La Abadesa
Autor: Jano
Hoy, 12 de Octubre del año del Señor de 1.492, reinando sus Católicas Majestades Doña. Isabel y D. Fernando, la anciana Abadesa, tras larga y penosa enfermedad, habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Extremaunción, ha entregado su alma al Supremo Hacedor.
o0o0o0o0o0o0o0o0o0o0o0o
Esa noche, las hermanas velaron y rezaron por su querida madre abadesa que había pasado a mejor vida.
A la mañana siguiente, Fray Onésimo ofició la misa de réquiem acompañada por los cánticos de todas las hermanas y, en su homilía, ensalzó las virtudes de la difunta madre.
Pasado un día de rezos, como exigían las reglas, se reunieron a votar para nombrar nueva abadesa todas las hermanas -- exceptuando las novicias--
En ello estaban cuando llegó un emisario del Arzobispo con una misiva. En ella, se leía lo siguiente:
"Queridas hijas en Cristo nuestro Señor:
Conocido el fallecimiento de nuestra hija, Sor Lucía del Justo Nombre de Jesús, he decidido que sea nombrada Madre Abadesa del convento mi sobrina Sor Inés que se presentará allí en la mañana del domingo después de maitines.
Confiando en vuestra obediencia y caridad, quedad con Dios nuestro Señor y con mi bendición.
Firma y sello ut supra.
El asombro se dibujó en las caras de las hermanas: era harto irregular aquella imposición. Las Reglas de la Orden establecían claramente las normas que regulaban el nombramiento de la nueva abadesa. Sin embargo, el mandato no admitía interpretación ni discusión alguna. Debían acatarla sin la menor vacilación o discrepancia: el obispo ordenaba y debía ser obedecido.
Como anunciaba la carta de Su Ilustrísima, la mañana del domingo, después de maitines, en una severa carroza negra, llegó Sor Inés: envuelta en su blanca capa. Se dirigió a la entrada del convento donde se encontraban todas las hermanas, incluidas las novicias, esperando su llegada. Fue recibida con deferencia y acompañada hasta la celda destinada a ella.
El asombro y cierto enojo se reflejaba en sus rostros; Sor Inés, que no tendría más allá de los 21 años , con ojos en los que se reflejaba un cierto temor, no dejaba de mirar a uno y otro lado como buscando donde esconderse.
La dejaron sola en la celda y se retiraron murmurando contra aquella imposición tan absurda.
Sor Inés, sin fuerzas para pensar en la tarea impuesta por su tío y a la que trató de negarse sin éxito, se acostó a descansar aunque sólo fueran unos minutos.
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Pasaron varias semanas y aquello era peor de lo que se había temido. Las monjas no hacían caso a sus indicaciones; ni siquiera las novicias.
Cada domingo, Fray Onésimo pasaba por el convento para oír las confesiones de las que lo habitaban. Sor Inés no le decía nada del tormento que estaba pasando. Al fin y al cabo, en la confesión no tenía porque hablar de ello puesto que no se trataba de pecados o faltas suyas.
Alguna noche de insomnio, paseando por el corredor, escuchaba risas y murmullos apagados que trascendían las puertas de algunas celdas. Inquieta, no sabía que pensar de aquello.
Aún pasaron dos semanas más cuando se atrevió a contarle al fraile lo que ocurría y lo referente a los ruidos que escuchaba algunas noches en las celdas de las monjas.
Él la amonestó severamente por soltar las riendas de la situación y no saber manejar a sus hermanas. Ella era quién debía mantener el orden y la disciplina en el convento y hacer cumplir las reglas con todo rigor. En cuanto a los ruidos nocturnos no sabía qué pensar: Sor Inés debería vigilar y enterarse de lo que en las celdas ocurría a unas horas en que todo debería estar en silencio. Ella prometió que así lo haría y le informaría de lo que descubriera.
Noche tras noche, procurando no hacer ruido, paseaba arriba y abajo por el pasillo, aguzando el oído para tratar de enterarse de lo que ocurría en el interior de las celdas de donde procedían los sonidos.
Algunas veces, oía risas apagadas y murmullos; otras, jadeos que no sabía identificar.
Seguían pasando los días y no avanzaba en su investigación.
Todos los domingos, Fray Onésimo le preguntaba por sus averiguaciones a lo que ella contestaba que, desde el corredor, no conseguía saber que ocurría en el interior de las celdas. Además, no sólo era eso: la abadesa le confió que no lograba hacerse obedecer.
Cada monja iba por su lado, holgazaneando, durmiendo en los rezos, robando en la cocina, yendo desaliñadas e incluso, riñendo entre ellas por el asunto más baladí.
Fray Onésimo se enfurecía y le recriminaba su falta de autoridad que, por todo lo oído, redundaba en perjuicio de la buena marcha de la comunidad. A él le preocupaba todo: la falta de disciplina de las monjas y lo que pasaba en las celdas durante la noche. Ordenó, irritado, a Sor Inés que tomara medidas en todos los sentidos o se lo comunicaría a su tío el Arzobispo. Incluso, le ordenó que entrara en alguna de aquellas celdas de las que procedían los sonidos y se enterara directamente de lo que allí ocurría. Tenía autoridad para hacerlo en beneficio de la comunidad. No debería dejar pasar ni un día más sin averiguarlo. Ella asintió y prometió hacerlo.
Sin valor para cumplir su promesa, aún pasaron varios días hasta que, haciendo acopio de valor, la noche del sábado entró sin aviso en una de las celdas.
Lo que presenció le heló la sangre y a punto estuvo de caer al suelo desvanecida por la impresión. Dos novicias, totalmente desnudas, intercambiaban besos mientras se azotaban mutuamente en las nalgas y la espalda con las manos y unas cuerdas entre risas hasta que se dieron cuenta de la presencia de Sor Inés.
Sorprendidas por la abadesa, las dos jóvenes trataban sin éxito de tapar su desnudez.
En tanto, Sor Inés, petrificada, no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Sin reaccionar, seguía allí, sujetando la puerta con una mano y sin dejar de mirar la escena como hipnotizada.
Al fin, pudo articular unas palabras que le sonaron como dichas por otra persona: salían de sus labios atropellada e incoherentemente.
Las amenazó con la condenación eterna, con proclamarlo a los cuatro vientos, con decírselo al Arzobispo para que fueran expulsadas. Les ordenó que se acostaran advirtiéndoles que se tomarían medidas contra ellas.
Abrió otras puertas y, horrorizada, encontró escenas similares. Novicias y monjas, desnudas o semidesnudas, se abrazaban, se besaban, se manoseaban, se lamían, hurgaban los sitios más recónditos de sus cuerpos.
Trastornada, enfebrecida, encolerizada, abrió violentamente las puertas de todas las celdas y a grandes voces ordenó a las mujeres que salieran al pasillo tal como estaban.
De su celda, Sor Inés tomó las disciplinas que usaba para purgar sus pecados y, avanzando por el pasillo, golpeaba con ellas a todas las que, a ambos lados, arrimadas a las paredes, encontraba a su paso, sin sus hábitos o con ellos tratando de taparse.
Cuando se fue calmando, no sin antes haber azotado a muchas de ellas, ordenó que cada una se encerrara en su celda.
Una vez que el pasillo quedó vacío y en silencio, Sor Inés se encerró en la suya. Las manos le temblaban y un calor desconocido, unas sensaciones nunca sentidas le recorrían la espalda y, en suma, todo el cuerpo entero. Con la boca abierta notaba el temblor de sus labios.
Su cabeza era un caos, un torbellino de emociones encontradas. Algo insólito no sentido nunca le atormentaba: algo que no sabía definir.
Se acostó vestida con el hábito, temblando desde la punta de los pies hasta la nuca.
Las escenas vistas, el recuerdo de ella misma azotando sin piedad a sus hermanas se cruzaban por su imaginación desbocada. Escalofríos le recorrían la columna vertebral y el temblor no abandonaba su cuerpo ni su espíritu.
No comprendía cómo había podido llegar a tales extremos, aunque las faltas de sus hermanas fueran tan graves.
Una laxitud nunca sentida se apoderó de ella.
El sueño la venció al fin. Cayó en un sopor y los sueños, como un vendaval de emociones, poblaron su espíritu. Se veía de nuevo azotando a monjas y novicias sin discriminación y disfrutando de ello. La escena le producía cosquilleos y espasmos en el vientre.
Al fin, las imágenes se diluyeron en su cerebro y cayó en un profundo sueño reparador.
o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o
A la mañana siguiente, domingo, Sor Inés encabezó la fila para el rezo de maitines con una extraña sensación en su cuerpo y su mente.
Tras ella, monjas y novicias, avanzaban en silencio, cabizbajas. Ninguna de ellas levantó la cabeza durante los rezos en la capilla.
Fray Onésimo, oyó en confesión a las monjas. Cuando le llegó el turno a la abadesa, le preguntó si había averiguado algo a lo que contestó que no, sintiéndose culpable por la mentira. Nada había sucedido digno de mención.
Llegado el momento de la comunión, Sor Inés, le hizo una seña al fraile como que se encontraba indispuesta para recibirla.
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A partir de aquella noche, la Abadesa fue obedecida en todo lo que mandaba durante un tiempo. Ella mantenía ante el fraile que nada ocurría ya que había tomado las riendas de la comunidad: no se oía nada por las noches y todo empezaba a marchar de la mejor manera.
Sus hermanas iban aseadas, estaban atentas a los rezos y no habían vuelto a discutir. No tenía motivos de queja y se sentía satisfecha.
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Pasaron los días y una noche, la abadesa salió al pasillo. De una de las celdas salían risas y gemidos de nuevo: balbuceos, como quejidos, jadeos.
Abrió la puerta con firmeza y encontró juntas a dos monjas tumbadas en la litera, semidesnudas, abrazadas una sobre otra, besándose y acariciando sus cuerpos. Les obligó a salir de la celda y llamó al resto de las hermanas. Todas se colocaron a ambos lados del pasillo con la espalda apoyada en la pared.
Algunas salían de la celda de otras, a medio vestir. A las primeras que sorprendió, les ordenó que, tal como estaban, sin ropa, se colocaran en el centro. Mandó a las que no estaban decentemente vestidas que se pusieran también junto a las primeras.
Sin vacilar un punto, se dirigió a su propia celda de la que volvió con las disciplinas en la mano agitándolas en el aire. Dijo a las infractoras,--ocho en total --, que se colocaran frente a frente, juntas.
Avanzando por el pasillo, primero una fila y más tarde la otra, fue recorriendo una a una a las monjas y novicias, azotando sus culos, uno a uno veinte veces.
Mientras esto hacía, extrañas sensaciones le acometían; una a modo de satisfacción invadía su cuerpo y su mente, dándose cuenta de que algo en la acción de los azotar a sus hermanas le producía un gran placer: se regodeaba con el color que iban adquiriendo sus traseros por efecto de los azotes.
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De tiempo en tiempo, la escena se repetía con variantes.
Sor Inés se hizo de un pequeño látigo y una regla de dura madera de haya que utilizaba a su entera discreción sin que en la grey se alzara voz alguna de protesta.
En ocasiones, cuando el castigo era en presencia de todas las monjas, algunas risas ahogadas se escuchaban por parte de las más jóvenes.
Otras veces, el castigo se producía en la intimidad de la celda de Sor Inés. Después de azotar con firmeza a las infractoras, le rendía la ternura y las abrazaba, las besaba y acariciaba su enrojecido culo mientras ellas descansaban la cabeza sobre su pecho, llorando blandamente.
Cuando el castigo era en privado, prefería hacerlo sólo con la mano.
La paz reinaba en el convento y se veían resplandecer los rostros de la mayoría.
Durante el día, se ocupaban con diligencia en la cocina, en el huerto, haciendo dulces, etc.
En la noche, las idas y venidas de unas celdas a otras, eran más que frecuentes. Los castigos se sucedían casi a diario. Siempre había alguna que había cometido una pequeña falta y Sor Inés sospechaba que lo hacían a propósito.
No faltaban las visitas a la celda de la propia Abadesa donde se escuchaban los mismos sonidos que en las otras.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
A Fray Onésimo, jamás le dijo nada de lo que pasaba entre aquellas paredes. Sólo le contaba lo bien que marchaban las cosas. A esto, él felicitaba a la Abadesa por haber encauzado a las hermanas y lograr la paz y el bienestar para ellas, y para el convento a mayor gloria de Dios.
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La Abadesa llegó a una provecta edad antes de rendir cuentas ante su Creador con el cariño y la devoción de sus hermanas.
F I N
Escrito en el año del Señor de 2.005.
Hoy, 12 de Octubre del año del Señor de 1.492, reinando sus Católicas Majestades Doña. Isabel y D. Fernando, la anciana Abadesa, tras larga y penosa enfermedad, habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Extremaunción, ha entregado su alma al Supremo Hacedor.
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Esa noche, las hermanas velaron y rezaron por su querida madre abadesa que había pasado a mejor vida.
A la mañana siguiente, Fray Onésimo ofició la misa de réquiem acompañada por los cánticos de todas las hermanas y, en su homilía, ensalzó las virtudes de la difunta madre.
Pasado un día de rezos, como exigían las reglas, se reunieron a votar para nombrar nueva abadesa todas las hermanas -- exceptuando las novicias--
En ello estaban cuando llegó un emisario del Arzobispo con una misiva. En ella, se leía lo siguiente:
"Queridas hijas en Cristo nuestro Señor:
Conocido el fallecimiento de nuestra hija, Sor Lucía del Justo Nombre de Jesús, he decidido que sea nombrada Madre Abadesa del convento mi sobrina Sor Inés que se presentará allí en la mañana del domingo después de maitines.
Confiando en vuestra obediencia y caridad, quedad con Dios nuestro Señor y con mi bendición.
Firma y sello ut supra.
El asombro se dibujó en las caras de las hermanas: era harto irregular aquella imposición. Las Reglas de la Orden establecían claramente las normas que regulaban el nombramiento de la nueva abadesa. Sin embargo, el mandato no admitía interpretación ni discusión alguna. Debían acatarla sin la menor vacilación o discrepancia: el obispo ordenaba y debía ser obedecido.
Como anunciaba la carta de Su Ilustrísima, la mañana del domingo, después de maitines, en una severa carroza negra, llegó Sor Inés: envuelta en su blanca capa. Se dirigió a la entrada del convento donde se encontraban todas las hermanas, incluidas las novicias, esperando su llegada. Fue recibida con deferencia y acompañada hasta la celda destinada a ella.
El asombro y cierto enojo se reflejaba en sus rostros; Sor Inés, que no tendría más allá de los 21 años , con ojos en los que se reflejaba un cierto temor, no dejaba de mirar a uno y otro lado como buscando donde esconderse.
La dejaron sola en la celda y se retiraron murmurando contra aquella imposición tan absurda.
Sor Inés, sin fuerzas para pensar en la tarea impuesta por su tío y a la que trató de negarse sin éxito, se acostó a descansar aunque sólo fueran unos minutos.
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Pasaron varias semanas y aquello era peor de lo que se había temido. Las monjas no hacían caso a sus indicaciones; ni siquiera las novicias.
Cada domingo, Fray Onésimo pasaba por el convento para oír las confesiones de las que lo habitaban. Sor Inés no le decía nada del tormento que estaba pasando. Al fin y al cabo, en la confesión no tenía porque hablar de ello puesto que no se trataba de pecados o faltas suyas.
Alguna noche de insomnio, paseando por el corredor, escuchaba risas y murmullos apagados que trascendían las puertas de algunas celdas. Inquieta, no sabía que pensar de aquello.
Aún pasaron dos semanas más cuando se atrevió a contarle al fraile lo que ocurría y lo referente a los ruidos que escuchaba algunas noches en las celdas de las monjas.
Él la amonestó severamente por soltar las riendas de la situación y no saber manejar a sus hermanas. Ella era quién debía mantener el orden y la disciplina en el convento y hacer cumplir las reglas con todo rigor. En cuanto a los ruidos nocturnos no sabía qué pensar: Sor Inés debería vigilar y enterarse de lo que en las celdas ocurría a unas horas en que todo debería estar en silencio. Ella prometió que así lo haría y le informaría de lo que descubriera.
Noche tras noche, procurando no hacer ruido, paseaba arriba y abajo por el pasillo, aguzando el oído para tratar de enterarse de lo que ocurría en el interior de las celdas de donde procedían los sonidos.
Algunas veces, oía risas apagadas y murmullos; otras, jadeos que no sabía identificar.
Seguían pasando los días y no avanzaba en su investigación.
Todos los domingos, Fray Onésimo le preguntaba por sus averiguaciones a lo que ella contestaba que, desde el corredor, no conseguía saber que ocurría en el interior de las celdas. Además, no sólo era eso: la abadesa le confió que no lograba hacerse obedecer.
Cada monja iba por su lado, holgazaneando, durmiendo en los rezos, robando en la cocina, yendo desaliñadas e incluso, riñendo entre ellas por el asunto más baladí.
Fray Onésimo se enfurecía y le recriminaba su falta de autoridad que, por todo lo oído, redundaba en perjuicio de la buena marcha de la comunidad. A él le preocupaba todo: la falta de disciplina de las monjas y lo que pasaba en las celdas durante la noche. Ordenó, irritado, a Sor Inés que tomara medidas en todos los sentidos o se lo comunicaría a su tío el Arzobispo. Incluso, le ordenó que entrara en alguna de aquellas celdas de las que procedían los sonidos y se enterara directamente de lo que allí ocurría. Tenía autoridad para hacerlo en beneficio de la comunidad. No debería dejar pasar ni un día más sin averiguarlo. Ella asintió y prometió hacerlo.
Sin valor para cumplir su promesa, aún pasaron varios días hasta que, haciendo acopio de valor, la noche del sábado entró sin aviso en una de las celdas.
Lo que presenció le heló la sangre y a punto estuvo de caer al suelo desvanecida por la impresión. Dos novicias, totalmente desnudas, intercambiaban besos mientras se azotaban mutuamente en las nalgas y la espalda con las manos y unas cuerdas entre risas hasta que se dieron cuenta de la presencia de Sor Inés.
Sorprendidas por la abadesa, las dos jóvenes trataban sin éxito de tapar su desnudez.
En tanto, Sor Inés, petrificada, no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Sin reaccionar, seguía allí, sujetando la puerta con una mano y sin dejar de mirar la escena como hipnotizada.
Al fin, pudo articular unas palabras que le sonaron como dichas por otra persona: salían de sus labios atropellada e incoherentemente.
Las amenazó con la condenación eterna, con proclamarlo a los cuatro vientos, con decírselo al Arzobispo para que fueran expulsadas. Les ordenó que se acostaran advirtiéndoles que se tomarían medidas contra ellas.
Abrió otras puertas y, horrorizada, encontró escenas similares. Novicias y monjas, desnudas o semidesnudas, se abrazaban, se besaban, se manoseaban, se lamían, hurgaban los sitios más recónditos de sus cuerpos.
Trastornada, enfebrecida, encolerizada, abrió violentamente las puertas de todas las celdas y a grandes voces ordenó a las mujeres que salieran al pasillo tal como estaban.
De su celda, Sor Inés tomó las disciplinas que usaba para purgar sus pecados y, avanzando por el pasillo, golpeaba con ellas a todas las que, a ambos lados, arrimadas a las paredes, encontraba a su paso, sin sus hábitos o con ellos tratando de taparse.
Cuando se fue calmando, no sin antes haber azotado a muchas de ellas, ordenó que cada una se encerrara en su celda.
Una vez que el pasillo quedó vacío y en silencio, Sor Inés se encerró en la suya. Las manos le temblaban y un calor desconocido, unas sensaciones nunca sentidas le recorrían la espalda y, en suma, todo el cuerpo entero. Con la boca abierta notaba el temblor de sus labios.
Su cabeza era un caos, un torbellino de emociones encontradas. Algo insólito no sentido nunca le atormentaba: algo que no sabía definir.
Se acostó vestida con el hábito, temblando desde la punta de los pies hasta la nuca.
Las escenas vistas, el recuerdo de ella misma azotando sin piedad a sus hermanas se cruzaban por su imaginación desbocada. Escalofríos le recorrían la columna vertebral y el temblor no abandonaba su cuerpo ni su espíritu.
No comprendía cómo había podido llegar a tales extremos, aunque las faltas de sus hermanas fueran tan graves.
Una laxitud nunca sentida se apoderó de ella.
El sueño la venció al fin. Cayó en un sopor y los sueños, como un vendaval de emociones, poblaron su espíritu. Se veía de nuevo azotando a monjas y novicias sin discriminación y disfrutando de ello. La escena le producía cosquilleos y espasmos en el vientre.
Al fin, las imágenes se diluyeron en su cerebro y cayó en un profundo sueño reparador.
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A la mañana siguiente, domingo, Sor Inés encabezó la fila para el rezo de maitines con una extraña sensación en su cuerpo y su mente.
Tras ella, monjas y novicias, avanzaban en silencio, cabizbajas. Ninguna de ellas levantó la cabeza durante los rezos en la capilla.
Fray Onésimo, oyó en confesión a las monjas. Cuando le llegó el turno a la abadesa, le preguntó si había averiguado algo a lo que contestó que no, sintiéndose culpable por la mentira. Nada había sucedido digno de mención.
Llegado el momento de la comunión, Sor Inés, le hizo una seña al fraile como que se encontraba indispuesta para recibirla.
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A partir de aquella noche, la Abadesa fue obedecida en todo lo que mandaba durante un tiempo. Ella mantenía ante el fraile que nada ocurría ya que había tomado las riendas de la comunidad: no se oía nada por las noches y todo empezaba a marchar de la mejor manera.
Sus hermanas iban aseadas, estaban atentas a los rezos y no habían vuelto a discutir. No tenía motivos de queja y se sentía satisfecha.
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Pasaron los días y una noche, la abadesa salió al pasillo. De una de las celdas salían risas y gemidos de nuevo: balbuceos, como quejidos, jadeos.
Abrió la puerta con firmeza y encontró juntas a dos monjas tumbadas en la litera, semidesnudas, abrazadas una sobre otra, besándose y acariciando sus cuerpos. Les obligó a salir de la celda y llamó al resto de las hermanas. Todas se colocaron a ambos lados del pasillo con la espalda apoyada en la pared.
Algunas salían de la celda de otras, a medio vestir. A las primeras que sorprendió, les ordenó que, tal como estaban, sin ropa, se colocaran en el centro. Mandó a las que no estaban decentemente vestidas que se pusieran también junto a las primeras.
Sin vacilar un punto, se dirigió a su propia celda de la que volvió con las disciplinas en la mano agitándolas en el aire. Dijo a las infractoras,--ocho en total --, que se colocaran frente a frente, juntas.
Avanzando por el pasillo, primero una fila y más tarde la otra, fue recorriendo una a una a las monjas y novicias, azotando sus culos, uno a uno veinte veces.
Mientras esto hacía, extrañas sensaciones le acometían; una a modo de satisfacción invadía su cuerpo y su mente, dándose cuenta de que algo en la acción de los azotar a sus hermanas le producía un gran placer: se regodeaba con el color que iban adquiriendo sus traseros por efecto de los azotes.
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De tiempo en tiempo, la escena se repetía con variantes.
Sor Inés se hizo de un pequeño látigo y una regla de dura madera de haya que utilizaba a su entera discreción sin que en la grey se alzara voz alguna de protesta.
En ocasiones, cuando el castigo era en presencia de todas las monjas, algunas risas ahogadas se escuchaban por parte de las más jóvenes.
Otras veces, el castigo se producía en la intimidad de la celda de Sor Inés. Después de azotar con firmeza a las infractoras, le rendía la ternura y las abrazaba, las besaba y acariciaba su enrojecido culo mientras ellas descansaban la cabeza sobre su pecho, llorando blandamente.
Cuando el castigo era en privado, prefería hacerlo sólo con la mano.
La paz reinaba en el convento y se veían resplandecer los rostros de la mayoría.
Durante el día, se ocupaban con diligencia en la cocina, en el huerto, haciendo dulces, etc.
En la noche, las idas y venidas de unas celdas a otras, eran más que frecuentes. Los castigos se sucedían casi a diario. Siempre había alguna que había cometido una pequeña falta y Sor Inés sospechaba que lo hacían a propósito.
No faltaban las visitas a la celda de la propia Abadesa donde se escuchaban los mismos sonidos que en las otras.
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A Fray Onésimo, jamás le dijo nada de lo que pasaba entre aquellas paredes. Sólo le contaba lo bien que marchaban las cosas. A esto, él felicitaba a la Abadesa por haber encauzado a las hermanas y lograr la paz y el bienestar para ellas, y para el convento a mayor gloria de Dios.
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La Abadesa llegó a una provecta edad antes de rendir cuentas ante su Creador con el cariño y la devoción de sus hermanas.
F I N
Escrito en el año del Señor de 2.005.
7 comentarios
Miyinalouzo -
Pavoguze -
loreto -
pablo -
Eduard -
Bye
Jano -
Nada más lejos de mi condición de spanker hombre.
La imaginación que nos juega éstas pasadas a veces.
Esó sí: tengo la certeza de que en algunos comventos y algunas épocas, se han dado semejantes conportamientos.
Me alegro de que te haya gustado.
Jano.
Tane -