Blogia
Relatos de azotes

El baúl

Autores: Amadeo Pellegrini  y  Ana K. Blanco

Después del episodio de la laguna quedamos con Ana Karen en vernos recién al mediodía. porque por la mañana teníamos que ir con Zaldívar, mi socio, a la escribanía de una localidad vecina a completar algunos trámites para firmar un boleto de compraventa.

El Bebe Zaldívar es uno de mis mejores amigos y además médico, así que en el trayecto le conté más o menos lo que había sucedido en la laguna con mi amiga; omití, por supuesto, los azotes que le había dado.  Le expliqué, eso sí, en qué estado la había encontrado y el escalofriante alarido con que respondió a mis llamados y enseguida la risa desenfrenada e histérica que le impedía articular palabras.
-¿Y vos qué hiciste? -Me preguntó.
Le respondí que primero la había zamarreado un poco para que recuperara el habla y como no reaccionaba ni contestaba a mis preguntas le di dos o tres sopapos, que no lo recordaba del todo, porque yo estaba bastante alterado también.
-¡Ajá.! ¿Y después?... 
No, después reaccionó, pero por un buen rato siguió llorando y diciendo pavadas. Hacía pucheros y hablaba de no sé qué espíritus malos y una sarta de disparates por el estilo.
-Entonces.
-Y. Traté de tranquilizarla, la ayudé a vestirse, -respondí-, la abracé y la acaricié un poco.
-Si, sí. Ya me imagino, mi viejo yacaré, para eso te tengo fe. ¡Atorrante!
-No jodás Bebe. ¡Te estoy hablando en serio!...
-Y yo también, ¡boludo!... Mirá por lo que me contaste vos dejaste a la chica sola en la laguna. ¿Cuánto tiempo?...
-Habrán sido treinta o treinta y cinco minutos, ponele cuarenta como mucho.
-Suficiente.
-¿Suficiente para qué?...
-Para un ataque de pánico. -Respondió-. Mirá Amadeo, los ataques de pánico suceden en instantes y presentan síntomas parecidos, no son frecuentes, pero son comunes. A menos que.
-¿A menos que, qué.?
-Que vos no me contaras toda la verdad y hayas tratado de hacer con ella algo inconfesable.
-¡Vamos, che! Vos me conocés bien.
-Sí, Amadeo, te conozco. Vos sos el abanderado de los boy scouts y yo la Madre Teresa de Calcuta. ¡Andá!... Me dijiste que ella es uruguaya, ¿no?
-Sí, de Montevideo.
-¿Y se puede saber para qué la llevaste hasta el montecito de Corcuera?
-Por que ella quería ir ahí.
-¡Ah!... Ella.¿Sí, eh?...
-¡Cortala Bebe, me estás haciendo calentar! Te hablo como amigo porque estoy preocupado por Ana Karen. Mejor explicame bien cómo es eso del pánico.
-¡No te sulfurés, Amadeo! Ahora no te aguantás ni una cargadita. Mirá el pánico suele ser, en gran parte de los casos, una manifestación fóbica, por ejemplo: claustrofobia, aracnofobia, ágorafobia... en otros, producto de fenómenos colectivos. ¿Te acordás de la puerta 12 de River cuando la gente se enloqueció de golpe y atropelló para salir por ahí y murieron aplastadas un montón de personas? Bueno, eso fue pánico colectivo.¿Por qué te pensás que en la guerra los alemanes le ponían sirenas en las alas a los cazas Stukas y las hacían sonar cuando los largaban en picada? Para generar eso mismo, que la población  toda entrara en pánico. Y yo te aseguro que con las sirenas esos aviones mataron más personas que con las ametralladoras. El pánico es así y cuando hay mucha gente resulta contagioso, por lo general aparece de golpe, vos vas en un ascensor y de pronto el tipo que está al lado tuyo se pone pálido empieza a sudar y súbitamente entra a gritar y a golpear la jaula del ascensor. ¿No te pasó nunca?...
-Decime. ¿Lo de Ana Karen puede ser fóbico?
-Mirá, no me parece. Hay una serie de factores que se conjugaron, vino de viaje, está en otro país, fatigada y con algo de stress, entonces se encuentra sola en medio de un campo en un lugar desconocido, oye los ruidos del monte, que vos conocés mejor que yo, se le agolpan un montón de ideas en la cabeza: como que está ahí indefensa, que a vos te puede haber sucedido algo malo y no volver a buscarla, que no sabe como regresar, entra en un estado de confusión mental que desemboca en shock. Si no ha tenido antes esa clase de episodios y no vuelven a repetirse en fechas cercanas, no es nada serio.
-¿Y si no?
-Y, en ese caso, lo aconsejable es un tratamiento psicológico. Cuando vuelvas preguntale y, de acuerdo a lo que te conteste, traela al consultorio la vemos y le receto algún tranquilizante hasta que regrese a Montevideo, después allá que consulte a un especialista primero.

000

La primer cosa que hice al regreso, fue interrogar a Ana Karen para averiguar esos antecedentes como me aconsejó Zaldívar. Ella me aseguró que nunca antes había sentido pánico, miedo si, angustia también, pero pánico jamás, de niña tampoco. Entonces volvió a insistir con eso del "Hualichum" y todas esas estupideces que tenía en la cabeza y ,como es bastante tozuda, empezó que lo de ella no había sido un ataque de pánico y que, el que necesitaba un psicólogo era yo.

Ahí empezamos a discutir otra vez. Yo, medio en broma y medio en serio, apuntándole con el dedo, le dije:
-Me parece señorita que lo que usted anda queriendo es que yo la ponga de nuevo sobre mis rodillas y le caliente la cola con unos buenos chirlos.
-¡Ni se te ocurra Amadeo! -Bramó- ¡Si te atrevés te arranco los ojos!... ¡¡Te juro que esta vez te arranco los ojos!!...

000

No pasó nada, desde luego, la sangre no llegó al río. En lugar de fumar la pipa de la paz, compartimos el almuerzo y el café en paz. Después salimos para "Villa Amelia", la quinta de mis abuelos maternos, donde me alojo cuando vengo de Buenos Aires.

Como Ana Karen insistía con que quería ver al menos una foto de "La Puyí", le aseguré que en la Quinta, mi madre había guardado en una caja de lata un montón de viejas fotografías familiares, que allí tenía que haber varias fotos del tío Francisco y de la tía Benita.

000

Mi abuelo, Antonio Ferrato compró esas dos hectáreas retiradas de la planta urbana después de la crisis de 1930, como era constructor, refaccionó la vieja casa, impuso a la Quinta el nombre de su mujer y se instaló ahí con ella y sus cuatro hijos, un varón y tres mujeres, la mayor de las cuales era mi madre.
En vida de los abuelos ese lugar era un vergel, como buen italiano, el viejo la llenó de árboles frutales, armó una huerta donde hasta colmenas llegó a tener.

Para los nietos ese lugar era el paraíso terrenal. A nosotros, los varones el abuelo nos reservó una lonja de gramilla, colocó ahí dos arcos de palo para que jugáramos al fútbol sin estropearle las plantas, a las nietas les colgó hamacas en los árboles de sombra y para él armó una cancha de bochas, su juego preferido, donde reunía a los amigos.

Todas estas cosas le iba contando yo a Ana Karen mientras entrábamos en la casa que, aunque espaciosa, resultaba mucho más modesta que la de los Pellegrini. Diferencia más acentuada en la actualidad, por cuanto aquella, transformada en Club de Campo, estaba arreglada y bien mantenida, mientras que a esta otra, -muerto el abuelo-, el correr de los años la fue degradando.
En la Quinta todo envejeció, desde la edificación a los frutales, aunque todavía  se conservan algunos vestigios de los buenos tiempos.
Los detalles que le iba haciendo notar no la desencantaron, al contrario, lo juzgó un sitio romántico, opinión que yo no comparto del todo. En los días que la ocupo, a la casa especialmente, la encuentro bastante incómoda, pero bueno, ella ve las cosas con ojos de mujer, más soñadores que los míos.
Las habitaciones adolecen la falta de muebles cómodos y funcionales porque los herederos fueron llevándose los mejores. A la Quinta vinieron a parar, en cambio, todos los rezagos familiares. Eso mismo iba explicándoselo, al mostrarle, -por ejemplo-, el rincón vacío que antes ocupaba el piano  de mamá y sus hermanas.

Una vez terminado el recorrido interior, me dediqué a buscar la famosa caja de lata con las fotografías para complacer el pedido -tentado estoy de escribir el capricho-, de mi amiga.
Mientras yo abría cajones y puertitas, en pos de la dichosa lata, Ana Karen aprovechó para subir al altillo, pero encontró la puerta cerrada con llave.
¿Por qué será que las puertas con llave excitan la curiosidad de la mayoría de las mujeres? Estoy seguro, más que seguro, que si esa dichosa puerta hubiera estado abierta, ella hubiese escapado de ahí más que volando, huyendo del polvo, de las telas de araña, de los bichos, del tufo de ese depósito de cachivaches. Pero estaba cerrada. Desde arriba me llegó su voz, pidiéndome con inusitada dulzura que por favor le buscara la llave para entrar allí.
En vano traté de desalentarla, explicándole que en esa covacha no encontraría nada que valiera la pena y sí, en cambio, suciedad, calor, malos olores y bichos. Para esto, su tonito de voz iba cambiando. Casi diría que faltaba poco para que hiciera pucheritos, quejándose porque me negaba a abrirle esa puerta.

¿Aprenderemos los hombres alguna vez a entender a las mujeres? Yo estaba aconsejándola con todo criterio y la mejor buena voluntad, convencido que saldría de allí asqueada y sucia de polvo. ¿Qué conseguí?: Ir en busca de la llave. ¿Qué consiguió ella además de la llave? La promesa de que si encontraba alguna antigüedad que le gustara, yo se la regalaría para llevarla de recuerdo al Uruguay. Le dije que sí, así nomás a la ligera, porque yo más o menos tenía un inventario mental de las cosas que ella podía encontrar, sillas rengas, valijas viejas, trastos de toda clase, porque ese lugar ya había sido prolijamente rastrillado y saqueado por mamá y mis tías que no dejaron nada que tuviera algún valor. Como estaba fastidiado porque no encontraba la bendita caja de lata de las fotografías y porque en definitiva mi querida amiga, de una manera o de otra, se las arreglaba para explotar mi buena disposición para terminar saliéndose con la suya; insidiosamente le advertí antes de bajar:
-Mirá nena, si ahí arriba te agarra otro ataque de pánico o aparece ese monstruo amigo tuyo, yo te aseguro que los azotes del otro día te van a parecer caricias al lado de los que vas a recibir hoy. Es bueno que lo vayas sabiendo.

Me respondió con una carcajada burlona.

000

Aquella maldita caja de fotos no apareció. El altillo era el último lugar donde podía estar, pero resultaba raro que alguien la hubiera llevado hasta allí, más probable resultaba que mi madre en una de sus visitas anteriores decidiera recobrarla.

Entonces me ocupé en repasar las facturas y cuentas que tenía que pagar antes de volver a Buenos Aires, para dejarle los cheques a Isidro, que es el cuidador de la Quinta. En eso estaba, cuando desde arriba me llegó su grito:
-¡Amadeo vení, subí pronto! ¡Dale vení! ¡Mirá lo que hay acá!...
No era ciertamente un grito desgarrador como el de la laguna, parecía más bien una exclamación de sorpresa.
Subí. Encontré a Ana Karen sofocada y excitada, pero no en estado  angustioso, sino todo lo contrario, eufórica diría. El motivo de tal agitación se debía al descubrimiento de un baúl abandonado en uno de los rincones, oculto a la vista por viejas  bolsas de arpillera vacías, fundas de colchones retapizados, un fardo de lana, una bolsa con estopa y retazos de trapos polvorientos.
-¡Está cerrado! -Exclamó- ¿Ayudame a abrirlo!... Al advertir que vacilaba insistió: ¡Vamos ayudame!...  Acordate que me prometiste.
Bajé las escaleras en busca de una cuchilla y un destornillador. No necesité otras herramientas para saltar los viejos herrajes aunque no me cabían dudas que no obstante su peso, adentro no habría nada que valiera la pena, probablemente, -pensé- diarios, revistas y algunos libros o cuadernos viejos. Íntimamente deseaba que ella se llevara un chasco.

Levanté la tapa, recogí el destornillador y la cuchilla, me incorporé diciendo: -Ahí lo tenés es todo tuyo.

000

Transcurrió en buen rato en completo silencio en el que llené y firmé los cheques, dejé la lista de pagos y archivé las boletas en un bibliorato. En eso estaba cuando Ana Karen desde la puerta me preguntaba:
-Decime Amadeo, ¿quién es Mena, la conocés, no?
Tuve que recordar a quién la llamaban así; se trataba de una de las hermanas de mi abuelo, entonces respondí: -A la tía Filomena.
-¿Sí? Bueno, el baúl es de ella. ¿A que no sabés qué encontré?...
-Oro y piedras preciosas. -Le grité. (La tía Mena había muerto en la mayor pobreza cinco años atrás en el geriátrico donde pasó el último lustro de su vida.)
-¡No!... ¡No!... ¡Subí!...

000
 
Como Ana Karen hizo el hallazgo le cedo el espacio siguiente para que lo comunique.

000

Está bien: reconozco que Amadeo es un santo, que me tiene una paciencia única y que a veces me pongo tan impertinente que si yo fuera otro me daría una paliza. Pero este hombre paciente y amoroso me hace "casi" todos los gustos. Creo que tendré que fortificar mis métodos de persuasión para que los "casi" se conviertan en "todos".

Pero el hallazgo valía la pena. En aquél baúl encontré sombreros, vestidos, carteritas sin nada dentro, zapatos. todo muy fino y de excelente calidad. Pero lo verdaderamente interesante era un paquete, una caja que por fuera tenía una cubierta de hule color cereza. Por dentro, la caja forrada de terciopelo rojo con una terminación exquisita, y en ella había encontrado un montón de cartas dispuestas en diferentes montones, todos atados con cintas de raso de diversos colores, como que cada color significaba algo diferente o fuera un tipo de clasificación.

En casi todos los montones había cartas principalmente, pero también contenían alguna flor disecada, postales muy antiguas y fotografías color sepia, viejas y manoseadas, pero bien conservadas a pesar de todo.

Mirándolas por arriba, sin profundizar demasiado, vi que todas estaban dirigidas a la Sra. Filomena Ferrato, y "casualmente", todos los remitentes pertenecían a nombres femeninos. Algunas habían sido escritas desde casas particulares, otras desde hoteles, y hasta había alguna con escudos de armas. Entre las cartas también había fotos sacadas en lugares emblemáticos como el Arco del Triunfo de París, o la Plaza de San Marcos de Venecia, o New York, entre otros sitios. La curiosidad había podido más que yo (como siempre) y me atreví a abrir y leer algunas de aquellas cartas.

Sorprendida, vi que algunas dirigidas al "Ama Mena", a "Filomena, mi amor.", o "Tía Mena". Pero el contenido de aquellas cartas era todo un descubrimiento: por lo poco que había podido leer, sin dudas que la tía Mena era lesbiana y practicaba el sado. Las cartas eran las que le habían escrito sus amantes lesbianas. Cuando le comenté a Amadeo las andanzas de su tía, no salía de su asombro.
-Pero eso no es todo. Resulta que la querida tía Mena, además de lesbiana ¡era dominante!
-¡Andaaaa! ¡Vos estás loca!
-¡Por supuesto que no! Mirá, escuchá esto y después me decís:
"Mi adorada Mena:
Sólo hace unas horas que te marchaste y no puedo resistir la tentación de escribirte. Estos días en París y a tu lado me han resultado increíbles. Los días fueron de inmensa felicidad caminando de tu brazo por las avenidas parisinas y sin que nadie nos señale. Las noches, románticas a tu lado, en este hotel y en esta habitación, todos mudos testigos de nuestro prohibido amor. La flor que me regalaste ayer en La Ópera la guardé como un tesoro, porque cada uno de sus pétalos recorrieron tu cuerpo desnudo y se impregnaron de tu aroma. Llevo tus besos en mi boca, tu aliento en mi cuello, tu  piel contra mi piel y. tus manos en mis nalgas! Me encanta que hayas usado las manos para despedirte. Sabes cuánto me gusta que me azotes con ellas. Sentirlas caer planas sobre mis cachetes, el picor de la nalgada, el calor que emanan cuando llevas un rato castigándolas.(etc, etc.)  firma: Ethel"

Y esa no es nada. Escuchá, escuchá esta:
"Querida Ama Mena:
Gracias por permitirme escribirle y permitirme expresar mis sentimientos y pensamientos sobre usted. Sé que no soy digna de dirigirle la palabra, pero es usted tan generosa que me permite hacerlo. Lamento haberme comportado tan mal el otro día cuando decidió castigarme con la fusta de barba de ballena. Lo siento, siento haber llorado tanto, pero es que tenía la colita muy castigada y no soportaba un golpe más." La carta sigue y está firmada por Leandra, pero aquí debajo tiene un escrito con otra letra, y está firmada por Ama Mena.

Mirá esto, mirá lo que dice! No tiene desperdicio:
"Leandra:
Si sigues así te echaré de mi lado como la perra que eres! No querré verte más y tampoco querré saber nada de tí. ¿Entendiste? Dices aquí en tu carta: ".pero es que tenía la colita muy castigada." La única que decide qué tan castigada tienes la cola o cualquier parte de tu cuerpo que es mío, soy yo! ¡Y también soy yo la que decido cuánto soportas! ¿Cuándo entenderás que eres mía y que la única que toma decisiones por tí soy yo?..." 

¡Guau! Bravita la tía Mena, eh?  Decime una cosa Amadeo, me dijiste que vos no la llegaste a conocer, pero contame lo que sepas, poco o mucho, de la tía Mena. Me miró con esa mirada paterna y paciente. No sé si con ganas de abrazarme o de estrangularme, pero. adoro cuando me mira así. Me dan ganas de portarme bien para que no me rezongue, pero también me dan ganas de portarme mal para que, aunque sea, me mire y se ría de mis travesuras. 
"Mirá Ana Karen, yo no sé casi nada de ella, porque era algo así como la oveja negra de la familia, por eso trataban de no mencionarla. Para mí siempre fue un enigma; ella se casó con un marino noruego, sueco o danés. No sé bien el apellido creo que era algo así como Sorboe o Jarboe y vivió muchos años en el extranjero; decían que tenían mucho dinero. De ella se hablaba en voz baja y yo era muy chico para entender ciertas cosas. Volvió aquí hará unos 10 o 12 años ya vieja y arruinada (física y económicamente) El abuelo la mantuvo en una pensión hasta que murió él.

Después la familia se la sacó de encima y la metió en el geriátrico donde ella murió. Decían que ya estaba medio chiflada. Por eso no tenía idea que este baúl estaba acá, lo debe haber tenido con ella y una vez muerta se lo entregaron a mi tío Luis que lo arrumbó en este altillo dejándolo como vos lo encontraste. Por lo visto nadie quería "tocar" nada de ella. Mi sospecha es que realmente fue madama de Prostíbulos. En cuanto a la llave del baúl, la vieja la perdió o quedó olvidada en el geriátrico."
-Pues la tía Mena y sus historias me tienen fascinada. Dejame que te lea un cachito de otras cartas. Tu tía era una diosa, se las sabía de todas, todas!  Mirá esto: "... y esto será lo que te haré la próxima vez que nos veamos. Te lo cuento para que te vayas preparando, porque no tendrás escapatoria esta vez. El error que cometiste la última vez que estuvimos juntas, el desparramo de vino que hiciste en la mesa del restaurante y el atreverte a ir con la ropa interior puesta después de todas mis advertencias. lo pagarás muy caro! Te ataré las muñecas a la cabecera de la cama, y tus tobillos correrán igual suerte. Toda tu intimidad quedará a mi merced, y así, totalmente expuesta recibirás los azotes que te daré con diferentes instrumentos: paleta, cinto, cepillo. y si lo creo necesario, también la vara recorrerá tus nalgas. Y para tu zona más íntima, esa zona que se te pone caliente y jugosa cada vez que te zurro, para ese lugarcito mi pequeña perra, te daré algo especial: ¡el latiguillo de pelo de caballo!..."
Por supuesto que el detalle del castigo sigue, pero ¿sabés qué? Estuve mirando algunas de las muchas cartas y resulta que todas son de sus amantes-sumisas-esclavas. Conté muy por encima y son como quince diferentes. ¡Guau! con la tía Mena. Siempre escuché decir que las personas homosexuales son más celosas y posesivas que las heterosexuales, y estas cartitas lo confirman. Escuchá: "... ya te lo dije Nannete, estoy harta de tus celos estúpidos y sin fundamento. La Duquesa es una vieja amiga de cuando vivía en París y lo nuestro fue hace mucho tiempo. Además, no te voy a dar explicaciones porque no te las merecés.  Sabés que te quiero solo a vos, pero con estas escenas tontas como la que me diste ayer en el hall del hotel, lo único que vas a lograr es que me vaya para no regresar." y continúa con otros temas.

¡Pahhhh!! Esto sí que está bueno! Jajajajajaaaa. ídolas! Estas tipas sí que se divertían y les importaba poco lo que pudieran decir de ellas. Mirá lo que hicieron en Venecia: "... fue delicioso caminar contigo por Venecia. Cómo me hiciste reír cuando aquellos soldados nos gritaron tantas cosas entre silbidos y aplausos! Pero cuando te paraste, me tomaste de la cintura y me besaste la boca... se querían morir! El punto máximo fue cuando me desabrochaste todo el vestido y quedé totalmente desnuda ante ellos. Recuerdo que estaban del otro lado del canal y tú comenzaste a tocarme por todos lados mientras besabas mi boca y mis senos. Yo estaba roja como una grana, pero. el morbo de que todos ellos nos estuvieran mirando me excitó tanto que..."   ¿Que quéeeee? Ay, nooo!! No me digas que no está la otra parte. Bueno, la buscaré en Montevideo.
-¿Cómo que en Montevideo?
-Y sí. Estas cartas se vienen conmigo a Montevideo.
-Ni lo sueñes!! Eso jamás. Eso es propiedad de mi familia y no te lo podés llevar. Es un secreto que estuvo muy bien guardado durante años y no quiero que salga a la luz. Esas cartas serán quemadas para guardar la memoria y el honor de la difunta.
-Ah, por favor Amadeo, no seas tonto! Eso es ridículo. Además, vos me prometiste que me podía llevar lo que quisiera, no? Bueno, quiero esas cartas! Y me las voy a llevar! Me di media vuelta y salí disparada hacia aquel baúl. Y él detrás de mí.
-¡Ana Karen! vení para acá y dame esas cartas. ¡Ya!
-No, no, no y no! Vos no podés faltar a tu promesa. Y no te doy nada y chau!

Y me metí de cabeza dentro del baúl, sacando las últimas pertenencias de la tía Mena: guantes de un encaje finísimo, sombreros con velo, alguna ropa más y... y ¿qué era aquello? Mi mano tropezó con algo largo, fino. Miré al interior y vi algo parecido a eso que yo conocía con el nombre de "ballena", como las que se utilizaban antiguamente, allá por 1910 para los corsés, dado que no existía el material plástico. La tomé y al sacarla del baúl, cuál no sería mi sorpresa al ver que era ¡una fusta! Increíble. Una pequeña fustita de barba de ballena, con un bellísimo mango de marfil con un monograma grabado: "FF".
-¿FF? -pregunté
-Claro: ¡Filomena Ferrato!
Lo miré con toda la picardía de la que fui capaz. Y él comprendió mis intenciones al instante.
-¡No! Ni la fusta ni las cartas. Y poné todas las caritas de niña caprichosa que quieras, hacé pucheros, pateá el piso, no me importa! No vas a conseguir nada esta vez.
-Ay Amadeo, daleeeee. porfi!! ¿Sí?
-Mirá nena, mirá Anita Karencita: no te pongas tonta ni caprichosa porque lo que vas a lograr va a ser que.
-¿Qué? -le dije en tono desafiante y con los brazos en jarra.

Basta. Mejor, retomo la palabra:

Ana Karen, tiene una manera de escribir muy particular, pero a veces exagera un poco y, cuando decide pasar por víctima, carga bastante las tintas, pero, ella es así y yo la quiero como es.

Exagera al mostrarme como un celoso defensor de la "honra familiar". Omite decir, en cambio, que la paliza ya venía flotando en el aire y que, en ese momento, ella encendía el ventilador.

Dije, -es cierto-, que parecíamos profanadores de tumbas, que no teníamos derecho a sacar a luz secretos de personas muertas para divertirnos con sus hechos ni sus dichos. Pero, a la niñita caprichosa, malcriada y respondona que Ana Karen lleva adentro, negarle algo es más o menos como pretender hacerle tomar una cucharada de aceite de ricino. Para ser honesto, debo reconocer que yo deseaba ardientemente darle una buena y sonora paliza, deliberada, prolija, más erótica que contundente, teniendo en cuenta que el episodio de la laguna había sido accidental y por ende improvisado. En suma deseaba disfrutar de todos y cada uno de los detalles de una buena paliza del principio al fin.
Tengo que admitir, de pasada, que no era ese el escenario que  había elegido para darle su merecido, pretendía para ese especial momento un decorado más digno, acorde con el pasado de "Villa Amelia", pensaba en el vetusto sofá Chesterfield, que el abuelo tenía en su escritorio.
En medio de esa superficie de gastado cuero capitoné imaginaba instalar mi humanidad y encima de mí, -bien sujeta y estirada-,  a la querida fierecilla, nunca en la incomodidad de ese polvoriento cuartucho que ni siquiera ofrecía un sitio donde sentarse.
Pero la vida me enseñó a tomar las cosas como se presentan, de manera que allí estábamos enfrentados, baúl de por medio, Ana Karen y yo.
Ella tratando de escaparle a mi persecución para apresarla y doblegarla. Si hacía ademán de ir hacia la izquierda, ella se movía en dirección contraria, en ese tira y afloje propio de tener obstáculos de por medio.
Al cabo, la clásica artimaña de la finta seguida de un rápido giro en sentido contrario, me permitió capturarla entre mis brazos. Aunque se debatiera ya era mía. Volteé con la pierna la tapa del baúl y me senté encima arrastrándola en medio de la nube de polvo que levantó la caída de la misma.
La victoria quedaba asegurada, faltaba despejar el campo y para esto las circunstancias me favorecían, pues sólo llevaba encima  blusita sin mangas, minifalda de jean y sandalias de tacón bajo.
Debo reconocer que ella se portó como buena perdedora. Si en lugar de entregar el rey como todo jugador derrotado cuando el  mate resulta inevitable, se hubiese encabritado y puesto a corcovear sobre mis rodillas me las hubiera visto en figurillas para mantenerla en esa posición. porque las costillas de madera de la tapa estaban martirizando mis asentaderas, lo que posiblemente habría dado como resultado momentáneo prolongar la lucha, porque al final iba a cobrar lo mismo o peor. Una vez asegurada en esa pose comencé por sacudirle el polvo apenas, con unas cuantas palmadas sobre la faldita, esperando que la corriente de sentimientos que en tales circunstancias fluye de uno a otro se exteriorizara en grititos de protesta de su parte y en los chasquidos de la mano abierta, por la mía.
Para prolongar al máximo ese mágico instante de triunfo que el papel dominante me proporcionaba, -aunque la realidad demostrara lo contrario-, demoré un poco más en recogerle la falda. Lo hice con refinada lentitud para regodearme con la exposición del fondillo de su bombacha color crema. La delgada trama de esa prenda se estremecía formando pliegues y arrugas que delataban los temblores de la carne escondida, que allí mismo, debajo de aquel minúsculo retazo de género esperaba los azotes para darle la bienvenida al dolor.
Palmeé con firmeza, acentuando sucesivamente la energía a cada golpe de manera que la piel resplandeciera al calor de los azotes. Sus protestas servían para guiar mi mano, de la misma forma que los balidos del cordero atraen al puma que va a devorarlo.
La vocecita de la niña agazapada en el fondo de Ana Karen brotaba insistente, quejumbrosa, lastimera como la de un animalito herido. Suspendí los chirlos para prolongar el placer de la paliza, mientras mis dedos se ocupaban del elástico de la bombacha.
-¡No!... ¡La bombacha, no! -clamaba con voz infantil- ¡La bombachita nooo!... Intentó el ademán inútil de proteger la prenda con la mano.
Mientras la apartaba de allí, afirmé:
-¡La bombacha sí, qué joder!... -y empecé a tironear la cinturilla elástica.
-¡Me da mucha vergüenzaaaa!.(Esperaba que protestara alegando que no tenía yo derecho alguno, como hace la mayoría en situaciones semejantes)- ¡No, no Amadeo, me da vergüenza de verdad!... -Interpreté el mensaje cifrado: "¡Obligame, vamos! ¿Qué estás esperando?".
-¡Mirá Ana Karen será mejor que te calles la boca porque te vas a arrepentir en serio y te lo digo una sóla vez!  -Exclamé, tratando que mi voz resultara dura y firme, al tiempo que tironeaba con fuerza. Ella respondió acompañando con los movimientos precisos del cuerpo el recorrido de la prenda hasta el confín de las nalgas. Caído el último baluarte de la resistencia femenina, la mano entró de lleno sobre su desguarnecida superficie de satinada belleza. Belleza mancillada, belleza ultrajada, belleza azotada, que por esas mismas circunstancias resplandecía como nunca. Ignorando ayes, quejas, protestas y llantos de mi dulce víctima, me dispuse a ejercer los derechos del vencedor. Suspendí la azotaina, no por magnanimidad, sino con el propósito de hacer un detenido reconocimiento de la ciudadela conquistada; deslicé entonces el índice por el surco que divide ambos hemisferios presionándolo a manera de cuña para separarlos más. Ella los contraía con fuerza tratando de impedir esa excesiva intromisión en la intimidad de su cuerpo.
Después me ocupé de empujar la bombacha más abajo todavía. Hasta los tobillos llegó sin esfuerzos de ninguna clase.
Reemprendí la azotaina. La vocecita infantil había sido reemplazada por la voz adulta de Ana Karen exhalando profundos gemidos cuya verdadera naturaleza no tardé en advertir, no eran de dolor, eran de pasión.
Mi propia excitación estaba alcanzando también los máximos niveles, si no realizaba ímprobos esfuerzos de concentración me arrastraría con ella para acabar eyaculando yo en la ropa, en el instante mismo que ella alcanzara el climax. Lo que en ciertas ocasiones me había ocurrido.
Ana Karen no se contuvo. Sus espasmos me impusieron el final de la zurra, si me empecinaba en continuar lo único que lograría sería irritarla. Dejé de nalguearla, aflojé la presión que ejercía mi brazo izquierdo y cuando ella lo dispuso la ayudé a incorporarse. Permanecimos abrazados unos minutos, hasta que se calmó.
-Las cartas las dejo. -dijo finalmente-. Pero la fusta me la llevo -añadió desafiante- Me la acabo de ganar.
-¡Sí, -respondí- te la vas a llevar puesta encima porque te voy a llenar la cola de fustazos sino metés ya mismo todo lo que sacaste en el baúl!
Para demostrarle que hablaba en serio recogí la fusta y como aún no había remontado la bombacha, le alcé la falda y le apliqué un par de secos azotes.
Ana Karen se estremeció, ensayó una queja que corté con otro fustazo diciéndole: -Va a ser un honor para vos llevarte esta fusta que ha paseado triunfal por tanta colas del Viejo Mundo, pero ahora me ordenás todo ¡Vamos! ¡Rápido!
Y como tenía la cola en una posición muy tentadora le apliqué otros dos fustazos (Ana Karen dirá seguramente que fueron más de veinte, si alguien le cree va de su cuenta).

0 comentarios