Blogia
Relatos de azotes

El don (cuarta parte)

Por: Amadeo Pellegrini

La suerte que ese día pareció sonreírme terminó por volverme la espalda. Esa misma tarde, desde San Telmo me dirigí en derechura al edificio que Néstor me había indicado.

Esa mole de veinte pisos compuesta por dos bloques de departamentos, cuya altura sobrepasa toda la edificación circundante, convirtiéndola en una presencia imponente e inconfundible en el barrio de Caballito, se encuentra en la calle Río de Janeiro sobre las vías mismas del antiguo Ferrocarril Sarmiento. Y a menos de dos cuadras, puente ferroviario mediante, de la Avenida Rivadavia.

Toqué repetidamente el timbre de la portería sin que nadie acudiera al llamado. Terminé por declararme vencido e irme.

Llegué a casa con un estado de ánimo oscilante. Debía sentirme satisfecho con el resultado aunque incompleto de la jornada, sin embargo por momentos me encontraba desolado porque la búsqueda era aun incierta y demasiado lenta para mis expectativas.

En el pasado, a costa de enormes esfuerzos, había logrado no involucrarme emocionalmente en el ejercicio de mis percepciones. Para permanecer ecuánime aprendí a tomar distancia afectiva de las emociones ajenas, a no asumirlas por ningún motivo. “Mi vida me pertenece”.  Repetía constantemente a fin de impedir que la invadieran sentimientos ajenos.

A simple vista resulta una actitud egoísta,  sin embargo no es más que un modo  natural de defensa. Los abogados argumentan “defensa propia” cuando alguien ataca para repeler una agresión, a mi manera, yo combatía también acometidas que hacían peligrar mi equilibrio mental.

Este hábito de tomar distancia de los sentimientos ajenos, fue uno de los reproches más frecuentes que me hicieron las mujeres que pasaron por mi vida. Una de ellas llegó a decir que yo pretendía conseguir una perla. Sí, le respondí, pero no cualquiera, pretendo dar con una perla negra.

Hablábamos en sentido figurado, pero al decirle yo que pretendía algo más raro y precioso estaba reconociendo implícitamente mi propio fracaso, porque estaba convencido que nunca hallaría esa perla negra…

De pronto una fusta, un objeto inesperado, infrecuente y sugestivo a la vez, puso en movimiento mis facultades para que  una mujer ingresara a mi vida. Entrara, no de cualquier manera, sino invadiendo, ocupando todos los espacios de mi ser, anulando mi razón, captando mis emociones y sentimientos, forzando mi voluntad a actuar en una sola dirección con exclusión de cualquiera otra.

Para que quien lea esto, comprenda de manera cabal lo que deseo expresar, diré que la revelación que la fusta plasmó en mi mente era de una singularidad, de una rareza tan sugestiva como una perla perfecta:

Aquella mujer profesaba una desmedida  pasión por los azotes, una llama secreta que ocultaba celosamente desde los albores mismos de su existencia. Esa pasión había impreso un rumbo definido a su personalidad, haciéndola feliz y desdichada a la vez…

Hubo tiempos venturosos para ella, pero en la actualidad la dominaban una profunda angustia e impulsos suicidas que, cual siniestros cuervos, anidaban en  su mente…

Ese descubrimiento motorizaba la desenfrenada búsqueda a la que me había lanzado con todo el ímpetu de mi ser y debo confesarlo también: Una mujer tan definidamente apasionada por los azotes como aquella, era la contrafigura exacta de mi mismo, porque a mi también me consume la misma llama. Ella presentaba pues el perfil que había buscado sin éxito en todas las mujeres a lo largo de mi existencia…

Por esa razón me urgía encontrarla, porque la visión de la fusta encerraba además, aunque de manera difusa inquietantes indicios fúnebres, cuyo alcance y significado mis sentidos no habían conseguido desentrañar.

Una sola frase que leí en alguna oportunidad, definirá con precisión el estado con que pasé el resto de la tarde y la noche: “Los inseguros y los culpables no pueden soportar pausas prolongadas.”  Yo me sentía inseguro, no de la autenticidad de mis percepciones, sino de mi actuación; no me sentía culpable, sin embargo no podía evitar un regusto amargo ante la sensación de encontrarme todavía con las manos vacías.

La lluvia no resulta lo más apropiado para mejorar el estado de ánimo de las personas, no al menos el mío. Aunque en ocasiones me agrada caminar bajo una fina y persistente llovizna otoñal, en cambio la lluvia que se descolgaba a raudales sobre Buenos Aires desde las primeras horas de la mañana me resultaba un verdadero fastidio.

No podía esperar a que amainara, de manera que enfundado en un impermeable, paraguas en ristre, con decisión digna de Sir Galahad, me lancé a la calle.

Después de haber dudado acerca de la conveniencia o no de llevarla conmigo, opté por envolverla y cargar también con la dichosa fusta, que podía servirme en todo caso como prueba o carta de presentación, si Ángel Vega se mostraba reticente.

Tuve que esperarlo. Apareció al rato y, con los modales propios de los porteros, obligados por su oficio a ser corteses y desconfiados al mismo tiempo, me preguntó qué deseaba. No bien lo informé que venía de parte de Néstor Salvatierra de San Telmo, afloró en él, el ser humano.

Se excusó diciendo que en ese momento no podía atenderme porque no le era posible abandonar el edificio hasta después de las once que llegaría uno de sus ayudantes; me sugirió que regresara más tarde cuando pudiera atenderme en la vivienda que ocupaba en la planta baja.

Como deseaba hablar con él en un sitio neutral apropiado para manejarme con más soltura, aceptó mi propuesta de encontrarnos en el “Bremen”.

Al Bremen lo elegí por su proximidad: se encuentra a la salida de una galería sobre la Avenida Rivadavia, pero también porque es el café que solía frecuentar en una época no lejana cuando cortejaba a una muchacha que residía en Avenida La Plata a metros de allí. Nos refugiábamos en aquel salón por la atmósfera de intimidad que ofrecía a sus clientes.

Antes de entrar compré el diario en el kiosco de la esquina de Río de Janeiro. Vega recién apareció cuando había leído hasta la página de avisos fúnebres, en cuyo transcurso consumí dos cafés y una gran dosis de paciencia.

Pidió café y ante mi insistencia aceptó acompañarme con un coñac.

Para abrir el fuego comencé hablándole que Salvatierra me había dicho que lo apreciaba mucho y lo tenía como uno de los mejores proveedores del negocio. Vega, sonrió y me preguntó si no me molestaba que fumara. Le dije que no.

Después de encender el cigarrillo, dijo:

-Usted no se imagina la cantidad de cosas que se juntan, figúrese que ese edificio, tiene más de ciento sesenta departamentos y yo van a hacer siete años que estoy ahí. Es increíble lo que la gente tira… Tiran de todo especialmente las mujeres y no hablo de porquerías, ni de los diarios y las revistas viejas, no cosas que están buenas, carteras, zapatos, ropas, juguetes… Qué sé yo… Y todo eso tiene valor.

Yo asentía demostrando el mayor interés en lo que decía. Cuando se detuvo para animarlo a seguir, dije:

-¡Pero qué interesante Vega! Nunca me hubiera imaginado lo que usted me cuenta. Así que usted vive recogiendo esas cosas para llevárselas después a Néstor…

-No solamente allá, hay cosas que van para otro lado, porque eso no es nada cuando hay mudanzas la gente deja un montón de cosas, aparatos descompuestos, cuadros, linternas, extinguidores, herramientas… y cualquier cantidad de cosas raras, vea, jaulas vacías, hasta bichos embalsamados dejan… y está también lo que abandonan en la baulera. Cuando dejan un departamento la administración me hace vaciar la baulera y guardar las cosas en el sótano, si pasan dos meses y no las vienen a retirar, tengo orden de despacharlas, si no calcule me llenarían el sótano enseguida…

Apuró su coñac. Le ofrecí otro, pero se rehusó aduciendo que no podía demorarse mucho más. Entonces fui directamente al grano.

-Vega, a Néstor le compré anteayer una fusta y él me dijo que usted la había llevado… Me miró sorprendido, detecté una sombra de alarma en su mirada. Para tranquilizarlo, agregué: -Lo que me interesa saber es quién la fabricó porque está muy bien hecha y yo quisiera darle para arreglar unas cosas de cuero, ya casi no quedan talabarteros en Buenos Aires… Mire la traje para que usted la vea por si no la recuerda…

-¡Claro que me acuerdo! Exclamó sonriendo no hace falta que me la muestre. esa fusta era de la señorita Estévez que dejó el departamento hará dos meses más o menos… No, déjeme pensar, se alquiló el mes pasado y yo lo pinté así que no hace dos meses todavía…

-Estévez… Me suena. –Mentí-.

-Sí, Gabriela Estévez. Ella la dejó cuando se fue. Estaba metida en una caja con un montón de papeles y cachivaches… Todo esto es para tirar me dijo cuando me entregó las llaves…

-Usted, ¿no sabe dónde la habrá comprado esa señorita?... A lo mejor por acá por el barrio…

Movió la cabeza  de un lado a otro. -No tengo idea, don. Respondió.

-Tendré que ver a la dueña anterior entonces, dígame Vega ¿sabe usted dónde puedo encontrarla?

Volvió a mover la cabeza negativamente.  –No, no dejó dirección ni nada, nunca volvió, vino otra persona a buscar los recibos y la correspondencia. Yo sé que ella era profesora de algo en un colegio pero no sé tampoco dónde.

-¿Y en la administración?  Pregunté tratando de disimular mi ansiedad.

-No don, no creo porque el contrato de alquiler no estaba a nombre de ella, y las expensas venían a nombre del propietario.

-¿Tenía ella algunas personas amigas en el edificio a las que pueda haberles dejado la dirección?...

Se rascó la cabeza. –Mire, no se trataba con nadie, era muy educada, saludaba a todos los vecinos del piso si, pero no creo que tuviera amistad con ninguno… Hizo una pausa. -¡Espere! Sí, creo que se visitaba con una chica del cuarto piso que es profesora como ella, a veces volvían juntas…

-¿Esa persona vive todavía en el edificio?

-Si, claro está con los padres y ellos son los propietarios del departamento.

-¿No podría preguntarle usted si conoce la dirección de la señorita Estévez? Me haría un enorme favor.

Pensó un momento y luego, dijo: -Me parece que sí.

Saqué entonces de la billetera una tarjeta y un billete; se los extendí, diciendo: -Aquí tiene Vega, ahí está mi teléfono cuando averigüe la dirección haga el favor de llamarme.

Hizo un gesto como para rechazar el dinero que le ofrecía, pero ante mi insistencialo tomó y sonriéndome dijo: -Bueno, gracias, don. Hoy seguro que la veo y lo llamo. Se despidió con un hasta pronto.

Bueno la mujer buscada tenía ahora nombre y apellido: Gabriela Estévez. Sólo me quedaba esperar que Vega me llamara… Si me llamaba...

Pero alrededor de  las seis de la tarde sonó el teléfono. Era Vega.

-Mire don, estuve con la chica Ruiz y me dijo que ella tampoco tenía la dirección ni el teléfono, que lo único que sabía era que se había ido a vivir de vuelta con los padres que están en Adrogué y me dijo también que había renunciado al colegio…

Le agradecí prometiéndole pasar alguno de estos días a verlo y corté.

Gabriela Estévez, Adrogué. Esas tres palabras condensaban toda la información que había podido conseguir.

No me aparté del teléfono, solamente me incliné para sacar el primer tomo de la Guía Telefónica de Buenos Aires y Alrededores, que contiene la nómina de abonados cuyo apellido comienza con la letra E.  Busqué el encabezamiento EST. y recorrí toda la columna de apellidos Estévez, no encontré ninguno en Adrogué.

Advertí que me encontraba recién en la entrada de un laberinto, para llegar a Gabriela, -comenzaba ya a llamarla por su nombre-, tenía muchísimos vericuetos por delante y yo necesitaba imperiosamente cortar camino…

(Continuará)

1 comentario

RAMS -

¡¡¡ caramba que me muero de curiosidad !!! MANDEN EL FINAL de inmediato... o emepzare a hacer pataletas dignas de la chilindrina ... (Rosarin amenaza)