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Relatos de azotes

Los hermanos sean unidos

Autora: Ana K. Blanco 

 El libro “Martín Fierro” de José Hernández, que salvando las diferencias es como “El Quijote” de la Pampa, tiene una parte donde el viejo Vizcacha le da sus consejos al protagonista, y le dice: 

“…Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera
Tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea
porque si entre ellos pelean
los devoran los de afuera…”.

¿Y a qué viene todo esto? dirán ustedes.  Es que quiero invitarlos a viajar conmigo en el tiempo, meternos en la historia y conocer algo más a dos hermanitos que nos son conocidos: Carlos V y Fernando I, hijos ambos de Juana la loca y Felipe el hermoso, por tanto, nietos de los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Felipe de Aragón.

Pero lo que yo les quiero relatar es la otra parte, la que la historia no nos contó y que es tan real como mis relatos.  Vengan, acérquense al fogón y tómense unos mates que yo les voy a contar la primera de las andanzas “secretas” de estos hermanitos. 

…corrían los últimos años de la segunda década del siglo XVI.  Carlos I de España era el hombre más poderoso de Europa y ya se había convertido en Carlos V, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fernando I, su hermano, era el Rey de Bohemia y a fines de 1526 lo eligen Rey de Hungría, comenzando así una dinastía (la de los Habsburgos o Austrias) que duraría por más de 400 años.

Hasta aquí, lo que nos dice la historia, pero de aquí en más viene el “verdadero” relato. Resulta que… sabemos que los años que corren son años de intrigas, sabotaje, cortesanas, amantes, rebeliones, guerras, moros y cristianos, aliados y rebeldes, fieles y traidores…

Ana Karenina, Duquesa de Linz y de Castronuevo, la joven y hermosa cortesana española de padre austriaco y madre española, era el arma secreta de los hermanos. Además de su atractivo físico, Ana era inteligente, rápida en el pensamiento, audaz y filosa en la contestación. Totalmente fiable y discreta, ya había hecho para los hermanos más de un “trabajito” exitoso. Sólo tenía un defecto: su falta de memoria y despiste; y fuera de sus misiones también la perdía su lengua. Ana Karenina hablaba demasiado y no medía lo que decía hasta después que lo había dicho, pero para entonces… ¡ya era demasiado tarde!  Fernando y Carlos le tenían bastante paciencia debido a todo lo que representaba esta mujer para ellos, pero ya más de una vez  habiendo querido castigarla se habían contenido de hacerlo para mantener una distancia entre ellos, pero por deseo lo habrían hecho más de una vez y le habrían puesto el culete más rojo y caliente que un tizón encendido.

¡Pero esta vez llegaría demasiado lejos! Por diversión, sólo por diversión personal, Ana Karenina había escrito una carta dirigida a Carlos en un tono bastante subido y explícito.  No se la pensaba entregar, la había hecho dejando correr su fantasía erótica con el soberano, que en ese momento se encontraba de incógnito en Praga.

Se preparaba por aquellos días la inauguración del Palacete que Fernando le había hecho construir a su esposa, Ana de Bohemia y de Hungría, en el Jardín Real del Palacio en Praga. Y para eso se haría un baile donde estaba invitada toda la corte. Para asistir, sólo debía contestar la invitación Real de su puño y letra.

Ana Karenina estaba tan entusiasmada y feliz con esta idea que escribió la respuesta y como siempre dejó todo desordenado sobre su escritorio y salió corriendo hacia algún lugar de la enorme propiedad donde residía. Al regresar metió la carta en el sobre y envió a su lacayo a llevar la respuesta.  Aún faltaban algunos pocos días para el baile, pero quería hacer las cosas bien y con tiempo. Cuando el lacayo partió, guardó la carta para Carlos en el cajón secreto de su escritorio, se cruzó de brazos y se puso a soñar…

A los dos días vino a buscarla el Consejero Real y le ordenó acompañarlo. Ella conocía al viejo Conde de Apoline y le tenía un gran afecto, pero… éste no traía hoy cara de buenos amigos.

-Buenos días señor Conde… ¡Pero qué cara traéis hoy! ¿Sucede algo? ¿Hay algún problema?

-Sí Duquesa, sí lo hay. Pero no estoy autorizado a hablar. Su Majestad don Fernando quiere veros de inmediato. Tendréis que acompañarme ahora mismo al Palacio.

-¿Su Majestad? Sí ¡vamos enseguida!

El viaje en carroza se le hizo largo, y no hubo manera de que el Conde le dijera algo o le diera un adelanto de lo que sucedía, pero se le veía muy preocupado.

Una vez en Palacio se dirigieron presurosos a unas habitaciones secretas. Golpearon y una voz les dio el permiso para entrar.

-Majestad –dijo la Duquesa Ana haciendo una reverencia – Aquí estoy a vuestra orden.

-Menos mal que habéis llegado Ana. Estoy desesperado! Mirad –y le extiende una carta. Ana la reconoce inmediatamente… es ¡SU carta! ¡La carta que le escribió a Carlos!

-Majestad, puedo…

-No me habléis Ana, dejadme hablar a mí!

-Pero Majestad…

-¡He dicho silencio! –Ana vio lo enfurecido que estaba y optó por callar- Necesito hablar con alguien, y ese alguien sois vos, la única persona en quien puedo confiar.  No puedo creer que mi esposa, a la que tanto amo, a la que le estoy haciendo un palacio y muchas cosas más ¡me engañe con mi propio hermano!


Pero ya he tomado medidas y he mandado encerrar a Carlos en la torre de este castillo. ¡Maldito traidor!  Y ella se está salvando porque no está aquí, pero ya he mandado apresarla en cuanto regrese. Leed esa carta Ana, ¡leedla! En ella dice que me quiere mucho, que me admira, pero que el verdadero hombre de su vida es Carlos, y le declara su amor.

En la mirada del monarca, Ana vio a un hombre destruido, pisoteado. Vio el profundo amor que tenía por esa mujer, mezclado por el odio de la traición de dos de los seres que más amaba: su esposa y su hermano.

La Duquesa no sabía qué hacer, si callar o hablar. Si callaba estaba condenando a muerte a dos seres que no tenían nada que ver con su equivocación. Pero si hablaba… debería asumir las consecuencias de ese terrible error.  ¿Cómo había pasado semejante cosa? ¿Cómo mezcló los papeles? Fue cuando envió la respuesta al baile. Al estar los dos papeles juntos, los confundió y envió la carta que nunca debió haber salido de su escritorio en vez de la respuesta a la invitación del baile.

No podía permitir que por esa falta de atención, dos seres fueran castigados injustamente.  Ella debía hablar, no importaba las consecuencias, debería asumirlas a como diese lugar.

-Don Fernando, Majestad… por favor permitidme hablar! Yo os puedo explicar lo que sucedió.

-¿Vos? Pero… ¿qué tenéis que ver vos con todo esto? Esta carta fue escrita y firmada por Ana! Ana… mi es… -allí comenzó a darse cuenta de quién había firmado aquella carta realmente.

-¿Esta carta es vuestra? ¿Sois vos la Ana que firmó esta carta?

Ana no se animaba a contestar, pero sus mejillas se arrebolaron inmediatamente. ¡La respuesta estaba dada!

-¿Cómo es posible que haya pasado esto? ¡Y yo encerré a mi hermano por vuestra culpa! No puedo creer que vuestro error, vuestra tontería me haya llevado a hacer algo así. ¡Hablad! ¿Qué hay entre vos y mi hermano?

-Na... nada Majestad.  Esa carta la escribí solo con intención de sacar para afuera lo que sentía: un profundo y gran amor por don Carlos y un gran afecto y respeto por vos. Pero cometí el error de enviarla en lugar de la respuesta al baile real…  Lo siento Don Fernando, no sé que decir.

-¿No sabéis qué decir? Pues ¡no digáis nada! Tengo que mandar liberar a mi hermano inmediatamente. Aguardad aquí. Voy a por él y a ver cómo le explico lo sucedido.  Y vos Duquesa… preparaos, porque el castigo será inolvidable. Rezad y… ¡comenzad a temblar!

-Me asustáis mi señor.

-¿De verdad? ¡Pues hacéis bien en asustaros! Yo en vuestro lugar estaría temblando de miedo y pavor. Quedaos aquí y pensad…

La Duquesa trató de recordar la carta. La había leído y releído tantas veces que casi la recordaba de memoria. Le confesaba su amor incondicional a Carlos y su cariño y lealtad a su Majestad, don Fernando, su Señor. Pero eso no era lo malo, sino que le confesaba a Carlos sus fantasías eróticas más íntimas: un trío con sus dos hombres, con sus reyes y señores, donde ellos estaban a su disposición, para hacerla sentir bella, deseada, mimada por ambos. Todos sus deseos, sus más ocultas fantasías habían sido plasmadas en aquel papel. Sintió vergüenza de que eso se conociera, y justamente por los hombres con los que soñaba y que tanto deseaba que la poseyeran.

Pero había algo aún más preocupante: ¿qué le harían? ¿cómo la castigarían? Don Carlos estaría furioso con ella, pues por su culpa había sido encarcelado como un vil delincuente, encadenado, encapuchado y encerrado en un lugar horrible!! Y humillado por su hermano y seguramente sin entender nada de lo que sucedía. ¿Podría perdonarla algún día? Seguramente sí, pero se lo haría pagar primero. Conocía a Carlos y si bien no guardaba rencor, sí hacía que aquel que lo había ofendido no olvidara su ultraje. Pero ella llevaba una ventaja: Carlos la conocía y seguramente, a pesar de su enojo, podría contar con él. Pero Fernando era peor. No solamente castigaba al ofensor, sino que le divertía hacer público el error y la ofensa de aquel que había tenido la mala suerte de cometer una equivocación. El castigo, fuera cual fuera, sería en público! Le temía tanto al castigo de uno como al del otro. ¿Qué tramarían los dos hermanos para hacerle pagar tamaña ofensa? ¡No quería ni imaginarlo!

Pasó un muy largo rato antes de que la puerta secreta se abriera. Su corazón dio un brinco y miró hacia la entrada. En primer lugar apareció Don Fernando, con la cara sombría y tras él… Don Carlos, con un gesto adusto y frío.

Siguiendo el protocolo que muy poco podría importar en ese momento, la Duquesa se inclinó temblorosa ante sus Majestades. No se atrevía a levantar la cabeza y mucho menos a mirar a Carlos a los ojos. Se incorporó con su cabeza baja y mirando al suelo.

-Duquesa Ana… sí que la habéis armado en grande esta vez. Vuestro descuido pudo haber sido fatal, y por el mal sabor de boca y el terrible momento que nos habéis hecho pasar, será muy pero muy difícil que os lo podamos perdonar. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?

Ana quería que se la tragara la tierra. Por el tono de la voz, la cara de enojo y los gestos de Carlos… no podía soñar en que él, su amor, fuera su apoyo en esos momentos. Estaba sola ante estos dos hombres, no podía contar más que con ella y su valentía para enfrentar esta situación. El temor y la incertidumbre la invadieron…

-Solo que fue un error involuntario mi Señor. Nunca debí haber escrito esa carta que jamás pensé en enviar. Me siento muy avergonzada Majestad, y también muy apenada por todo lo ocurrido. Nunca pensé que algo así podría pasar. Pero tampoco pienso huir. Aquí estoy a la disposición de Vuestras Majestades. No tengo defensa, excepto mi distracción y mala memoria.

-¡La distracción y mala memoria sólo cuentan en vuestra contra en este caso! Fernando me contó todo, y no tengo nada en contra de él. Yo hubiera reaccionado de la misma forma que él lo hizo; y ambos agradecemos que no esté presente la Reina, porque allí sí hubiese sido todo peor. Hasta hubiese corrido sangre Duquesa, ¿sois conciente de eso? –Le gritaba enfurecido. La ira inyectaba sus ojos de sangre y parecía que le salía espuma por la boca- ¡Pregunté si sois conciente de lo que habéis provocado con vuestro error!

-Creo que sí Majestad.

-Pero esto no va a quedar así. Seréis debidamente castigada por los dos. Y nadie se enterará de lo sucedido, excepto nosotros tres y el Conde.

-¡No! –gritó Fernando- Ese castigo es demasiado leve para la gran falta que cometió. Ya pensaré en algo que esté de acuerdo al tamaño de su error.

-En tanto vos pensáis en el futuro Fernando, –le dijo Carlos, colocando dos sillas enfrentadas- comenzaremos con el castigo de Ana ahora mismo. Hermano mío, tomad asiento por favor.

Ambos se sentaron quedando sus rodillas juntas. Al mirarse los hermanos se sonrieron de una forma que Ana no pudo comprender, pero que no le presagiaba nada bueno.

-Acercaos Duquesa.

-Pero… Majestad… yo…

-¿Es que no habéis oído a vuestro Señor? –le gritó Fernando – Más vale que obedezcáis inmediatamente y no empeoréis vuestra situación más aún.

-Sí Señor… -dijo la Duquesa, acercándose con esos pasos lerdos que dan los niños cuando saben que van a ser castigados. En su mente los pensamientos y emociones se cruzaban: había confusión, miedo, vergüenza por el error cometido y porque el hombre que amaba conocía sus más íntimos pensamientos, y también había un profundo arrepentimiento por lo ocurrido. A medida que se acercaba a donde estaban los monarcas una extraña sensación comenzó a manifestarse en ella: sentía como mariposas en el estómago.

-Ana, venid aquí –le dijo Don Carlos y, de un tirón, la colocó sobre las rodillas de ambos

- Hermano mío, comenzad!

Plas, plas, plas… Las manos de los dos hombres se dejaron caer sobre la zona de las nalgas de Ana.

-Pero…  pero… mis Señores! Ohhhhh!!

Así como estaba, por encima de la ropa, sentía los golpes de esos hombres. No dolía demasiado pero le dolía su orgullo. Verse en esa posición humillante, con los dos hombres más importantes de Europa nalgueándola era vergonzoso, pero…  porqué entonces se sentía así, tan… ¿excitada?

-Deteneos Fernando… ¿qué estamos haciendo? Con la cantidad de tela que tiene esta mujer sobre su cuerpo, no le estamos haciendo ni siquiera una caricia… Ana ¡levantaos! Y despojaos de ese vestido.

-¿Cómo? No Don Carlos, no me pidáis eso, por favor, eso no!

-Quitaos ese vestido, o… -hizo movimiento como para ponerse de pie- si preferís ¡os lo quitaré yo!

-No, no Señor…

Mientras los dos hombres la miraban, se fue despojando de sus vestiduras hasta quedar únicamente con una camisa, el corsé y los calzones que le llegaban por debajo de la rodilla. Se veía nerviosa y desamparada, y así se sentía. Pero no se podía explicar a sí mismas porqué sentía como mariposas en el estómago y una extraña sensación de placer en la entrepierna…

-Bien, volved a la posición anterior –le indicó Fernando.

Ella se puso otra vez sobre las piernas de aquellos hombres que apenas estuvo colocada comenzaron a descargar sus fuertes manos sobre su trasero. Anteriormente, con toda la ropa, no sentía casi los impactos, pero ahora… ¡uy, cómo dolían! Durante un rato que se le hizo eterno, estos hombres la nalguearon, hasta que en determinado momento pararon. Quiso mirar hacia atrás, pero no pudo. Inmediatamente sintió que le estaban bajando sus calzones.

-No mis Señores, noooooooooo!!  Por favor, por piedad os ruego que no lo hagaís! Por piedad!

Miró hacia el lado de Carlos, pero solo encontró una mirada fría y casi de desprecio. No podía contar con él, y menos aún con Fernando. Dolida por la actitud del hombre que amaba y que ella esperaba que la cuidara, avergonzada por estar en esa situación delante de aquellos dos hombres, bajó su cabeza aceptando la derrota y se preparó para soportar ese castigo. ¿Castigo? Bueno… dolía mucho, es verdad, pero no entendía porqué sentía tanta excitación estando en esa situación. Sentía su trasero hirviente como la lava, pero deseaba que aquello siguiera por la tremenda excitación que le causaba.

Al bajarle Fernando los calzones, quedo al descubierto su culo, y los hermanos quedaron sin palabras. Carlos clavó sus ojos en aquella parte de la anatomía de la Duquesa y mil pensamientos se agolparon en su mente. El culo de aquella mujer era perfecto: de formas redondeadas que se acentuaban aún más con aquella pose, de una blancura casi nívea, respingón, firme y con una piel suave que no pudo resistir tocar.  La visión que tenía ante sus ojos lo había hipnotizado. Fernando se dio cuenta de ello y tosió fuerte para volver a la realidad a su hermano, cosa que apenas logró.

Los golpes siguieron cayendo sobre las nalgas de Ana K., esparcidos por todos lados, en forma uniforme y en menos tiempo del que imaginaba tenía las posaderas rojas y ardientes. Los hermanos miraron su obra con orgullo y grabaron aquella imagen en sus mentes para recordarla por siempre.

Acto seguido la hicieron poner de pie, y sin permitirle que se subiera los calzones, le tiraron por encima una manta y le dijeron que caminara. Don Fernando iba al frente con ella siguiéndolo, y detrás de ellos venía Don Carlos, siguiendo con su mirada el balanceo de aquellos globos rojos que lo habían cautivado. Ana K. estaba confundida, dolorida y avergonzada, pero no tanto como para no darse cuenta que Don Fernando la conducía a… ¡las mazmorras!

La encerraron en una celda húmeda y fría, que por todo lujo y comodidad tenía algo que pretendía ser un colchón relleno de paja y un taburete de madera, viejo y desvencijado. Don Fernando entró con ella al calabozo y allí la abandonó mientras que Carlos observaba todo desde fuera del calabozo. Sin mediar palabra, se dieron vuelta y marcharon dejando encerrada a la Duquesa.

Allí, en esas horribles mazmorras, encerrada en aquella apestosa, fría y húmeda celda, Ana K. se sintió sumamente sola, aturdida y confundida. Debía ordenar sus pensamientos pues habían sido demasiadas emociones juntas para tan poco tiempo. No sabía como calmar el ardor de su trasero ni cómo llegar a comprender todas esas sensaciones que había experimentado: sorpresa al saber dónde había ido a parar su carta; decepción al ver que Carlos que era su único apoyo, la había dejado sola; humillación y vergüenza al verse azotada por estos dos hombres que no repararon en obligarla a despojarse de sus ropas; pero todo eso le había producido una enorme excitación que aún sentía, porque aunque no quería admitirlo, el ardor de su trasero se lo recordaba de continuo; y sentía una gran rabia con ella misma por haber cometido un error tan grave que la obligaba a someterse a las órdenes y los caprichos de esos dos hombres.  Y ese terrible sentimiento de culpa que le oprimía el corazón. Si le hubiera pasado algo a Carlos, no se lo hubiese perdonado jamás…

Estaba comenzando a sumirse cada vez más en sus pensamientos, cuando sintió unos pasos acercarse velozmente. Las llamas de las antorchas descubrieron una imagen que ella no esperaba: ¡Carlos!

No sabía si mirarlo o no, no sabía qué hacer, como presentarse ante él. Era el primer momento que estaban solos y ella no tenía idea de cómo enfrentarlo.

-Ana querida –le dijo estirando sus brazos y atrayéndola hacia su pecho- No os imagináis cuánto me habéis hecho sufrir hoy. Vuestro error, querida mía, pudo haberme costado la vida. ¿Sois conciente de eso?

-Sí Majestad –dijo ella bajando la vista, con el rostro enrojecido por la vergüenza y su orgullo herido. Ya tenía bastante sentimiento de culpa, pero las palabras de Carlos, dicho de forma tan dulce y paternal la hacían sentir peor aún.

-Mi dulce Duquesa… leí vuestra misiva y, debo admitir que quedé impresionado. Nunca imaginé que pudiera llegar a despertar tales deseos y sentimientos en vos. Como hombre, jamás me sentí tan halagado. Con esa carta habéis elevado mi ego a límites insospechados. Además… debo admitir que me sentí tocado en las fibras más sensibles de mi corazón cuando leí vuestros sentimientos hacia mí. El contenido de esa carta, querida Ana Karenina, me ha emocionado profundamente.

La tenía abrazada, y ella apoyaba la cabeza en su pecho como a una niña pequeña. La miró, y tomándola de su barbilla hizo que ella levantara su vista hacia él. Notó que sus ojos, esos ojos siempre chispeantes y luminosos, estaban apagados y llorosos.

-Mi niña… –le dijo él con toda la ternura de la que fue capaz. Ana no soportó más aquella presión y se echó a llorar. Necesitaba desahogarse y sus lágrimas le corrían por el rostro e iban a parar al pecho de Carlos. La abrazó fuerte contra sí y dejó que ella tuviera su catarsis. Mientras, la miraba amorosamente y sin soltarla la balanceaba como si fuera una niña pequeña…


El aroma de su pelo, la suavidad de su piel, el desamparo en que se encontraba ablandó el duro corazón del Monarca. Comenzó a atraerla dulcemente contra sí, a besarla en la frente, a transmitirle su calor, su tibio aliento… Ana temblaba, no sabía si era de frío o de qué, pero por fin estaba sucediendo lo que ella tantas veces había deseado. Y aquella noche se dejó amar por el hombre de su vida…

-Ana Karenina, Duquesa de Linz y de Castronuevo –vociferó el paje real, luego de golpear el suelo por dos veces, como solía hacer para anunciar debidamente y de forma protocolar a cada uno de los invitados.

Ana K. era una de las figuras más esperadas en las fiestas de las cortes europeas. Su simpatía, belleza e inteligencia la hacían una de las mujeres más codiciadas por los hombres de las cortes y casas reales. Así que tuvo que rehacerse y caminar erguida, con una sonrisa en los labios y saludando hacia todos lados con inclinaciones de cabeza.

A pesar de la monumental paliza que le dieron los hermanos el día anterior y que su colita tenía algunos morados todavía, no sentía dolor. Pero en su mente se agolpaban todos acontecimientos y sensaciones de las últimas horas: el enojo de los hermanos por su error, el rostro de fastidio y enfado de Carlos, la azotaína que tanto le había dolido físicamente, la vergüenza y la humillación de la golpiza y su encierro en el calabozo. Pero todavía no podía descifrar ese sentimiento de… ¿placer? ¿excitación? ¿goce? O quizás todo eso junto. Y la visita de Carlos, sus palabras, sus abrazos y… todo lo que había pasado entre ellos la noche anterior.

Y a pesar de todo eso debía disimular y seguir como si nada hubiera pasado, como si no supiera que Carlos estaba en Praga desde hacía días.

Cuando llegó al trono donde estaban sentadas sus Majestades, puso su mejor cara de asombro al ver a Carlos, pues debía disimular ante la Reina Ana. Luego, dando un paso atrás se retiró y se unió a la fiesta, siempre rodeada de muchos hombres y alguna mujer.

Ana Karenina iba y venía como una mariposa revoloteando por todo aquel enorme salón. No paraba, no se lo permitía ni su juventud ni sus nervios.

En un momento que estaba con el Duque de Montblanc y el Marqués de Venecia y algún que otro noble, se acercaron sus Majestades, don Carlos V y Fernando I, y se unieron a la conversación.

-Don Carlos, Majestad… ¡qué agradable sorpresa nos habéis dado! –le dijo el Marqués de Venecia.
-Sí Don Carlos, no sabíamos nada de vuestra presencia aquí –afirmó el Duque de Montblanc.
-Porque no me habéis preguntado a mí –dijo Ana K. muy suelta de cuerpo.

¡Carlos y Fernando la miraron como para fulminarla! ¿Cómo era posible tamaña indiscreción? Pero… ¿es que esta niña no aprendería más? ¡Otra vez se fue de lengua!!

Ana K. bajó la mirada y…

-Digo, mi querido Duque, que no os enterasteis ¡porque ninguno de vosotros me preguntó a mí!! –sintió las miradas de los monarcas en su cara, pero ¡no se asustó ni se sonrojó!
-Pero… ¿es que vos sabíais Duquesa, de la presencia de don Carlos en Praga?
-¡Por supuesto que no! Pero… ¿a qué todos pensasteis por un momento que sí?? Jajajajaa!!

Todos soltaron la carcajada, menos los monarcas que apenas se sonrieron para seguir la broma. Ana los miró y les hizo una guiñada que ninguno de los dos se atrevió a interpretar.

-¡Ana Karenina! Acercaos por favor –la que requería su presencia era la Reina. La Duquesa se acercó y se inclinó respetuosamente ante su soberana. Los hermanos la siguieron…

-Ordenad Majestad –dijo Ana.

-Querida ¿en mi ausencia ha sucedido alguna cosa de la que vos creáis que tenga que ser informada?

-Bueno, nada importante ha sucedido Alteza, excepto… -y miró a los Monarcas que venían tras ella- excepto la azotaína que recibió una doncella por parte de dos hermanos…

Carlos y Fernando quedaron lívidos de golpe. No sabían qué hacer, ni para qué lado mirar. ¡Esta niña pagaría cara su indiscreción!

-¿Qué cosa? Pero ¿de qué me habláis Ana querida?

-Nada de importancia Alteza… ¡solo un rumor divertido! ¿Os imagináis? ¿Dos hombres azotando el trasero de una pobre doncella? –cada palabra que decía, miraba a los Reyes como desafiándolos y con picardía.

-¡Pobre chica! ¿Qué habrá hecho para que eso le sucediera? Contadme Ana, contadme… -le dijo la Reina mientras la tomaba del brazo y se alejaba de los hombres.

-Seguramente nada demasiado grave Alteza, pero vos sabéis…

Carlos y Fernando estiraban sus cabezas para tratar de oír qué decían, pero no lo lograron. Solo podían verlas reír y mirarlos mientras conversaban las dos. A los pocos minutos regresaron junto a los hombres.

-Gracias por contarme todo Ana. Conversaremos en otro momento –le dijo la Reina retirándose rápidamente.

Carlos y Fernando se acercaron a Ana K. desde detrás de ella, uno por cada lado, y le susurraron al oído:

-Os arrepentiréis de esto Ana. Nos habéis hecho pasar muchos nervios esta noche…!! Preparaos… esta vez no seremos tan buenos y condescendientes con vos.

-Pero… pero… ¿qué he hecho ahora señores? ¿Me castigaréis por hacer una pequeña chanza? ¿Por una broma inocente? ¿O por contarle a la Reina…?  –les dijo Ana con su mejor carita de ángel inocente.

-Vuestras bromas nos dejaron con el corazón en la boca más de una vez. Debéis tener cuidado con vuestra lengua, o nosotros os enseñaremos a hacerlo.

-Uffff… ya ni hablar podré ahora. ¡Esto no es justo! –dijo cruzándose de brazos y dando en el suelo una patadita de niña caprichosa.

Fernando la tomó fuertemente del brazo, y le dijo:

-Ni a mi hermano ni a mí nos gustan las niñas caprichosas y desobedientes. Seréis castigada nuevamente por los dos. Y más os vale no haberle dicho nada a la Reina que pueda levantar sospecha. Pero la próxima azotaína ya es vuestra, os la habéis ganado –y la soltó. Los dos hermanos salieron caminando lentamente, dejando a Ana detrás de ellos. De repente, Carlos se dio vuelta a mirarla y…

Ana estaba riéndose mientras que se tapaba la boca con la mano, y lo miraba de una forma desafiante y pícara a la vez…  Carlos comprendió todo sin necesidad de palabras. Y acercándose a su hermano, le susurró algo al oído y al momento ambos se dieron vuelta a mirar a Ana K. Le sonrieron, le guiñaron un ojo y siguieron participando de la fiesta y compartiendo los tres, miradas cómplices de niños traviesos.

Se habló mucho de un supuesto romance entre Carlos y Ana Karenina, y también sobre Fernando y Ana Karenina. Algún relator hasta llegó a insinuar un trío entre los dos Monarcas y la bella joven, pero ¡sabemos cómo mienten los historiadores! Aquí entre nos, les puedo asegurar basada en todos los escritos, documentos y notas de época encontrados y recopilados por mí, que entre los Reyes y la Duquesa jamás hubo nada que no hubiera entre un spanker y su spankee…

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