Blogia
Relatos de azotes

Encuentro en la primera fase

azotes, enema y sumisión

Autora: Anita Forever

¡Y fui a verte por fin! Tanto tiempo contando con ello, tanto tiempo esperándolo, tanto tiempo asumiendo que algún día ocurriría… y de pronto allí estaba, en un avión, esperando a aterrizar para verte aparecer. Sabía que te reconocería, te lo había avisado, pero, aun así, tú quisiste que alguno de los dos llevara un distintivo; “está bien, una flor en tu ojal servirá”, te dije yo, pero no, me hiciste llevar un collar pegado al cuello, porque, dijiste, y yo no te entendí, así me reconocería todo el mundo.

Y aterricé en la Gran Ciudad; sin saber qué iba a encontrar, asumiendo todo el riesgo de no conocernos, de no amarnos, de… aún no saber si nos deseábamos. Pero aterricé. Y ese fue mi fin.

Nos reconocimos al instante. Me llevaste a mi hotel. Me invitaste a una copa y me dejaste tiempo para dejar de ser una pasajera desconocida y volver a ser quien te hizo pagarle el vuelo a una extraña. Pero aún no era yo. Cenamos, charlamos, salimos, bebimos, jugamos… y volvimos a empezar.

Cuando regresábamos al hotel, tú me preguntaste por tu… odiado hábito de fumar. Por mi… amado hábito de fumar. Querías saber si lo había dejado, si había conseguido llegar por mí misma a la conclusión de cuán grande era la zanja que cavaba en mi propio jardín cada vez que encendía un cigarrillo, pero no era tan fácil. Y tú contabas con ello.

Y, por primera vez, te vi serio, adusto, sin intención de sonreír, queriendo que yo sintiera lo que estaba sintiendo; que te había fallado, y que había metido la pata. Y si metía la pata, pagaba las consecuencias… Y yo, a pesar de las largas conversaciones previas… no sé si lo sabía.

La habitación era sencilla. Una cama, una mesita de noche con teléfono, mando a distancia para la televisión, folletos ¡y cenicero!, escritorio con papel de cartas y silla, y cuarto de baño completo. Y un sillón. Sin brazos. Perfecto para que tú te sentases en él y me invitases a acompañarte. Y yo, inocente, caí en la trampa. Me preguntaste si ya me había dado cuenta de lo que había hecho mal. Contesté que no. Me recordaste que hay algunas faltas que nunca prescriben. Y seguí sin entenderte… hasta que me aferraste entre tus brazos y me volteaste sobre mí misma. Sin darme cuenta de cómo, me vi desprotegida bajo tu rígido abrazo, olvidada toda amistad, toda simpatía, todo desconocimiento mutuo. No podía creerlo, aún no podía creerlo…

- ¡Ay! ¡Pero, ¿qué te crees que estás haciendo?!
- ..........
- ¡Ay! ¡Ayyyy! ¡Ayyyyyyyy!
- Deja las manos quietas.
- ¡Para! ¡Para! ¡Ya! ¡Para!
- ..........
- ¡Pero… pero… pero! ¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!
- ..........
- ¡No me cojas las manos! ¡Suelta!
- ……….
- ¡Paraaaaaaaaaa! ¡Por favooooooor!

Me habías puesto sobre tus rodillas y habías comenzado a azotarme tal cual, sin avisos, sin amenazas, sin desnudos… sin cita previa, y allí estaba yo, desprotegida de cualquier don con el que quisiese adornar mi palabra, luchando por liberarme, esperando llegar a un acuerdo tácito que parecía más lejano cuanto más cercano creía el momento, aun queriendo, incluso deseando, que tu fuerza fuese mayor que la mía…

- ¡Ya! ¡Yaaaaaa!
- ……….
- ¡Noooooo! ¡No me quites la ropa! ¡No me la quites! ¡Paraaaaa!
- ……….
- ¡Mi faldaaaa! ¡Noooo!
- ……….

Empecé a gritar. Hasta entonces, conscientemente, mis súplicas, ruegos e intentos habían sido proferidos en un tono bajo, íntimo; estaban destinados a hacerte reconsiderar o a hacerme reconsiderar, a convencerte, a convencerme…, pero llegó un momento en que sólo deseaba que parases, que parases, que parases… Que parases. ¿O no?

La sensación era casi más extraña que intensa. Casi más intensa que extraña. Te sentía más cerca de mí de lo que nadie estuvo nunca antes. Sin embargo, te reconocía lejano, en ese papel omnipotente que los dos habíamos acordado otorgarte. No eras alguien con quien yo pudiese hablar, ni conversar. De pronto, sólo eras alguien a quien podía intentar convencer.

Convencer de que parase. Que parase de una vez.

Y… mientras tanto, el color creciente de mis nalgas, tan vívido como si pudiese verlo ante mí a cada instante.

- ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Para!
- ¿Que pare?
- ¡Síiiiiiiiiii!
- ¿Por qué?
- ¡Para, por favor! ¡Ayyy!
- Dime, ¿por qué debería parar?
- ¡Porque me duele! ¡Me duele! ¡Mucho!
- Respuesta incorrecta.
- ¡Paraaaaaaaa!
- ……….
- ¡Por favooooor! ¡Ay! ¡Ayyyyyyy!
- ……….
- Por favor… por favor… por favor…
- Por favor… ¡¿qué?!
- Por favor…
- ……….
- ¡Ay! ¡Ayyy! ¡Por favor…!
- Te escucho.
- Lo dejaré. Lo dejaré. Lo prometo. Lo dejaré. De verdad. Lo dejaré.
- ……….
- ¡Palabra!
- ……….
- Dejaré de fumar. Te doy mi palabra. Lo dejaré.
- Te has acordado rápido, ¿no?
- ¡Ay!
- ……….
- ¡Ayyyyyyyy!
- ……….
- ¡Lo dejaré! ¡Lo dejaré! ¡Lo juro!
- ……….
- Lo dejaré.
- ¿Sí?
- Sí. Lo dejaré. Te doy mi palabra de honor.

Entonces dejaste de ser el tú a quien yo fui a buscar para volver a ser tú. El tú que encontré en el aeropuerto se volatilizó, sentado en el sillón, con gesto paterno y ceñudo, mientras el tú que me conquistó me acunaba y mimaba como la niña que yo era en tu presencia. Mis ojos, asustados y humedecidos (aunque no lloré, y me sentía muy orgullosa de ello), te miraban y tú te reflejabas en ellos. En ese momento sólo deseaba agradarte. Hubiese hecho cualquier cosa para hacerte feliz y… bueno, prometer un imposible no parecía tan mala idea… Los momentos tiernos se sucedían, y la dicotomía amatorio-disciplinaria fue fundiéndose en un letargo similar al que iba entrando en mí…

Tú tenías que dormir en casa, en “tu” casa, y yo me quedaría sola en mi soledad plagada de tus recuerdos, en esa habitación que había dejado de ser mía para ser parte de ti, en ese reducto de gritos contenidos a duras penas en el que no podría, nunca, hacer más que añorarte.

Dormí desvestida. Boca abajo. Destapada. Feliz. Sin arrepentimientos. Sin arrepentimientos de ningún tipo. Pero el timbre sonó demasiado pronto. Todavía te añoraba. Aún estaba desnuda. Ensimismada. Imbuida de tu marcha. Influida por ti. Intentando aclarar conmigo misma que sí, que efectivamente había cruzado el país para conocer a un hombre, tú, y que, efectivamente, lo primero que había hecho ese hombre, tú, había sido darme una azotaina, y que sí, que, efectivamente, yo seguía allí, dispuesta a volver a ver a ese hombre, tú, preparada para volver a echarme en sus brazos, entregada a él, ¿o a ti? Me puse el albornoz y abrí la puerta con timidez.

- Buenos días
- ¡Buenos días! He traído algo para ti…
- ¿Un regalo? ¿Está en esa mochila? ¡Huy, qué grande es!
- Ya lo verás. Por cierto, ¿a qué huele?
- A nada…
- Y… ¿por qué tienes la ventana abierta?
- Hace calor.
- ¿Tan temprano? ¿Y no te da vergüenza pasearte sin ropa por la habitación?
- No voy sin ropa. Además, desde aquí no me ve nadie.
- Ya. Esto… ¿Dónde está el cenicero que estaba en esta mesa?
- ¡……….!
- ¡¿Dónde está?!
- … En el cuarto de baño.
- ¡……….! A ver…
- ……….
- ¿Me podrías explicar qué hace mojado, y boca abajo?
- Sí… bueno… esto… anoche, después de que tú te fueses, fui a por algo de comer, y… pues… verás… lo usé como posavasos. ¡Por eso lo dejé así, para que se secase!
- Seguro. Ya.
- De verdad.
- Acércate a mí. Ahora. No pensaba tener que usar algunas de las cosas que traía, pero algo me hizo cargar con ellas. Ahora veo que no me equivoqué.
- ¿Qué es lo que has traído exactamente?
- Ya lo verás. Ahora ven.
- ……….
- En este instante.
- Pero…
- VEN AQUÍ. No me hagas repetírtelo. Te lo aconsejo.
- Pero…
- Lo tuyo es increíble. ¿Lo sabías?
- ¿A qué te refieres?
- ¿Tú a qué crees?
- … No sé…
- Ven aquí. Si no, será peor. Y lo sabes. ¿A que sí que lo sabes?
- Vamos a hablarlo primero.
- No tenemos nada que hablar.
- Sí…
- No.
- Escucha…
- ¿Qué pasa? Llegamos a un acuerdo, ¿no? De hecho, déjame recordarte que ayer me diste tu palabra de honor. ¿Es esto lo que vale tu palabra? Dime.
- No. Mi palabra vale mucho. Es sólo que… bueno, me pillaste en un momento un tanto… desorientado. No sabía lo que decía…
- Vale. Ya he escuchado lo suficiente. Ahora hablaré yo, ¿de acuerdo? Y te diré lo que quiero. Y tú enmudeces y me escuchas bien calladita. Quiero que te comportes como una niña buena, como la niña buena que sé que eres en el fondo. Quiero que seas obediente y educada. Quiero que digas siempre la verdad y que seas consecuente con tus actos. Y, por lo tanto, quiero que te acerques a mí, y quiero que voluntariamente te tumbes boca abajo sobre mis rodillas, aprovechando la circunstancia de que ya estás desnuda, para recibir los azotes que sabes que mereces por haberte comportado mal, por seguir fumando después de todo lo que hemos hablado al respecto y, por supuesto, por haberme mentido y haber dado tu palabra de honor en vano. Será inolvidable, créeme. Aproximadamente en ese momento ya habrás aprendido algo importante sobre ti misma, que tu palabra es tu fuerza y no puedes malvenderla. Y yo te ayudaré a que recuerdes esa sabia enseñanza.
- No tengo la más mínima intención de hacer eso que dices.
- Ah, ¿no?
- No.
- Está bien. Entonces comenzaremos por el final.
- ¿Por qué me coges del brazo?
- Ven…
- ¿A dónde?
- Al cuarto de baño, ¿no lo ves? Voy a hacerte algo que tu madre debió hacer la primera vez que te vio fumar. Espero que aún no sea demasiado tarde.
- ¿Qué vas a hacerme?
- Tranquila.
- ¡Sí, hombre!
- ¿Confías en mí?
- ……….
- ¿Confías en mí? ¿O acaso quieres que me vaya ahora?
- ¡No! Seré buena…
- De acuerdo. Entonces me quedaré. Y tú, también.

Aún recuerdo mi cara. Mi expresión, reflejada en el espejo sobre el lavabo, de absoluto asombro, cuando te vi abrir la gran mochila en la que traías esos artículos misteriosos de los que hablabas de forma tan… inocente. Esos depósitos de plástico. Esos tubos largos de goma. Esa especie de… sondas. Esos recipientes llenos de líquido ambarino que, según me explicaste, eran infusiones de distintas hierbas medicinales. Y, sobre todo, aquellas cánulas de aspecto intimidante que tú expusiste ante mí, ordenadas por tamaños y grosores en la blanca inmensidad de la tapa del inodoro. Recuerdo el despliegue diligente y la paciencia, la minuciosidad con que comenzaste los arreglos, mirándome casi como un padre, intentando transmitirme con tu mirada la tranquilidad que me faltaba al mirar tus manos y sus progresos. Y me acuerdo de mí misma, paralizada, mirando con ojos asombrados tus preparativos, sin querer aceptar la posibilidad que aquel cúmulo de objetos me sugería. Incluso cuando ya habías terminado, incluso cuando te incorporaste y te acercaste a mí, incluso entonces, no podía creer lo que veían mis ojos…

Me cogiste delicadamente por la cintura. Me quitaste el albornoz. Te sentaste en el borde de la bañera y me colocaste sobre tus rodillas. Y me explicaste, como a una niña, que ibas a ponerme un enema, un enema medicinal que limpiaría mi cuerpo de algunos de los estragos del tabaco, que me haría sentir mejor, pero que tal procedimiento no sólo tendría un carácter terapéutico, que había algunas cosas que aún tenía que aprender, y que por ello aquel enema también serviría para castigarme.

Y yo me volví dócil ante la posibilidad cada vez más cercana de ser… de recibir… de probar ese… “tratamiento especial” que jamás en mi vida me había sido aplicado, y del que sabía, por algunas amigas y sus experiencias, que no tendría nada de agradable. Te mimé, aún sentada en tu regazo, fijé mis ojos, cargados de inocencia y de súplicas, en los tuyos, acaricié tu barbilla con un dedito juguetón… y tú fuiste consciente de mis intenciones desde el primer momento y me permitiste agasajarte, sin ningún propósito de ceder ante mí. Me dejaste hacer durante un rato y, de pronto, te incorporaste, y a mí contigo.

- De acuerdo. Creo que ya te has tranquilizado y has entendido que todo esto es por tu bien. Y ahora quiero que te comportes como la niña buena que sé que eres, quiero que me pidas perdón por esa horrible palabra de honor desperdiciada, y quiero que te inclines sobre el borde de la bañera. Apoya tus manos en el interior, de forma que tu culito quede bien alzado. Te pondré dos toallas gordas dobladas, para que puedas apoyar tus rodillas en ellas y así estar un poco más cómoda, ya que deberás permanecer en esa posición durante algo de tiempo…
- Pero…
- Por favor, no empecemos otra vez. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
- ¿Entonces?
- ……….
- ¿Entonces?
- … Te pido perdón.
- ¿Qué más?
- Te pido perdón por… ¡Esto es muy difícil!
- No volveré a pedírtelo. Venga.
- ……….
- Hazlo por mí.
- Te pido perdón por… desobedecerte, puesto que sólo miras por mí y por mi salud, por haberte dado mi palabra de honor sin intención de cumplirla y… sobre todo, te pido perdón por… desilusionarte, por… decepcionarte. Por defraudarte.
- Muy bien, pequeña.
- Bueno, ahora lo he dicho.
- Sí.
- Ya no tenemos que pasar por esto del enema, ¿verdad?
- A veces creo que no entiendes nada…
- ¡Pero…!
- No… No comiences de nuevo… Me estoy cansando…
- ……….
- ¡De acuerdo! Te diré lo que vamos a hacer: Te doy a elegir. Si quieres, puedes ser una niña buena, adoptar la postura que te he indicado, y asumir que ya eres lo suficientemente mayor como para pedir, recibir y aceptar los castigos que te mereces, tanto el enema como la azotaina que antes te describí.
- ……….
- Si no, ahora mismo, y en este momento y lugar, te dejaré el culo tan rojo que lo de ayer no serán más que caricias en tu recuerdo, luego te aplicaré dos enemas en vez de uno, y luego seguiremos con los planes anunciados. Elige.
- Hombre… si me lo pones así…
- ¿A que no es difícil?
- No…
- Elige entonces.
- Ya sabes lo que elijo.
- Eso no me sirve. Quiero oírlo de tu boca. Quiero tus palabras, quiero que me pidas que te discipline y que reconozcas que mereces el castigo. Quiero que tus labios soliciten de mí un enema y una severa azotaina. Quiero que lo digas.
- No puedo.
- Claro que puedes.
- … No puedo.
- De acuerdo entonces. Ven.
- ¡No! No me cojas del brazo. ¡Espera!
- Por favor… mi paciencia tiene un límite…
- Vale. Voy. Dame sólo un minuto.
- Diez segundos.
- ……….
- Di.
- De acuerdo.
- Estoy esperando…
- … Me he comportado mal. Quiero que me disciplines, que me eduques. Quiero…
- Dilo…
- … Quiero… te pido que me apliques un enema como castigo por fumar y por dar mi palabra de honor en vano.
- Bien. Sigue.
- ¿Más?
- Claro.
- … Y… y quiero que me des la azotaina que me merezco por haberte mentido y desobedecido.
- De acuerdo. Ya que me lo has pedido de forma tan educada y tierna, te complaceré. Y ahora espera un momentito, que voy a terminar con los preparativos.
- ……….
- Ya está.
- ……….
- Ponte en la postura que te he dicho, por favor.
- ... Más adelante. Apoya las manos. Así. Y separa un poco las piernas.
- Espera.
- Peque, no hables más. Intenta relajarte, ¿vale?
- Eso no es fácil.
- Venga… inténtalo.
- Vale.

Después de ese último intercambio de simplezas, me di cuenta de la situación en la que me encontraba. Un hombre, al que no conocía apenas veinticuatro horas atrás, estaba a punto de introducirme una cánula por el ano para desintoxicar mis intestinos de nicotina ¡porque yo se lo había pedido! Y yo, rodeada por un mar de porcelana blanco, parecía estar dispuesta a aceptar esas circunstancias…

En cualquier caso, mis momentos reflexivos no duraron mucho. Sentí tu dedo, indescriptiblemente gélido, toqueteándome con sutileza, dejando tras de sí una capa fría, resbaladiza y desapacible, introduciéndose en mi interior. Y me empecé a poner nerviosa… Con mis movimientos de vaivén, destinados a zafarme de ti, y sin ser consciente de ello, conseguía el efecto contrario al deseado, y tu dedo entraba aún más fácilmente en mí. Sin embargo, y, aun a pesar de que era la primera vez que sentía algo extraño en esa… parte de mi anatomía, desde que me había colocado en aquella postura no hacía más que recordar los acontecimientos del día anterior, y notaba la humedad que mis evocaciones generaban y que tus toqueteos y la imagen de los distintos artilugios no hacían más que incrementar. Y recé para que no te dieses cuenta. Asumía que tú contabas con ello, pero ya era lo suficientemente humillante la postura en la que me encontraba, como para sumarle una excitación generada exclusivamente por azotes y enemas…

Pasados los primeros minutos dejaste un poco de lado tu delicadeza, tras recordarme que también me estabas castigando y los motivos de dicho correctivo. Me separaste las nalgas, que respondieron al roce de tus manos como los girasoles al calor del sol, y de pronto noté que tratabas de meter algo duro en mi interior. No sabía qué hacer, si quitaba las manos del fondo de la bañera podía darme un golpe, y tú, quizá previendo que intentaría zafarme de ti, paraste un momento, me cogiste del pelo para incorporarme ligeramente, y me dijiste al oído con una voz severa e intimidatoria “Ni se te ocurra moverte a partir de este momento, niña, o te dolerá más”. Y a partir de ese momento, efectivamente, no me moví. Me quedé helada, apretando todas mis intimidades para no permitirte el acceso a mí, sin saber que con ello te estaba ayudando…

Comencé a sentir dolor. Te lo dije, y me pediste que me callase.

Comencé a rechinar los dientes. Me oíste, y me pediste que parase.

Comencé a incomodarme. Lo notaste, y me pediste que me tranquilizase.

Pasó una eternidad. Una eternidad perpetua mientras tú manipulabas tras de mí, escuchando sonidos indescifrables y sintiendo dolor, y ganas de llorar, y humillación, y mucha, mucha vergüenza… Y humedad.

- Sigue sin moverte, ¿de acuerdo? Lo estás haciendo muy bien. Ya verás lo pronto que terminamos. Ahora comenzarás a sentir líquido en tu interior. No dejes escapar ni una gota. ¿Entiendes? Ni una gota. Mira, el contenido de esta bolsa es el que te voy a meter, y…
- ¡¿Todo eso?!
- Calla.
- ¡Pero… eso es una barbaridad! ¡Eso no cabe!
- ¡Ay, Dios! Cállate…
- Pero es que…
- ¡Que te calles ya! Se acabó.
- ¡Ay!
- ……….
- ¡Ay! ¡Ayyyy!
- ……….
- ¡Vale, vale, me callo! ¡Ay! ¡Ayyy! ¡Ayyyyyyyy!
- ……….
- ¡Ayyy! ¡Yaaaaa!
- ¿Seguro? Puedo seguir azotándote hasta que te tranquilices, si quieres…
- No, no será necesario. De verdad.
- A ver si eso es cierto, y tenemos un poquito de serenidad. Te voy a decir una cosa; como me hagas sacarte la cánula para poder azotarte más y mejor, te vas a arrepentir… Mucho.
- No lo haré. Palabra.
- Tu palabra ya no sirve de nada conmigo.
- ……….
- Bueno, parece que eso está mejor. Como iba diciendo, el contenido de esta bolsa es el que te voy a meter, y no quiero que dejes salir ni una sola gota de tu cuerpo hasta nueva orden. ¿Entendido?
- Sí.
- ¿Seguro?
- Sí.
- Está bien, volveremos a intentarlo. Última oportunidad. Quieta y callada.
- ……….

A partir de ese momento las sensaciones se intensificaron. Mi culo, con unas pocas nalgadas, había recobrado rápidamente el color y el calor y, a la vez, una cálida, aunque incomodísima y desconcertante, sensación, empezó a fluir dentro de mí y se desparramó, acrecentando mi impotencia, mi humillación, mi inocencia, mi dolor, mi confusión, mi súbito desconocimiento de mí misma. Durante lo que pareció una eternidad tus humores mágicos comenzaron a tomar posesión de mis entrañas. Quería moverme, quería escapar, quería que me soltases, quería dejar de estar enchufada a ese engendro disciplinario que salía de mi culo como una cola de diablo, pero no sabía cómo hacerlo. Intenté razonar contigo, pero tras sólo dos palabras tú me preguntaste si mis ganas de conversar indicaban que quería dos bolsas en mi interior en vez de una. Y guardé silencio. Y tu purga fluyó y fluyó.

Mi cuerpo ardía. En todos los sentidos. A todos los niveles. Por dentro y por fuera. Queriendo y sin querer. La fuerza de tu mano, la eficacia de tus caricias, lo que llevaba dentro de mí sin poder dejarlo salir, tu mirada, fija en bien sabes qué parte de mi anatomía… Lo pasado y lo presente. Todo me hacía quemarme. Y todo me quemaba.

De pronto, terminó. Cuando ya me sentía más llena de lo que nunca creí poder estar, se acabó, y tú sacaste la cánula. Me notaba a punto de explotar. Por primera vez no quise moverme. Mis ojos, apretados, formaban círculos de luz ante mí, centrando todas mis fuerzas en cerrar aquella salida de la que nada debía emerger. Tu mano, acariciándome, amenazaba con romper la concentración necesaria para evitar pérdidas. No habría pasado más de un minuto cuando rompí el silencio, la concentración, y casi tu orden.

- Por favor…
- ¿Qué?
- Estoy a punto de reventar. Me duele mucho todo. Por favor.
- Aguanta sólo unos minutos más.
- ¡No!
- ¡……….!

Mi propia rebeldía me sorprendió. Llegó de ningún sitio y me atravesó de parte a parte. Me incorporé desafiante, aunque aún intentando mantenerlo todo en mi interior y… no esperaba ver lo que vi: Tú ya habías previsto ese próximo movimiento mío, habías estado esperando mi insubordinación desde el principio, y estabas sentado sobre la tapa del inodoro, manteniendo en tu mano, listo y preparado, un objeto desconocido para mí. Era de color brillante, alargado, más grueso que un dedo, aunque más estrecho que… bueno, que otras cosas, y tú lo sujetabas por la base, apuntándome directamente. En décimas de segundo me inmovilizaste la espalda, para evitar más movimientos, e introdujiste todo aquello en mí.

- ¡Auuuu!
- ¿Mejor?
- ¡¿Cómo que mejor?!
- Bueno, ahora no tienes que hacer tanta fuerza para que no se te salga nada, hay algo que te ayuda, ¿no es cierto? Ahora tienes un tapón.
- Duele un poco…
- Venga, no seas niña. Piensa y dime fríamente: ¿De verdad duele tanto?
- Mmmmm… No.
- ¿Lo ves?
- ……….

Toda mi sed de venganza, toda mi insumisión, toda mi ignorancia sobre mí misma y, aparentemente, sobre mis propios deseos, murió con ese descubrimiento. Deseé que estuvieses orgulloso de mí, de mi obediencia, de mi disciplina, de mi control. Tus manos tomaron posesión del cuerpo que se te ofrecía, y lo acariciaron profusamente. Mi intestino se adaptaba a tu receta como mi cuerpo a ti. No podía creer que fuese yo quien gimiese a tu contacto. Me resultaba insolentemente vergonzoso que tu tacto ardiente, contra una superficie de por sí arrobada, desenterrase ciertos sonidos dormidos en mi garganta. Y tú te diste cuenta y me rescataste de mí misma.

- Venga, arriba. Voy a quitarte el plug, y te voy a dejar sola el tiempo suficiente para que no tengas nada deseando fluir fuera de ti. Te espero ahí. No tardes.
Cuando salí, liberada y contrita, estabas sentado en mi cama, sonriente.
- ¿Nos vamos?
- ¡!
- ¿No quieres?
- ¡Sí! Sí, sí quiero, pero… yo esperaba…
- ¿El qué?
- Nada, nada… Venga, vamonos. Pero tengo que ducharme.
- Claro. ¿Tardarás mucho?
- Dame cinco minutos.
- De acuerdo.

Eras otra vez el hombre maravilloso de nuestras largas conversaciones, el culto, interesante y descarado personaje que me movió a huir de mi rutina para pasar un fin de semana diferente. Mientras yo me duchaba te oí entrar en el cuarto de baño, rasgar el envoltorio de la pequeña pastilla de jabón y abrir el grifo. Cuando salí, no quedaba nada que recordase lo que acababa de ocurrir. Tú ya estabas de pie con tu mochila atiborrada al hombro. Me prometiste un día perfecto, lleno de emociones. Te ofreciste como cicerone para mí. Y salimos a recorrer la ciudad.
¿Qué puedo decirte del día que pasamos juntos? Que cumpliste tu promesa. Me llevaste a mil sitios famosos que yo no conocía. Me presentaste platos típicos de los que jamás había oído hablar, riéndote de la pusilanimidad que demostraba ante sabores y texturas desconocidos. En un momento de la tarde decidiste que ibas a hacerme un regalo: una falda de colegiala. Así que nos encaminamos a los grandes almacenes más famosos de España, en una majestuosa plaza de tu amada ciudad. Fuimos directamente a la planta de uniformes escolares, y nos reímos ante la evidencia de que yo no necesitara la talla mayor que el establecimiento ofrecía para las niñas. Escogiste dos o tres modelos diferentes, ante mi absoluta hilaridad. Me excitaba tu empeño por comportarte como un padre modelo ante aquella dependienta que, por la expresión de su cara, no disfrutaba del sexo en ninguna de sus infinitas facetas. Me encaminé hacia los probadores, y no fue hasta que te vi justo detrás de mí, dispuesto a entrar conmigo, que me di cuenta de que quizás había vuelto a pasar algo por alto…

- ¿Qué haces?
- Entrar contigo.
- ……….
- ¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza?
- No, claro que no, es sólo que…
- ¿Qué?
- Nada, nada, una tontería. Entra.
- Espera, que cierro la puerta.
- Vale. ¿Cuál quieres que me pruebe primero?
- Esta, la más cortita.
- OK.
- ¿A ver cómo te queda? Mmmm… Estás tan bonita…
- ¿Te gusta?
- Sí, mucho. ¿Por qué no apoyas las manos en uno de los espejos? En este de la izquierda, por ejemplo.
- ¿Para qué?
- Quiero verte en esa postura.
- ¿Así?
- Perfecto. Saca un poco el culo.
- ¿Qué tal?
- Genial. Lo mejor es tu sonrisa de piílla. Ahora no te muevas.
- ¿Qué vas a hacer? ¿Qué… qué haces con tu mochila?
- Ya lo verás.
- ¡¿Para qué es ese peine de madera?!
- Shhhhh… Baja la voz. ¿No te he dicho que no te muevas?
- ¡Pero…!
- Baja la voz te he dicho. ¿O quieres que se entere todo el mundo?
- No, pero…
- Vamos a ver, cuando salimos de tu habitación, ¿no te dio la sensación de que me olvidaba de algo?
- A ver, déjame que piense… No.
- Ya, buen intento. Te explico. Aún te falta algo para completar el castigo de esta mañana. Así que he pensado que podríamos empezar aquí, y ya iremos viendo dónde acabamos... ¿Qué te parece?
- ¡Muy mal!
- Era una pregunta retórica. No esperaba una respuesta. ¡Y deja de levantar la voz! ¿Has probado alguna vez un peine?
- En el pelo sí.
- Venga, sin coñas.
- No, no lo he probado nunca.
- Bueno, entonces, por ser la primera vez, y teniendo en cuenta que aún estarás un poquito dolorida, sólo serán unos cuantos azotes. Aparte de que… el peine es algo peor que la mano, aunque no mucho.
- ¡Sí, hombre!
- Mira, esto me duele a mí más que a ti, pero tú has confiado en mí para que haga de ti una buena niña, y ahora no puedo echarme atrás.
- Pero…
- Fin de la conversación. El peine no hace ruido. Espero que tú tampoco. Adopta la posición.

El primer azote me sorprendió por tres motivos; porque efectivamente no hacía ningún ruido, más allá de un golpe sordo absolutamente inaudible más allá de los probadores, porque dolía terriblemente, y porque fui capaz de no emitir ningún sonido.

El segundo me sobresaltó por tres razones; porque el dolor se convertía, rápidamente, en algo parecido a la agonía, porque casi se me escapó un gemido que ahogué en el último suspiro, y porque yo me moví involuntariamente y abandoné la postura para parapetarme tras una de mis manos.

El tercero me asustó por una sola causa; porque vino inmediatamente sucedido de un tirón de mi mano, de un movimiento brusco del taburete, y de encontrarme de nuevo tumbada sobre ti.

- Bueno, está visto que aún no eres una niña obediente. Pero no te preocupes, lo serás…
- ……….
- No pasa nada, no me mires así, sé que no es fácil permanecer quieta y en silencio en esta situación. Y aquí estoy yo, para ayudarte. A ver, te doy a elegir: ¿prefieres tener las manos sueltas para poder taparte la boca tú misma con ellas, o las pondrás en otra parte y harás que me enfade? ¿Te las sujeto?
- ……….
- ¿Serás capaz de mantener la boca cerrada por ti misma?
- No lo sé…
- Vale. Como pongas las manos en un sitio distinto a tu boca…
- ……….

El cuarto, el quinto, el sexto… Perdí la cuenta. No llegué a desesperarme, así que probablemente dijiste la verdad al indicar que sólo serían unos cuantos, pero mi voluntad no era tan fuerte como para rendirme ante ti sólo por… por unos pocos golpes propinados con un peine. Aunque he de reconocer que fue un acierto que me dejases las manos sueltas. Era incapaz de apartar las manos de mi boca, porque no me fiaba nada de mí misma ni de mis sonidos, lo que te dejaba el campo libre sin necesitar ningún tipo de esfuerzo por tu parte. Cuando escuché a la vendedora al otro lado de la frágil puerta creí morir de humillación. Me preguntaba cómo iba con las faldas, si me quedaban bien, y tú paraste tu mano de peluquero en el aire el tiempo suficiente para que yo pudiese contestar, con un hilo de voz, que aún me las estaba probando…
Cuando me diste cuatro rapidísimos azotes más, alternados entre ambas nalgas, pataleé, en el más absoluto de los silencios, plenamente consciente de que la dependienta permanecía al otro lado esperando a dar su opinión sobre las prendas. Me incorporaste, guardaste el peine, y con un movimiento de cabeza me indicaste que abriese la puerta para poder mostrarme ante aquella mujer. Abrí, absoluta y totalmente ruborizada. Tú permanecías sentado. Ella me pidió que me diese la vuelta y, como si supiese leer en mis ojos, y muerta de envidia por ello, toqueteó las tablitas de la falda sobre mi trasero, provocándome un dolor casi indescriptible, mientras comentaba:

- Le queda muy bien. ¿Se ha probado las otras?
- No, no es necesario – contestaste tú, muerto de risa. – Nos quedamos con esta. ¿Verdad?
- Eh… sí, sí, claro.

Cuando salimos de allí aún te estabas riendo de mí. Fuimos a tomar algo, al bar de unos amigos tuyos, y yo me desesperé cuando insististe e insististe ante ellos para que me sentase en aquel taburete alto y duro, de madera, sin más protección para mi retaguardia que tu mirada… De allí fuimos a otro sitio, y a otro y a otro. Eras… el perfecto caballero, el padre protector, el galante impenitente, el educador involucrado. Todo lo que yo quería, y todo lo que yo temía. Fuiste todo lo que yo quería, efectivamente, hasta que se fue acercando la hora de volver al hotel, y volviste a ser todo lo que yo temía. Cuando llegamos, cargados de bolsas, con la cámara en la mano y más que cansados, me senté en la butaca, en tus rodillas, a repasar todos los sitios que habíamos visitado y cuánto nos habíamos reído. Yo no me quitaba de la cabeza algunas cosas que también habían ocurrido durante la jornada, pero no tenía la menor intención de traerlas a tu memoria. Por entonces, aún no sabía que tu retentiva era sólo inferior a la disciplina que demostrabas – y exigías – en determinados momentos.

Sin darme cuenta me fui acurrucando, enroscada en tu cuello. El largo día me había dejado exhausta, y ni siquiera el dolor que sentía en las zonas acariciadas por tu peine me hacía levantarme de la postura en la que, sin dudarlo, habría permanecido hasta el amanecer…

- ¡Hey! ¿Te estás durmiendo?
- ¿Yo? No...
- Venga, incorpórate. Acabemos con esto cuanto antes, ¿no?
- No, no te muevas – dije con voz mimosa.
- Sabes que no puedo quedarme.
- Ya…
- Y sabes que tenemos que terminar algo antes de que me vaya.
- No…
- Sí.
- ¿Lo vas a hacer fácil, o difícil?
- ¿Cómo?
- Que si quieres que sea por las buenas, o por las malas. Ya sabes que por las malas será peor para ti…
- Si te digo que no sé de qué me hablas, no cuela, ¿verdad?
- Verdad.
- Por las buenas.
- ¿Qué más?
- Por favor.
- De acuerdo. Te concederé el beneficio de la duda. Otra vez.
- ¿Qué hago?
- Ponte la falda nueva. Luego, acércame mi mochila. Y, por último, túmbate sobre mis rodillas como anoche.
- ……….
- ¡Qué guapa estás!
- Toma.
- Gracias. ¿A ver? Sí, aquí está.
- ¡Joder, ¿ahora un cepillo?! ¿Cuántos chismes has traído?
- ¡¿Cómo has dicho?!
- No he dicho nada.
- ¿Tú no has dicho ahora mismo “joder”?
- Sí, pero se me ha escapado…
- O sea, yo intentando hacer de ti una jovencita modosa y educada y tú diciendo palabrotas gratuitas…
- ……….
- Verás lo fácil que lo arreglamos. Vamos a continuar con el plan previsto, pero esta vez, para que vayas aprendiendo modales, vas a decir, después de cada azote “Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?”.
- ¡Sí, hombre, ¿y qué más?!
- ¿No habíamos quedado en que sería por las buenas?
- Sí, pero…
- Te mereces un castigo. Lo sabes. Y además, vas acumulando puntos para otro… ¿Empiezo a llevar las cuentas?
- No, está bien.
- Eso me gusta mucho más. Hazme estar orgulloso de ti. Sé que puedes, mi pequeña.
- ……….
- ¿Preparada?
- … Sí…
- De acuerdo.
- ……….
- ……….
- Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- Mmmm… Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Ay! Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Ayyyy!... Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Ayyyyyyyyy!
- ¿Qué más?
- Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Auuuuuuuuuuuuu!
- Venga…
- … Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Paraaaaaa!
- ¿Ya vamos a ponernos desobedientes otra vez?
- No…
- ¿Entonces?
- Fffffffffff… Gracias, ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- ¡Ya estáaaa!
- Ejem…
- Gracias… ¿puedes darme otro, por favor?
- ……….
- Gracias… ¿puedes… puedes darme otro?
- ¿Cómo?
- ¿Por favor?
- ……….

Me cansé de contar. Sé que tú no, pero yo sí. Te dije que parases, te rogué, pataleé, te supliqué, me debatí, te insulté, agité mis manos como hélices… Hasta intenté morderte en un muslo. ¿Recuerdas ese momento?

- ¡Se acabó! ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Faltaría más!
- Perdón, perdón, perdón…
- A LA CAMA.
- Perdona.
- BOCA ABAJO.
- Perdóname, por favor.
- Las manos sujetando el cabecero. Ni se te ocurra moverlas. Dame la almohada. Levanta las caderas… Así.
- Por favor…
- A ver, vamos a quitarte la falda…
- No, por favor.
- No te atrevas a mover las manos. Yo te la quito.
- Por favor…

Y comenzaste de nuevo. Pero no fue igual. Esta vez estabas enfadado. No tanto como para ser peligroso, pero sí lo suficiente como para ser inflexible. No quiero recordarlo. Fue demasiado doloroso. Los azotes no tenían fin. Tu mano apoyada en la base de mi espalda anulaba todo movimiento. No me atrevía a soltar mis manos, no sé de qué habrías sido capaz si te hubiese vuelto a desobedecer. Ahogaba mis lamentos en la sábana. Y tú no dijiste ni una sola palabra. No emitiste ni un sonido. No hablaste. Yo no podía mantener los ojos fijos en ti, porque esta vez sí había lágrimas rodando por mis mejillas, lágrimas que se enjugaban solas contra la tela, pero cuando te miraba, te veía contemplando fijamente mi trasero, con los labios apretados y sin el más mínimo atisbo de contrición. Cuando al fin te decidiste a dirigirme la palabra, lo hiciste para preguntarme qué opinaba, qué pensaba de lo que estaba sucediendo. No sé qué contesté. Sólo recuerdo que, a duras penas, te dije que me lo merecía, que me había portado muy mal, y que no volvería a repetirse, nunca. Y debí de ser convincente, porque tú soltaste el cepillo inmediatamente, te sentaste en la cama, y me abrazaste, me besaste y me acunaste…

Cuando desperté ya era de día y yo estaba sola. Me costó un momento darme cuenta de que había sonado el teléfono. Era una llamada despertador, hecha por la recepción del hotel, aunque yo no recordaba haber dejado ninguna orden similar…
Me resultaba increíble haber podido quedarme dormida con aquel punzante dolor, pero al tocarme, el aroma que descubrí me sugirió que antes de irte me habías echado algún tipo de loción para calmar los ardientes pinchazos que tu dedicación hacia mí había provocado. Fui al baño y me miré en el espejo. Yo no parecía yo. Y no me refiero al color rojo que aún perduraba en partes de mi anatomía, sino a mi expresión. Era distinta. Parecía más mujer, más segura de mí, más… más humana. No me apetecía bajar al comedor, a sentarme haciendo malabarismos en una mesa perdida, así que pedí el desayuno en la habitación. Y sólo en ese momento descubrí tu nota, esa en la que, con tu inconfundible caligrafía, me decías: “Cuando leas esto será muy probablemente por la mañana, así que buenos días, mi niña preciosa. Tuve que irme, pero no quise despertarte. Temo que fuesen muchas emociones para una sola vez. Nunca hemos hablado de términos ni de cláusulas. Espero no haber sobrepasado los límites que tú, mentalmente, me hubieses impuesto. Sin embargo, he de informarte que el día en que convinimos en conocernos me hiciste partícipe de tu educación, de tus sueños, de tu disciplina, de tu obediencia. De parte de tu vida. No hemos de seguir viéndonos, a no ser que así lo desees, pero si lo hacemos, yo seré el encargado de velar por ti y de adiestrarte. Nunca te olvides de eso. Ahora mismo son, como muy tarde, las nueve y media, puesto que dejé un encargo en conserjería. Si deseas volver a verme, llama a recepción y deja un mensaje para mí. Pasaré por tu hotel a las diez en punto y preguntaré. Sé que no tienes mucho tiempo para pensar, pero hemos hablado mucho de nosotros, y no te gusta demorarte en tus decisiones, así que hay rato de sobra, ¿no?”.

Desayuné como si no hubiese comido nunca. Más que saborear, engullía, pendiente de mi reloj, de la ventana por si te veía aparecer, de… de todo menos de mí. Antes de que dieran las diez ya había tomado mi decisión. Llamé a recepción y, cuando noté que nadie contestaba me puse casi histérica. No tenía tu teléfono, no sabía tu nombre real, no podría encontrarte si te perdía… Y no estaba dispuesta a perderte. Bajé en albornoz, descalza, sin peinar, corriendo por las escaleras. Tú me reconociste de espaldas, cuando hablaba con la recepcionista. Te acercaste a mí, me diste un beso en la mejilla y me preguntaste si había dormido bien. Y yo te invité a subir.

Unas pocas horas más tarde mi avión despegaba. Todavía estaba dolorida, quizás aún más dolorida que antes. Sabía que tú mirabas cómo me elevaba en el cielo. Sabía que estarías esperando noticias mías en Internet. Sabía que volvería a verte. Lo único que no sabía era cuánto podría esperar…

5 comentarios

spank77 -

me encanto en algun momento mi esposo y.yo jugamos asi sin el saberlo

eliza -

INCREÍBLE me ha encantado, impresionante...

Any -

me encanto este relato..!!!!

arnelas81 -

dios,eso yo lo he sufrido más de una vez.esa sensación intimidante que produce saber
que te van a aplicar un enema...y no se lo deseo ni a mi peor enemigo,claro que,como yo no tengo familia,
son mis amigos los que me tienen que meter miedo cada vez que me ven fumar o beber alcohol

karla -

que relato tan perfecto dios lo ame de inmediato
quisier mas relatos de estilo paterno porfavor son muy tiernos, sin nada de sexo eso es lindo