuerdo sobre el tipo de vehículo que lo había atropellado. Se trataba de una calle muy transitada a esa hora y los presentes prestaron sin duda más atención al animal herido que no tardó en morir que al automóvil, que continuó la marcha.
Después de este episodio me pusieron en manos de un psicólogo para que me liberara de posibles sentimientos de culpa por ambas muertes.
Esa sabia decisión de mis padres resultó muy acertada, pues el terapeuta me hizo comprender muchas cosas y me estimuló para que desarrollara esa facultad. Gracias al tratamiento aprendí a valorar mis percepciones y más adelante a cultivarlas.
Podría llenar páginas enteras relatando casos en los que utilicé mi don. Uno de los primeros usos que di a esa facultad fue para encontrar objetos perdidos, para “descubrir” el juego de mis adversarios, para “adivinar” el número que iba a extraer, cuando jugábamos a los naipes o a la lotería familiar.
Los que no tienen mayores conocimientos se detienen sólo en los aspectos anecdóticos de la cuestión, porque ignoran los esfuerzos de concentración mental que exige activar los mecanismos del cerebro para descifrar las percepciones con el auxilio de los demás sentidos, en especial el del tacto, tanto como el agotamiento que sobreviene después.
Porque resulta difícil concebir que el esfuerzo mental requerido vaya acompañado por un enorme dispendio de energía física, como ocurre por ejemplo, para captar un mensaje subliminalmente transmitido por una persona distante o capturar e interpretar las ondas emitidas por los objetos bajo determinadas condiciones.
Es un hecho comprobado también que en algunas oportunidades las percepciones extrasensoriales afloran naturalmente en el sujeto sin esfuerzo alguno, sin necesidad tampoco que ponga nada de su parte para activarlas o emplearlas. Esto suele suceder cuando la energía transmisora resulta muy potente y “golpea” al receptor.
Por último, a aquellos que envidian el don de la percepción extrasensorial, he de decirles que quien lo posee, padece paralelamente la condena de la soledad.
En efecto, a la mayoría de ellos, por obvias razones, les resulta muy difícil mantener relaciones afectivas intensas y permanentes. Aunque, no necesariamente la soledad los convierte en seres desdichados muchos, como Leonardo Da Vinci, la vuelcan a la creatividad.
He mencionado relaciones afectivas permanentes y estables, no relaciones sexuales. No quiero ofender la inteligencia de los lectores con mayores precisiones sobre esto.
En mi caso particular reparto mi vida entre las actividades profesionales que me proveen de relaciones tanto como del sustento material indispensable, con las culturales que rellenan mis vacíos existenciales.
Tal combinación me ha permitido sobrellevar las carencias afectivas. Porque debo decirlo, también añoro las delicias de un verdadero hogar. En ese sentido comparto como verdad indiscutible el precepto bíblico que no es bueno que el hombre esté solo.
En una época traté de formar pareja estable, lo logré o creí lograrlo, pero por corto tiempo, todas las tentativas resultaron efímeras, de manera que me resigné al sino de la soltería.
Mis apetencias culturales marchan al vaivén de mis recursos económicos. Cuando engrosa la cuenta bancaria los deseos se transforman en viajes cuyo destino y duración guardan relación directa con el monto de los caudales disponibles. A medida que estos merman, mis aspiraciones se limitan a visitar museos, concurrir a conciertos, conferencias o estrenos teatrales y cinematográficos. Finalmente cuando el dispendio aproxima las reservas a niveles cercanos al cero, entonces mis gustos terminan reducidos a largos paseos por la ciudad e interminables visitas a las librerías de viejo, donde invariablemente doy con alguna obra que me conduce al sillón de mis ocios.
En la época que comienza el relato de esta parte de mi vida, concluía un viaje de un mes repartido entre San Petersburgo y París, lo que equivale a decir que mi espíritu estaba pletórico con las visitas al Palacio de Invierno y al Louvre, pero el estado de mis arcas daba lástima.
Retornar a la actividad cotidiana en Buenos Aires luego de ese tour me reconfortaba, pues conviene alejarse un tiempo de los sitios familiares para recuperarlos luego y descubrir cosas nuevas.
Me sentía feliz de caminar despreocupadamente por la Avenida de Mayo con sus edificios emblemáticos, el Barolo, el Tortoni, La Prensa … Recorrido que incluía paradas en las mesas de dos o tres librerías de viejo para terminar con un café en una mesa del London, donde Cortázar ambientó el comienzo de su novela “Los Premios”.
Desplegué el diario, a la espera del café que bebería con toda la calma, hasta decidir luego el rumbo a tomar…
Eludí el imán de Florida, atestada a esa hora por un enjambre de gente y bajé hasta Bolívar para seguir por allí, donde sólo me entretuve apenas en la Librería de Ávila, antes de internarme por Defensa en el corazón de San Telmo.
San Telmo, cuyo epicentro está en la plaza Dorrego, es el equivalente del Marché aux Pouces de París, de Portobelo Road de Londres, de la Feria de la calle Tristán Narvaja de Montevideo, del Rastro de Madrid o del Mercadillo detrás de la iglesia de la Resurrección de San Petersburgo, no se parece a ninguno pero comparte el encanto mágico de todos ellos.
Normalmente visito San Telmo los fines de semana, en las horas que se habilitan los tenderetes en la plaza, donde se puede regatear y con suerte hacer algún hallazgo o conseguir alguna ganga.
Pero ese día laborable llegué, sin proponérmelo, hasta la esquina de Humberto Primo. Creía que la casualidad me había llevado allí, pero ni bien ascendí a la vereda y alcé la vista, los latidos de mi corazón se aceleraron al comprender que no había sido el azar sino una fuerza poderosa la que me había guiado hasta ese objeto que desde la vidriera reclamaba mi atención.
Era una pequeña fusta, corta, íntegramente confeccionada en cuero; la empuñadura tenía el grosor aproximado de mi dedo pulgar, su extremo opuesto remataba en dos finas lengüetas de unas cinco pulgadas de largo.
Se las conoce como “Fustas de Dama” porque forman parte del conjunto de equitación de las amazonas. Suelen constituir además verdaderas joyas de artesanía, con puños de oro, plata o alpaca finamente cincelados, las hay también con empuñaduras de marfil o ébano tallado.
La que mantenía en vilo mis sentidos, era muy sencilla, a la par de las otras que he mencionado hubiera resultado insignificante. Sin embargo para mí superaba a todas las demás juntas porque desde el momento que la vi supe que me estaba destinada.
Entré al anticuario decidido a llevármela despreocupándome del precio que pretendieran por ella.
-Es una fusta excelente. –Dijo el vendedor al darme el precio, yo asentí con la cabeza-. Parece un juguete sin embargo es sólida y flexible. Examínela.
Rehusé con un gesto porque tenía la garganta seca, no obstante conseguí responder:
-No es necesario, la llevo. Pagué y salí con mi tesoro bien envuelto en papel grueso como le había pedido al vendedor. Mis manos no la habían tocado en ningún momento, ya tendría tiempo en casa de conocer todo lo que la fusta tenía para decirme y por qué me había llevado hasta ella.
(Continuará)
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