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Relatos de azotes

Testimonio de un tal Diego Torres de Villarroel

Por : Amada Correa

“Liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría.”

Umberto Eco

El Nombre de la Rosa

Admito que el tema de los azotes y las azotainas resulta muy difícil de explicar y los castigos corporales imposibles de justificar en una época como la nuestra que sacraliza la causa de  los derechos humanos, lo que no impide que los gobiernos adalides de tan nobles principios desarrollen armas refinadamente salvajes como los fusiles laser que no matan, sencillamente queman los ojos de los enemigos, o que apliquen a  prisioneros crueles tormentos extraterritoriales, para los que, emplean como cámaras de torturas aviones especiales, dado que ningún juez en el mundo tiene jurisdicción ni competencia para juzgar lo que sucede a diez mil pies de altura sobrevolando los océanos…

Para no abundar demasiado. ¿Qué respuesta dar a   sociedades evolucionadas que no aciertan con la manera de solucionar los problemas de la violencia, la drogadicción, la inseguridad pública, la delincuencia juvenil?

He reflexionado bastante acerca de cuestiones tan candentes y actuales, sin llegar a conclusión alguna, como tampoco he hallado respuestas adecuadas en las obras de pensadores contemporáneos. De modo que siguiendo el consejo del sabio profesor que recomendaba a sus discípulos ávidos de novedades la lectura de autores clásicos, asegurándoles que encontrarían allí motivos de asombro, di con este testimonio:

“…Salí del pupilaje, detenido, dócil, cuidadoso y poco castigado, porque viví con temor y reverencia al maestro…

Fui bueno porque no me dejaron ser malo; no fue virtud fue fuerza. En todas las edades necesitamos de las correcciones; pero en la primera son indispensable los rigores…

Muchos mozos son malos porque no tienen a quien temer y muchos viejos delincuentes porque están fuera de la jurisdicción de los azotes. El maestro y la zurriaga deberían durar hasta el sepulcro, que hasta el sepulcro somos malos; y de otro modo no se puede hacer bondad con el más bien acondicionado de los hombres.

Los años, la prudencia, la honra y la dignidad son maestros muy apacibles, muy descuidados y muy parciales de nuestros antojos y apetitos; el zurriago es el maestro más respetuoso y más severo porque no sabe adular y sólo sabe corregir y detener.

Murió poco años ha, el maestro de mis primeras letras y lo temí hasta la muerte; hoy vive el que me instruyó en la gramática y aun le temo más que a las brujas, los hechizos, las apariciones de los difuntos, los ladrones y los pedigüeños porque imagino que aun me puede azotar, estremecido estoy en su presencia, y a su vista no me atrevo a subir la voz a más tono que el regular y moderado.

Ello parece disparate preferir que se hayan de criar los viejos con azotes como los niños, pero es disparate apoyado en la inconstancia, soberbia, rebelión y amor propio nuestro que no nos deja hasta la muerte.

Ahora me estoy acordando de muchos sujetos que si los hubieran azotado bien de mozos y los azotaran de viejos no serían tan voluntariosos y malvados como son.

En todas las edades somos niños y somos viejos, mirando a lo antojadizo de las pasiones, en todo tiempo vivimos con inclinación a las libertades y a los deleites forajidos y valen poco para detener su furia las correcciones ni las advertencias. El palo y el azote tienen más buena gente que los consejos y agasajos; finalmente en todas las edades somos locos y el loco por la pena es cuerdo.”   

Por prudencia suprimo cualquier comentario acerca del escrito precedente con el propósito que cada lector extraiga sus propias conclusiones, nada más agrego que el texto está tomado del libro: “Vida de Torres de Villarroel escrita por el mismo (1742-48)” , y corresponde al: “Trozo Segundo: de la vida de Don Diego de Torres, empieza desde los diez años hasta los veinte.”

Reitero que omito los comentarios por prudencia, no por pudibundez, en la que, -ante tanta provocación y derroche de exhibicionismo nudista contemporáneo-, descreo.

A título de ejemplo añado, para concluir, la siguiente anécdota: Una dama de mi amistad, cuya hija adolescente llevaba, en la ocasión, la cintura de su falda tan baja que sin dificultad se veía el comienzo de la bifurcación de sus glúteos, era la misma personita que preocupaba a mi amiga y a quien había observado yo lucir varias veces con absoluto desparpajo una escueta tanga  de la que sobresalían unos rozagantes cachetes tostados por el sol.

Mi interlocutora desorientada, recurría a mi consejo para saber qué hacer para que su muchachita retomara los estudios, dado que ni promesas ni regalos conseguían torcerle la voluntad.

Quise saber si había probado alguna vez de darle unos cuantos azotes en el culo… Azorada y escandalizada al advertir que estaba yo hablándole en serio, exclamó que jamás se atrevió a sentarle la mano en esas partes tan delicadas…

Le relaté entonces, el caso de una encumbrada dama de la corte de Francia que reprochó a M. Farel, a la sazón preceptor del Delfín, el atrevimiento de azotar la augusta persona del Príncipe heredero, a lo que el pedagogo respondió: “-Señora, jamás golpeo las partes ungidas de Su Alteza, únicamente sus nalgas…”

Creo que ella no entendió la anécdota, si la entendió tampoco hizo nada por cambiar las cosas.

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