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Relatos de azotes

La espera

Autor: Jano

¿Cómo evitar el castigo? El tiempo se me ha pasado en ensoñaciones. Mi Señor ha sido el protagonista de tales sueños. Su apostura, sus manos, esas manos, sus desvelos para inculcarme disciplina, rigor en mis actos, precisión en los cometidos. ¿Cómo justifico que  la cama no esté bien hecha? Lo está, pero presenta algunas arrugas que él detectará al instante. Me castigará, lo hará con el derecho que le asiste. Lo merezco por desordenada. Quizás no lo haga al momento dejándome con la incertidumbre. Llegará, sin duda.

Esa espera me enerva, eriza el vello de todo mi cuerpo. Él lo sabe. Me mantendrá expectante . Reprenderá mi  comportamiento una vez más antes de avisarme del castigo que, sin dudarlo,  recibiré cuando él decida. Espero su llegada. La temo. ¿La ansío?.

He sido instruida detalladamente sobre cuales son mis obligaciones y la manera de llevarlas a cabo de forma precisa, sin errores; supervisará con detenimiento cada rincón de la casa, interrogará sobre mis actos y aprovechará cualquier descuido, el menor resquicio en mis contestaciones para castigarme de la forma que determine. Siento ya, como si lo estuviera sufriendo, el rigor de sus manos sobre mi piel, el dolor de mi cuerpo, el cual,  anticipadamente, arde en deseos de purgar en la forma que él considere las faltas cometidas.

En lugar de afanarme, de aplicarme a ordenar todo, a que no halle una mota de polvo que justifique su rigor para conmigo, me solazo en sueños, recuerdos de las muchas veces en que he dado lugar a sus correctivos. En un contínuo, las imágenes de las escenas que recuerdo bajo sus manos se representan como una vívida película que altera mis hormonas.

De repente, observo dos cuadros frente a mí que están sin la precisa horizontalidad, ligeramente descuadrados: me apresuro a colocarlos en la debida forma; a él no le pasaría desapercibido y las consecuencias serían previsibles y dolorosas para mi cuerpo, para esa parte que con tanto empeño se complace en castigar por mi propio bien como tantas veces ha dicho.

Sus incesantes esfuerzos por mejorar mi atención para realizar las tareas encomendadas y conseguir la perfección, se ven anulados por mi notoria ineficacia y desidia. Tal actitud, inconscientemente rebelde, provoca que, muy a menudo, casi a diario, reciba de sus manos o cualquier otra cosa que quiera utilizar, largos castigos, zurras y admoniciones, regaños sin fin. Mi cuerpo y mi mente se debaten entre dos sensaciones contrapuestas; la una es dolorosa mientras, inexplicablemente, la otra provoca una excitación extrañamente placentera.

Temo su llegada; también su afán por educarme; sin embargo, no sé por qué razones, la espero con un aletear de mariposas en el vientre. Sé que mi Señor es justo, aunque también conozco su severidad para con mi educación. No se le escapa un detalle ni pierde ocasión de utilizar los medios que cree más oportunos para conseguir el objetivo de enseñarme a ser pulcra, atenta a mis deberes, a sus órdenes e instrucciones encaminadas a mi mejora.

Recuerdo aquel día en que, pese a mis esfuerzos por dejar la casa en perfecto estado de revista, a su gusto, el tiempo se pasó velozmente sin permitirme terminar el trabajo por completo antes de su llegada. Cuando él entró, aun me quedaba por repasar el largo pasillo. Su mirada de reproche, sin una palabra, me hizo comprender que pagaría cara mi falta. La orden fue tajante; debería fregar el maldito pasillo a la manera antigua, de rodillas, a mano. Me obligó a ponerme una de las cortas faldas que me había regalado, la más exigua que apenas cubría mis piernas. Pese a mis protestas y explicaciones de que el resto de la casa estaba en perfecto orden, de que no había tenido tiempo suficiente para terminar, no alteró su decisión y repitió la orden con gesto hosco. Para evitar males mayores de los que ya suponía se avecinaban, opté por obedecer. Antes de comenzar con tan humillante postura a cumplir sus deseos, me obligó a quitarme las bragas que aun llevaba puestas. En cuanto me arrodillara, mostraría en su plenitud mis nalgas a su mirada.

No bien me puse a la tarea, él se ausentó por un momento: cuando volvió, inopinadamente, sentí sobre mis carnes el picotazo de un golpe dado con la punta de la vara que yo tanto temía; a éste, siguieron otros más dados como un repiqueteo. Pese al dolor que sentía y los respingos que mi cuerpo daba, no debía perder de vista realizar la labor con la mayor celeridad y precisión posibles o imposibles. No contento con el castigo que me estaba inflingiendo, al parecer no contento con los resultados o para humillarme todavía más, de un golpe, derramó parte del agua que contenía el cubo. Airada, le miré; no debí hacerlo: la vara impactó en mi culo con una mayor violencia. Sin ánimo para rebelarme, me apliqué en achicar el agua esparcida por el suelo.

Durante un tiempo que pareció detenerse, seguí con mi labor sin dejar de recibir a intervalos regulares la mordedura de aquel odioso instrumento. Pese al dolor que me producían los golpes, una parte de mi cuerpo estaba tan húmeda, e incluso mojada, como el suelo que intentaba dejar limpio. Cuando terminé mi labor, le miré para saber si parecía satisfecho: nada en su semblante me indicó si lo estaba. Aun de rodillas, esperé anhelante sus instrucciones; éstas fueron que, una vez recogido todo, vestida como estaba,-- más bien semidesnuda--, me tumbara boca abajo en la cama y le esperara. Obedecí con prontitud y esperé pacientemente en la postura que me había indicado a que apareciera o no. Lo hizo al cabo de un rato. Después de reconvenirme por mis faltas durante unos minutos y repetirme que todo lo hacía por mi bien, imponente en su estatura y su gesto, lentamente, como siguiendo un plan preconcebido en sus más mínimos detalles, extrajo su cinturón y lo puso suavemente sobre mis nalgas;  después, las acarició con sus manos lo que me produjo un cálido bienestar y un escalofrío a lo largo de la espalda y el vientre.

Pasados unos minutos en que sus caricias me provocaban espasmos de placer, sin previo aviso, me azotó con la correa durante lo que pareció una eternidad sin darme tregua  para relajarme ni reponerme de cada golpe. De repente, los cintazos cesaron y él salió de la habitación. Al fin pude descansar, aunque no por mucho tiempo. Regresó y no hice el menor gesto para mirarle. Algo frío y mojado, una esponja empapada en agua, acarició mis nalgas refrescándolas y uniéndose a la ya patente humedad que discurría entre mis piernas. La gran excitación que sentía pedía imperiosamente que me penetrara como tantas veces hacía llevándome al placer más exquisito. Contra mis deseos, lo que penetró en mi cuerpo, fue un intenso dolor que me producían los golpes de lo que supuse era un recio cepillo para el cabello que él manejaba con gran maestría. La rudeza de sus golpes, unida al hecho de que tuviera las nalgas mojadas, hacían casi insoportable el dolor; en tanto, yo gemía y suplicaba que parara el castigo, pero sin éxito. La extraña dicotomía era que, a pesar del dolor, la fuente de mi excitación no dejaba de manar.

Un tremendo orgasmo sacudió las fibras de mi organismo, de mi cuerpo todo, que se contraía y se expandía a efectos de un placer nunca antes conocido.

Dejó de golpearme. De un cajón de la mesilla de noche, con gesto pausado y casi solemne, tomó un tubo de gel que aplicó a mis doloridas nalgas con exquisita suavidad y delicadeza. El frescor del producto y el contacto de sus manos, calmaron en unos pocos y deliciosos momentos el efecto de los golpes recibidos.

A pesar del tiempo transcurrido, conservo nítidas en mi imaginación todas las secuencias de aquel día. No es el único recuerdo que tengo de sus castigos: otros muchos se agolpan en mi memoria, no iguales, pero sí, semejantes.

El ruido producido por la puerta de la calle al abrirse me ha sacado de mis ensueños. Sé que pasará revista a toda la casa y, casi con toda seguridad, encontrará algo que no está a su gusto: no espero salvarme de una bien aplicada zurra.

¿Cómo podría evitar el más que probable castigo? ¿Querría evitarlo quizás?

Madrid, 12 de Marzo de 2006

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