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Relatos de azotes

Lecciones de educación

Autor: Xesc

El radio despertador marcaba las diez de la mañana, y el sol se filtraba por la estrecha rendija de una persiana de la amplia habitación, cuando Estefanía abrió tímidamente los ojos, cansada y resacosa por la juerga del día anterior que había terminado bien entrada la madrugada. Molesta por los rayos de sol que le laceraban la vista volvió a cerrar los párpados, se dio media vuelta en la cama e intentó conciliar el sueño de nuevo, pero a la primera vuelta le siguió otra, y otra más, acercándola más a un inevitable estado de vigilia, al tiempo que Morfeo se mostraba cada vez menos dispuesto a recibirla de nuevo en sus brazos. Por otro lado, el intenso calor canicular del mes de agosto, junto con la asfixiante humedad que saturaba el aire barcelonés, hacían que sus vanas tentativas de conciliar el sueño sólo le reportaran un notable aumento de la secreción de sus glándulas sudoríparas. Precisamente, toda la humedad que empapaba su piel hacía que el breve y fino camisón de satén que la cubría se ciñese cada vez más a las sinuosas curvas de su generosa anatomía. Pero la humedad no sólo estaba presente en la tela satinada, también su entrepierna se estaba mojando por momentos, pues su cada vez más despierta mente se estaba yendo por derroteros bastante excitantes. Y es que la noche no había sido tan maravillosa como ella esperaba, y el guaperas de Toni había pasado olímpicamente de ella, sucumbiendo a los encantos de su -hasta ese momento- amiga Susana, a la que ahora Estefanía dedicaba apelativos tan cariñosos como zorra o pendón desorejado, por no citar otros sinónimos de mayor contundencia. Poco a poco dejó a un lado la deplorable imagen de Susana abrazada como una boa constrictora a Toni, y se concentró en otra mucho más sugerente del mismo. Desde luego la guarra de Susana no tenía mal gusto, pues el objeto de su conquista era el sueño de cualquier chica que no estuviera ciega: pelo negro azabache, ojos verdes, labios carnosos y sensuales, espaldas y hombros de atleta, cintura estrecha pero musculosa, terminada en un culito perfectamente redondeado y unas piernas que se intuían más que recias. Todo esto unido a un indiscutible “savoir faire” (sobretodo con el sexo femenino), una cultura más que aceptable, y su simpatía rebosante, virtudes todas ellas que lo hacían irresistible para toda hembra. Caliente como estaba por fuera y por dentro y sabedora de los efectos relajantes de un buen polvo o, en su defecto, de una buena paja, Estefanía deslizó su mano derecha hasta la entrepierna, donde un dedo experto no tardó en localizar y posarse en el punto álgido del placer: el clítoris. Con suave pero constante vaivén fue acariciando el erecto órgano, penetrando ocasionalmente en la inundada cavidad que lo rodeaba como si fuera un pequeño islote en medio de un mar de ocres aromas. Mientras el dedo hacía diestramente su labor, la mano libre se posó sobre las prominentes colinas formadas por sus majestuosos pechos, coronadas por las puntiagudas protuberancias de sus pezones. Así, con una mano explorando la empapada vagina y la otra alternando ora un seno ora el otro, Estefanía se masturbaba ceremoniosamente, ajena a todo lo que no fuera su placer.
Sin embargo, cuando estaba a punto de librarse a un profundo y placentero orgasmo, su concentración se vio truncada por unos intensos y desagradables ruidos procedentes del patio de luces, del que tan solo la separaba la ventana de su habitación. Intentó en vano volver a enfocar la agradable imagen origen de su excitación, pero su mentes se negó en redondo a pensar en otra cosa que no fuese el taladro cuyo desagradable chirriar parecía querer perforarle el cerebro. Cansada y visiblemente malhumorada, optó por levantarse de la cama y tomar una buena ducha relajante.
Una vez liberada del sudor que empapaba todo su cuerpo se secó con una toalla y, desnuda, se dirigió a su habitación, sin preocuparle lo más mínimo que algún vecino la pudiera ver tal como su madre la trajo al mundo. Resignada del todo a no poder dormir, decidió vestirse lo más cómoda y fresca posible para pasar un tranquilo y apacible día en casa, disfrutando del “dolce fare niente” que dirían en Italia, tierra de uno de sus innumerables ligues. Así pues, se puso unas delicadas braguitas azul claro de nylon, pequeñas y transparentes como a ella le gustaban, resaltando y cubriendo a penas unas nalgas respingonas, no muy grandes pero bien redondeadas y firmes; al fin y al cabo, tenía sólo 20 añitos recién cumplidos, y pasaba un buen número de horas en el gimnasio, por no hablar de sus salidas a esquiar muchos fines de semana. Encima de tan breve prenda tan solo un corto vestido blanco, entallado en la cintura y ceñido a unos erguidos pechos juveniles, asomando descarados y vivaces por un profundo escote; la falda de vuelo, pues le gusta andar sin que tal parte de su indumentaria estorbara su andar vivaz y saltarín. Como de costumbre no se puso ningún tipo de sostén que oprimiera sus gráciles senos que parecían contradecir, desafiantes y altivos, la ley de la gravedad; tan solo en pleno invierno los usaba, y no siempre. Una vez vestida, se calzó sus cómodas zapatillas de andar por casa –con algo de tacón, ¡faltaría más!- y se dirigió a la cocina a prepararse un opíparo desayuno, energético pero bajo en grasas, para empezar el día con las pilas bien cargadas.
Por la ventana abierta de la cocina pudo ver con claridad a los culpables de su desasosiego: un par de hombretones rudos y sudados que colgaban de un andamio en el patio de luces. El mayor de ellos era más bien grueso pero al mismo tiempo extremadamente robusto, pues su fornido pecho sobrepasaba en dimensiones a una nada despreciable barriga; su compañero, algo más joven, lucía un físico más atlético, pero casi igual de recio. Vestían ambos sendas camisetas imperio que mostraban sus abombados pectorales y sus musculosos brazos, unidos al tronco por hercúleos hombros. Al principio Estefanía no les prestó demasiada atención, tan solo una soberbia y desafiante mirada de desprecio al notar sus ojos clavados en sus nalgas, ligeramente visibles al agacharse, pero acabó por encontrarlos incluso sexys, a pesar de su aspecto brutal y desaliñado.
-Qué curioso –pensó-, no se parecen en nada a mi prototipo de hombre ideal (tipo Toni, el clásico guaperas bien vestido, aseado y perfumado, de rostro bien afeitado y suave como el culito de un bebé), y sin embargo me están poniendo cachonda por momentos.
Tal vez fuera precisamente por ese contraste o por que le recordaban a su severo padre (sobretodo el mayor), o simplemente porqué todavía persistía el picor en la entrepierna, pero el caso es que no pudo evitar imaginar como sería un polvo con uno de aquellos hombretones (¡o con los dos, porqué no!). Con esta idea dándole vueltas por la cabeza se tomó un buen vaso de zumo de naranja y se zampó un par de rebanadas de pan integral, una con jamón York y la otra con queso fresco; y para rematar el desayuno un poco de leche fresca (¡desnatada, “of course”!). Una vez llenado el buche se dirigió de nuevo a su habitación, bamboleando provocativamente la sugestiva grupa ante la atenta mirada de los obreros, que no se perdían detalle. Del cajón del tocador de la estancia cogió un cepillo de madera para el pelo, se sentó en un taburete frente al espejo y empezó a cepillarse pausadamente la larga melena rubia de la que tan orgullosa se sentía. Como quiera que el ruido persistía e incluso aumentaba, decidió que lo mejor sería poner algo de música, y que mejor que algo de “dance”, así le parecería que seguía en la discoteca de la que había salido unas horas antes. Y para no oír el ruido de los golpes y el taladro, la puso a toda pastilla. Dejó el cepillo sobre la mesita de noche y se tumbó de bruces en la cama a hojear una revista del corazón.
Al cabo de unos minutos durante los cuales hasta las paredes retumbaban –y no precisamente por culpa de los golpes-, pudo oír unas voces masculinas que le gritaban:
-¡Niña! ¡Baja ya ese ruido, que nos vas a romper los tímpanos!
-¿Qué ruido ni qué leches?-respondió airada la muchacha- . Esto que suena es la mejor música de discoteca del momento. ¡Que no os enteráis, carrozones!
-¡Llámale como quieras, pero bájalo de una puta vez, que no estamos en una discoteca! –le espetó el mayor de los trabajadores.
Estefanía no solo hizo caso omiso de la petición, sino que subió aún más el volumen de su equipo, luego se acercó a la ventana y, con un gesto obsceno que daba énfasis a sus palabras, les gritó:
-¡Que os folle un pez! ¡A mí ya no me da órdenes ni mi padre!
Dicho esto, se dio media vuelta con aire triunfal y se lanzó de nuevo de bruces sobre la cama, de tal modo que la falda del vestido se le subió ligeramente, dejando a la vista el inicio del ebúrneo nalgamen y algo de la tela azul de sus braguitas; de este modo siguió con la despreocupada lectura, sin imaginar que su ofensa no iba a quedar impune.
Los albañiles, ambos padres de familia y algo chapados a la antigua, no estaban dispuestos a tolerar que una niñata malcriada les faltara al respeto. Ambos tenían hijas adolescentes, y semejante conducta hacia su padre o su madre les hubiera costado una buena tunda, sobretodo en casa del mayor de ellos, pues su correa visitaba con relativa frecuencia las desnudas posaderas de su prole, dos chicas y un chico, a veces por faltas menos graves que la irrespetuosa conducta de Estefanía. Y no es que los padres de ésta hubieran sido excesivamente blandos con ella o con su hermana mayor, pero ya llevaba casi un año viviendo fuera de casa y no recordaba las severas azotainas recibidas de niña y de no tan niña (la última se la dio su padre con 18 años recién cumplidos, por llegar tarde a casa y con una borrachera considerable). Por esta razón, y a la vista de que con semejante maleducada no valían las buenas palabras, los dos operarios coincidieron enseguida en que a la chica le hacía falta un buen escarmiento, y enseguida se pusieron de acuerdo en el modo de actuar.
El andamio se encontraba ubicado en la misma fachada que la ventana del comedor del piso de Estefanía, apenas unos metros más arriba, y dada su sujeción con un sistema de ascenso y descenso, no les supuso ningún problema acceder al apartamento, más teniendo en cuenta que las ventanas estaban abiertas de par en par. Sin que la chica se enterara de nada a causa del elevado volumen de la música, entraron en su habitación y desconectaron el equipo de sonido. En ese momento se dio cuenta Estefanía de su presencia, levantándose de un brinco de la cama y encarándose decididamente a un par de individuos que le sacaban un palmo de altura y dos de anchura.
-Pero ¿qué os habéis creído? ¡Largaros inmediatamente de mi casa sino queréis que llame a la policía!
-Mira mocosa –le respondió el mayor- tengo edad para ser tu padre, así que háblame con respeto o te arrepentirás de lo que dices.
-Tú no eres nadie para darme órdenes, y no tienes cojones para hacer que me arrepienta de nada, así que ¡vete a tomar por culo!
Sin que Estefanía tuviera tiempo de reaccionar, aquel tipo la agarró de la muñeca y, con la facilidad que le daba su enorme fuerza y una cierta práctica en estos menesteres, se sentó en una silla y la hizo caer sobre su regazo; le sujetó firmemente ambas manos a la espalda con una sola de sus enormes manazas, inmovilizándola casi completamente. La pobre chica se revolvía e intentaba huir, pero pronto tuvo la certeza de que nada podía hacer por librarse de la férrea llave. Ante la atenta y cómplice mirada de su colega, el verdugo levantó lentamente la falda de su víctima, dejando al descubierto dos perfectas medias lunas cuya redondez se veía más que intuía bajo la breve y tenue tela azul de sus braguitas.
-Mira nenita –le dijo-, te crees una mujercita con muchas agallas, pero no eres más que una mocosa maleducada, y el mejor medio para enseñarte modales van a ser unos buenos azotes. Y luego, si alguien toma por el culo serás tú misma, pues te vamos a follar por todos tus agujeros para demostrarte si tenemos cojones o no. Supongo que no es la primera vez que te dan una azotaina, pero esta visto que hace demasiado tiempo que nadie te calienta tu culito de muñeca, y hoy vas a aprender una lección que nunca olvidarás.
Dicho esto, empezó a palmear enérgicamente las expuestas nalgas con su mano derecha, una mano curtida y encallecida por el trabajo físico al aire libre. PLAF, PLAF, PLAF… los azotes resonaban nítidamente en la habitación, ahora silenciosa, interrumpidos tan sólo por los gritos y sollozos de la muchacha, que pataleaba y contraía el trasero en un vano intento de mitigar el intenso dolor. Recordaba las zurras recibidas de su madre y de su padre, pero ni punto de comparación con la paliza que le estaba sacudiendo aquel bruto, cuyas manos no parecían ser de carne y hueso, sino de recia madera.
-¡Ay! ¡Uy! ¡Para ya! ¡Uhaoooo! ¡Me haces daño, animal! ¡Aaaaargh! ¿Estás loco o qué? Te denunciaré por violación. ¡Aaaaaaay! Y por allanamiento de morada.¡Auch!
Pero nada que pudiera hacer o decir hacía mella en el espíritu de su castigador, más que decidido a cumplir con sus promesas, y así se lo hizo saber a Estefanía:
-Entre la paliza que te vamos a dar y la enculada que te espera después, vas a estar un mes sin poder sentarte. Y no intentes escapar o rebelarte porqué será peor, si es necesario te ataremos.
Al tiempo que decía esto, cogía el elástico superior de las finas braguitas y las hacía descender hasta el inicio de los muslos de su víctima, dejando totalmente a la vista dos coloradas medias lunas. Prosiguió la rítmica azotaina unos minutos más y entonces hizo una pausa que Estefanía interpretó como el final de su suplicio, pero enseguida descubrió cuán equivocada estaba, al oír la voz de su verdugo hablando con su compañero:
-Esta zorra necesita un buen escarmiento y se lo voy a dar, aunque tenga que arrancarle la piel del culo a tiras, así aprenderá a respetar a las personas, especialmente si son mayores que ella. ¡Pepe! ¡Pásame el cepillo que hay en la mesita de noche!
Su compañero le alcanzó el recio cepillo de madera y, con tal implemento firmemente agarrado de la mano, reanudó con renovado vigor la interminable paliza, arrancando aullidos de dolor de la garganta de Estefanía, que pataleaba y lloraba como lo haría una chiquilla en su misma situación. Pero eso no ablandó el corazón de aquel hombre, y mucho menos su brazo, que no cesó de azotar con todas sus fuerzas las desnudas cúpulas, cuyo color púrpura fue dejando paso al morado.
Cuando por fin cesó el chaparrón de golpes, Estefanía notó que la presa que la inmovilizaba se aflojaba hasta dejarla libre; enseguida se dejó caer al suelo enmoquetado, sobre cuya ebúrnea superficie resaltaba el intenso color escarlata de sus maltrechas asentaderas. Tumbada bocabajo se agarraba y frotaba alternativamente ambas nalgas, con tal entusiasmo que parecía querer sacarles brillo (más aún, si cabe). Así se quedo un par de minutos ajena a otra cosa que no fuera tratar de aliviar el intenso escozor de su retaguardia, sin saber de los planes que se estaban acabando de gestar a sus espaldas.
El mayor de los trabajadores cogió a Estefanía con sus fuertes brazos, levantándola en vilo del suelo, y ésta –sorprendida- no reaccionó hasta encontrarse tumbada de bruces sobre su cama, con todo el peso del hombre sobre su cintura y espalda, impidiéndole toda fuga. Mientras esto sucedía, el albañil más joven se hacía con un par de medias de Estefanía, sacándolas del cajón en donde ésta guardaba su exquisito y variado repertorio de lencería íntima. En un santiamén le ató con ellas las manos a la cabecera de la cama, primero la derecha y luego la izquierda, una a cada extremo de aquélla. Posteriormente le ató las dos piernas unidas por los tobillos, valiéndose para ello de su propio cinturón e impidiendo que la chica se defendiera a patadas. Acto seguido la sujetó por los pies, permitiendo así a su compañero que se levantara de la cama. Una vez de pié se desabrochó el cinturón, se lo quitó y lo dobló por la mitad, al tiempo que se dirigía a su compañero:
-Pepe, sujétala bien porqué ahora va a ver quién soy yo con una correa en la mano, voy a zurcirle su redondo culito de bailarina a base de cintazos.
Estefanía se debatía inútilmente sobre la cama, consiguiendo tan solo que el corto vestido descubriera la totalidad de la superficie de sus maltratadas nalgas, aún encarnadas por efecto de la reciente tunda. De improviso un dolor especialmente agudo laceró de nuevo su popa, de babor a estribor: aquél animal la estaba azotando con todas sus fuerzas, y a juzgar por el impacto la correa era de un grosor y una amplitud considerables. Las franjas violáceas iban cubriendo el lienzo de las rojizas cachas, separadas entre sí al principio, pero luego confundiéndose en una amalgama de trazos horizontales y casi paralelos.
Más de cuarenta veces cruzó el cuero el culo desnudo antes de interrumpir su labor, pero tal interrupción no supuso en absoluto el cese de las hostilidades, sino tan solo una nueva pausa que aprovecharon los dos hombres para reorganizarse e intercambiar funciones. Ahora el más corpulento pasó a sujetar a la chica sobre la cama, mientras el otro cogía un par de cojines de un sillón cercano y los colocaba bajo el vientre de Estefanía, quedando así con el cuerpo bellamente arqueado y el torneado culo alzado y aún más expuesto. Una vez preparada lo mejor posible la diana, decidió hacerse con el necesario dardo, y la elección cayó sobre una de las lindas zapatillas de la muchacha, azules, con el empeine de piel y la suela de rígido cuero, todo ello de la mejor calidad. La sujetó firmemente por el tacón y con la suela empezó a hacer brincar las ancas de Estefanía para rematar la faena, sacudiendo más de un centenar de veces las castigadas medias lunas, que más que asemejarse al pálido satélite recordaban más un rojizo sol crepuscular dividido en dos hemisferios casi totalmente simétricos.
Desde luego, una simple zapatilla –aunque sea de suela de cuero rígido- no es un instrumento muy severo, y menos para un trasero adulto aunque juvenil, pero ahora llovía sobre mojado y la nueva tanda de azotes acabó por romper la poca resistencia que a Estefanía le pudiera quedar, y acabó rompiendo a llorar a lágrima viva, perdiendo definitivamente cualquier compostura residual y dejando de oponer resistencia de ningún tipo al trato vejatorio que estaba sufriendo, y cuya peor parte aún estaba por llegar. Su recién estrenado castigador dejó la zapatilla en el suelo y se quitó pantalones y calzoncillos, exhibiendo en todo su esplendor una erecta verga de unos veinte centímetros, surcada de inflamadas venas y coronada por un terso glande que parecía la cima y el cráter de un volcán a punto de entrar en erupción. Con el enhiesto mástil emergiendo del océano de vello de su vientre desnudo, se arrodilló en la cama detrás de Estefanía, agarrando con ambas manos la carnosa y ardiente grupa y separando sus dos mitades para dejar a la vista el prieto agujero marrón que ocupaba el centro del apretado valle. Se chupó el grueso índice, dejándolo bien empapado de saliva y con él se adentró en el estrecho conducto, lubricándolo con gesto de vaivén que lo dejó preparado para la visita de un intruso mucho más voluminoso. Retiró entonces el dedo y lo sustituyó por su erecta polla, cuyo congestionado capullo tuvo que vencer la resistencia del esfínter antes de dejar paso al resto del miembro viril, que se hundió totalmente y de una sola embestida en la cavidad, al tiempo que los hinchados cojones percutían sobre las coloreadas posaderas. Excitado como estaba por la azotaina propinada y por el resto de castigos presenciados, no tardó en eyacular, en medio de vigorosos espasmos de su bajo vientre y llenando la oquedad con su semen brotando a borbotones. Satisfecha su pasión se retiró de la acogedora guarida y cedió el puesto a su compañero.
Su colega se desnudó también de cintura hacia abajo, mostrando un rígido pene de longitud apenas superior al de su compañero, pero de un grosor descomunal. Se arrodilló frente a aquel apetecible culito que nada tenía que ver con el de la foca de su mujer, lo agarró por las caderas y lo levantó aún más para facilitar la introducción, que realizó sin ningún tipo de preámbulo, con lo cual obligó a Estefanía a chillar como un cerdo degollado. Grito que fue acallado con un imperativo “¡cállate puta!” y algunos sonoros cachetazos sobre el culo cuyo ano estaba destrozando sin compasión. Así, a base de azotes y embestidas brutales, fue bombeando la gruta que lo acogía muy a su pesar, hasta que se corrió con gran violencia, acabando de inundar de blanca leche el orificio.
Consumada su venganza, ambos trabajadores recuperaron sus ropas y se vistieron, desatando a continuación a Estefanía, que se quedó tendida e inmóvil sobre la cama, con el culo destrozado por fuera y por dentro y el ojete chorreando semen a borbotones. A modo de colofón se despidieron de la sollozante muchacha con un par de palmadas más sobre el trasero aún desnudo, una en cada nalga, al tiempo que el mayor de ellos le decía:
-Espero que esto te haya servido de lección, las perras como tú necesitáis que un buen macho os enseñe cual es vuestro lugar. Por otro lado, así también aprenderás a respetar al prójimo.
Sin prisa abandonaron la habitación, dirigiéndose y encaramándose de nuevo al andamio para terminar su labor. Totalmente exhausta y dolorida, Estefanía se quedó aún un buen rato acostada en la cama, sobándose las irritadas nalgas. No fue hasta pasados unos quince minutos que se levantó de la cama, se encaminó al cuarto de baño y allí se relajó con una tibia ducha, casi fría a la hora de regar las inflamadas cúpulas; se entretuvo un buen rato en limpiar a fondo el dilatado ano y acto seguido aplicó una generosa capa de crema hidratante sobre las ardorosas ancas, con un suave y pausado masaje que alivió considerablemente el escozor persistente.
El resto del día lo pasó leyendo y viendo la tele en el sofá, pero con un mullido cojín bajo el culo para poder sentarse con un poco de confort, con la humillación añadida de tener que soportar las irónicas miradas de los albañiles, que se reían de ella al verla retorcerse sobre el cojín. Por la noche, temprano (en cuanto los ruidos de la obra cesaron), se acostó en la cama, pero para poder conciliar el sueño tuvo que hacerlo bocabajo al no poder apoyar el culo sobre el rígido colchón.
Al día siguiente, al despertarse y levantarse de la cama, se sintió más aliviada, aunque no del todo pues sus posaderas aún lucían unos aparatosos moretones, que tardarían una semana en desaparecer completamente, el tiempo que permanecerían las dificultades para sentarse con comodidad. Por suerte su trabajo de azafata de congresos la obligaba a estar de pié, pero estuvo toda la semana sin aparecer por el gimnasio, para ahorrarse explicaciones en las duchas si sus compañeras veían los verdugones de su trasero.
Y aunque tal vez el palizón recibido no le enseñó buenos modales, al menos aprendió a no desafiar a un par de hombres rudos y curtidos por el trabajo físico.

7 comentarios

anonimo -

deliciosa la yegua

aneley -

me lindo debe ser pasar por todo eso, yo gozo cuando mis padres me azotan topdavia a mis edad de l8 años

Fer -

Es un excelente relato.

gavi -

esteeeeeee... psí Anónimo!... como fantasía me parece súper caliente... pero ya en la realidad... si no duele... va! jajaaaa!
saluditos

Anónimo -

bueno..disculpa la inpertinencia o la ingenuidad...pero hay chicas que le gustan tanto asi de duro??? No....yo me muero!!!!!!!! pero de miedo!

gavi -

Es uno de los relatos mas cachonos que he leído... me encantó!!
Felicidades para Xesc!

Anónimo -

deliciosooooooooooooooooooooo

yo quiero un hombreton asi!!!!

siempre y cuando despues me deje hacer lo q me de la gana... claro...