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Relatos de azotes

El Jeque

Autor: Jano

 

Yosuf-al-Raschid era un gobernante de poder omnímodo, cruel con sus súbditos a quienes esquilmaba con exagerados  impuestos y mantenía en el más absoluto terror.

 

Su historia ha corrido de boca en boca entre las caravanas y gentes  del Sahara durante casi  dos siglos hasta llegar a mí a través de un camellero al que contraté como guía para mi visita al desierto.

 

Lo que sigue, es lo que me contó en su mal español.

 

“La historia, transmitida durante generaciones, se refiere a un mal gobernante de hace mucho tiempo llamado Yosuf-al-Raschid

 

Se dice que era un hombre de gran apostura, de ojos negros como su pelo y barba, de facciones perfectas, aunque solo eso se podría admirar de él. Lascivo, cruel, despótico, era odiado y temido por cuantos tenían noticias suyas. Sus concubinas, eran requeridas con la mayor frecuencia para satisfacer sus apetitos. A veces, ni siquiera los más jóvenes jenízaros de su guardia personal se salvaban de sus excesos; los sodomizaba cuando le venía en gana. Debido a la exagerada longitud y grosor de su miembro, les producía tales daños que, durante un tiempo,  apenas si podían andar normalmente.

 

Su vida transcurría en constantes bacanales, placeres de la mesa y la cama, en tanto sus súbditos morían de hambre.

 

Una de sus más graves defectos, por si lo antedicho no fuera bastante,  consistía en su extremada crueldad: disfrutaba con azotar a sus esclavas antes de poseerlas de la forma más brutal e incluso después. Diestro jinete, con su fusta, propinaba largos castigos: lo que le hacía disfrutar sobremanera  era escuchar sus gemidos y gritos.

 

Sin embargo, a unas pocas, entre las que se encontraba la bella judía Sarah, solo azotaba con una labrada paleta de grueso cuero o un ancho cinturón del mismo material.

 

Dado que era ella una de sus favoritas, su trato hacia Sarah solía ser menos salvaje aunque, por la afición que tenía de yacer con ella más a menudo que con el resto de las jóvenes, los castigos se producían con mayor frecuencia.”

   

Tal historia, me la iba contando mi guía cuando acampábamos, a la luz de una hoguera, mientras degustábamos nuestras tazas de té verde con hierbabuena. La figura de Yosuf, había llegado hasta nuestros días, quizás un tanto adulterada o magnificada en su crueldad.

   

Pero sigamos:

 

“Parecía  que corrían vientos de rebeldía entre su pueblo por las infames condiciones a que eran sometidos.

 

Sarah, la bellísima judía, harta,--no ya de las palizas--, de soportar tantas veces en su cuerpo que no lograba descansar de las acometidas de aquel tremendo miembro del tirano, concibió la idea de minar su autoridad con el mayor sigilo.

 

Al iniciar su estrategia, un aberrante y desproporcionadamente gordo eunuco, la oyó exponer sus planes a otra esclava y, sin perder un minuto, se lo contó al sátrapa. Éste la  hizo llamar a su presencia; ordenó que la desnudaran. Enojado, furioso, con los ojos inyectados en sangre, se abalanzó sobre ella llevando en la mano la terrible paleta de cuero y, en el colmo del furor, le propinó cien  o más golpes hasta que Sarah cayó rendida al suelo medio inconsciente. Cuando se repuso, sin el menor miramiento la penetró por detrás disfrutando con los aullidos de la joven ante sus acometidas.

 

Más tarde, ordenó que fuera llevada a una mazmorra y atada con una cadena a la argolla  incrustada en una de las paredes. Al poco tiempo de estar allí, debido al calor reinante en tan pequeña celda, su cuerpo transpiraba por cada poro de su cuerpo produciendo un intenso vapor.

 

Cada noche, o cuando le venía en gana, Yosuf, obligaba que la presentaran ante él martirizando su cuerpo con la fusta o lo que tuviera a mano tras lo cual, la poseía con ardor y mandaba la hicieran regresar a su celda.

 

Sarah se juró que tomaría venganza si en alguna ocasión le fuera posible.

 

Tres años tardó el despiadado Yosuf en permitirle volver al gineceo. Durante un largo tiempo, no la llamó a su presencia, ocasión en que, con más cuidado que la vez anterior, ella se confabuló con sus compañeras, angustiadas cada día esperando ser llamadas, a las que consiguió conquistar para su causa. Todas, excepto una a quién en secreto le complacían los castigos que recibía. Ante la negativa de la joven negra senegalesa, todas, asustadas de que pudiera llegar a oídos de su Amo el complot que estaban tramando, como una sola voz, la amenazaron con degollarla si decía una palabra de aquello. Juró no decir nada aunque ante la desconfianza general.

 

Durante unos días, las concubinas permanecieron en un estado de constante desasosiego, hasta el día en que la joven senegalesa fue llamada a satisfacer al señor: ésta. acudió dócilmente a su llamada. Disfrutó de la consabida paliza hasta tener varios orgasmos que trató de ocultar para que no fueran percibidos por Yosuf.

 

En tanto la joven permanecía ausente del harem, el resto de las mujeres no cabían en sí por el terror que les causaba la posibilidad de ser descubiertas en sus propósitos. Solo cuando trascurría el tiempo desde su regreso sin que  ocurriera  nada, comenzaron a tranquilizarse.

 

Aquella joven senegalesa había sido capturada tiempo atrás. De negro pelo, pechos pequeños y caderas estrechas, más parecía un efebo que una mujer. En cuanto la vio, el Jeque la cogió para sí; no se arrepintió de tenerla en el harem: su fogoso temperamento la hacían insustituible. Aunque también estrecha en su conducto vaginal, sin embargo, no solo soportaba las embestidas del enorme pene del hombre, sino que parecía disfrutar de él. Su afición a recibir azotes de todo tipo, la excitación que sentía con los castigos y que nunca confesó a nadie, hacían que suspirara por ser llamada. En aquella ocasión había disfrutado más que en otras veces ya que, añadido al placer sexual y al producido por la azotaina, él la había besado en la boca; algo en lo que no se prodigaba. Ni siquiera se había acordado del juramento que les hizo a sus compañeras ni la decisión de ajustarse a él y callar la boca sabedora de las consecuencias que podía tener para todas que el Amo se enterara de semejante cosa. Pese a su decisión de guardar silencio, algo la preocupaba; si por algún suceso inesperado fuera apartada de él, no sabría cómo soportar la ausencia de sus castigos, sus tremendas embestidas que tanto placer le provocaban.

 

Entretanto, Sarah seguía con sus planes. Sabedora de que por si solas no conseguirían librarse del tirano, pese a las dificultades que entrañaba su plan, decidió implicar a los genízaros de la guardia personal de Yosuf.

 

Con la mayor cautela, en los momentos que el eunuco abandonaba la vigilancia, salía a hurtadillas del gineceo y provocaba a uno u otro guardia; le concedía sus favores y le inducía a tomar medidas para librarse del monstruo. Poco a poco, se fue ganando a la guardia, sembrando en ellos la semilla de la rebelión. Uno de los más jóvenes guardias que por su extremada belleza era cabalgado con frecuencia por el Jeque, hablando con sus compañeros,--la mayoría de los cuales eran tratados de la misma forma--,fue ayudando a que la semilla sembrada por Sarah fructificara y se consolidara.

 

Todos debieron posponer sus planes de derrocar a aquel ser despreciable: éste abandonó por un tiempo la región para entrevistarse con otros jeques.

 

Durante la ausencia de Yosuf, tanto unos como las otras, tuvieron tiempo de afinar el plan que habían concebido. Mientras algunas de las jóvenes entretenían al siniestro eunuco, varias se reunían con la guardia y ultimaban los detalles. Además de planear la estrategia, se daban el gusto de disfrutar los unos de las otras y viceversa.

 

A la joven senegalesa la mantenían aparte de sus maquinaciones.”

   

Mi guía, al llegar a éste punto, como Sherezade, dejó para la noche siguiente la continuación del relato, dejándome sobre ascuas por la espera.

   

Como había prometido, Hamed, como se llamaba el camellero, continuó con la crónica a la noche siguiente.

 

“Ya dispuesto el plan, Yosuf regresó. Lo primero que hizo fue subir los impuestos. La indignación cundió en la población.

 

Viendo que no había otra solución, la guardia personal del Jeque decidió actuar. En ocasión de una de sus innumerables orgías, rodeado de todas sus concubinas, penetraron en tromba en la estancia;  pese a sus gritos y amenazas, le redujeron y ataron como un fardo. Siguió profiriendo amenazas de muerte hacia sus soldados, quienes no le prestaban la menor atención mientras deliberaban qué hacer con él. Algunos optaban por degollarle sin más. Sarah, que se encontraba allí, propuso algo muy distinto: matarle sería como hacerle casi un regalo. Explicó su plan.

 

     --Opino que debemos dejarle con vida; hacer como si nada hubiera pasado y nosotros mismos actuar en su nombre. Bajar los impuestos, dar alimentos a la población y obligarle a firmar los decretos. Se resista o no, lo hará. Como lo mantendremos en secreto, nadie sabrá lo que ocurre en éste recinto. Propongo también otra cosa; aquel de vosotros que quiera, le sodomizará cuantas veces le venga en gana. Nosotras, por nuestra parte, le azotaremos sin descanso como él hacía con todo a quién quería. Creo que eso será más castigo que la muerte.--

 

Aceptaron todos con entusiasmo la iniciativa de Sarah y así se hizo en adelante. Encerraban a Yosuf durante el día dándose al solaz entre ellos; una vez que caía la noche, le llevaban al gran salón donde le propinaban soberanas palizas,--como no podría ser de otro modo por tratarse de quién era-- y le vejaban obligándole a comer del suelo lo único que le daban en todo el día.

 

En el futuro, sin que nadie echara de menos al cruel Jeque, la vida  allí estuvo plena de satisfacciones de todo tipo y una idílica paz.

 

A la joven senegalesa, en premio a su silencio y complicidad, le concedieron que utilizara el miembro de aquél hombre a su antojo, una vez que confesó su debilidad por él y los azotes. Éstos últimos, se los propinaba cualquiera que quisiera dárselos a entera satisfacción suya que disfrutaba cada noche.

 

Pasados unos años, aquel engendro murió de tristeza y penurias, aunque sin arrepentirse de su comportamiento inhumano.

 

El pueblo, desconocedor de lo que ocurría y de la suerte de Yosuf, mejoradas sus condiciones de vida, abandonó las intenciones de sublevación y pudieron vivir una vida digna que el Señor no les había proporcionado antes. Tanto los genízaros como las esclavas, gobernaron en nombre del execrable y odiado hombre al que con el tiempo, consideraron su benefactor gracias a lo que suponían se debía a un milagro, sin saber que no era él quién gobernaba.

 

Hasta aquí, lo que se sabe de aquella crónica. Si ocurrió o no como se cuenta, jamás se sabrá.”

   

Ésta es la historia que, en noches de luna, admirando el cielo estrellado del desierto, me relató mi guía y yo comparto con ustedes.

   

Aunque rara vez, la maldad se paga a un alto precio.

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